Diálogos marxistas

Mi boca narra lo que mis ojos le contaron...

5 abr. 2017
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Chapurreando un verso de Sábato…, con el eterno placer que siempre sintiera por la poesía, haciéndola su inveterada compañera, Ernesto Guevara de la Serna comienza su viaje iniciático de terco aventurero, en enero de 1950, para conocer su Argentina natal, pero esta vez por el norte, esa que lo aproxima a una realidad que distinguía de soslayo y que no había tenido oportunidad de captar con detenimiento.


Quizás desde que imaginara un recorrido por América Latina, se sintiera atraído por esta primera iniciativa de deuda no saldada y a la vez tan indispensable. Pocas páginas se conservan de esa experiencia, pero bastan las que se conocen para adentrarnos en su mundo tan íntimo, cargado de ensueño y filosofía, dispuesto a acercarse de forma tangible a la realidad para avanzar, a partir de ese momento, en una búsqueda incesante de su verdad; de esa verdad que lo llevará infinitamente a lo largo de su existencia, a tratar de palpar el sentido real del pueblo, del que confesara que sólo es posible conocerlo al intimar con él, aun cuando no estuviera en condiciones de emitir juicios más concretos.


Miles de kilómetros caminados por tierras áridas, hermosas o no, le sirvieron para percatarse de una constante que lo seguiría de por vida, su visión del atraso a que es sometida la inmensa mayoría de la población por el solo hecho de no ocupar una posición privilegiada en la sociedad y estar condenada a la pobreza y la indefensión.


Apenas un año lo separa de su primer viaje por el continente, el que sin dudas dejaría huellas permanentes y que recordaría cada vez que, voluntaria o involuntariamente, pensara en América. En ese breve lapsus, su conciencia social avanzaba a pasos agigantados, tratando de escudriñar en su entorno y más allá del mismo, cuanto era posible conocer para alcanzar un camino que satisficiera sus intereses y deseos. Se le ve enrolado de enfermero en barcos que lo llevan por tierras del Caribe y de sanitario en la zona del puerto de Buenos Aires, vivencias, que aun cuando no haya dejado plasmadas en escritos, el hecho de haberlas experimentado, le nutrieron y sirvieron para decidirse a emprender senderos y búsquedas más profundas.


Esta vez la empresa es mayor y muy arriesgada: recorrer en moto una parte considerable de América. No lo haría en solitario, sino que lo acompañaría un par hecho a su medida, su amigo Alberto Granado, capaz de compartir sus quimeras y perseguir propósitos similares.


Hasta donde alcanzó este viaje relieves imperecederos, se puede apreciar a través de esa costumbre tan ineludible en Ernesto, escribir todo lo que sus ojos le contaron. Relatos, que sin proponérselo, describen y descubren, en un estilo muy propio —precursor del cronista que siempre fue—, realidades y verdades que lo llevan de la mano por tierras desconocidas, sugerentes, sugestivas y que lo harán cambiar más de lo que creyó.


…a lo mejor sobre diez caras posibles solo vi una […] mi boca narra lo que mis ojos le contaron… Chile, Perú, Colombia, Venezuela, esencias de un mismo fin, que lo conducen para penetrar en verdades intuidas, pero no corroboradas. No importa que confesara sus limitaciones para contar lo que percibió, lo que llega al lector es suficiente para entender búsquedas y propósitos y poder afirmar con cuanta objetividad y precisión emitió juicios tan certeros.


Desde Chile una constante, la denuncia ante la injusticia; primero, en lo que conocía con más detalles, la medicina, después, con los mineros y en un escalón más alto con una familia de mineros comunistas, con los que se sintió más hermanado que nunca. Ante tanta injusticia sentencia lo esencial del cambio, motivado por la nula gestión de los gobiernos y la despiadada explotación a que eran sometidos los humildes, con un aditamento que sorprende, en estas sus primeras apreciaciones de índole políticas, la necesidad de sacudirse al incómodo amigo yanqui si en verdad se desea alcanzar un nacionalismo soberano e independiente.

Perú posee un significado superior, porque sumado a sus juicios anteriores, penetra en un problema hasta entonces desconocido, el tema indígena. El impacto de la barbarie del conquistador frente a la riqueza monumental de una cultura cercenada, la más poderosa expresión de la civilización indígena, lo llevan primero a apreciar directamente la inmensidad y vastedad de su arquitectura y cultura, para en su justa medida penetrar en el cruel sometimiento de una conquista intolerante y brutal, que solo perseguía la colonización de hombres en aras de sus intereses metropolitanos y feudales, parasitarios y transculturadores.


El día de su cumpleaños, a seis meses de haber iniciado el recorrido, en el relato titulado San Guevara, invocación irónica al peronismo, se pueden evaluar los diversos modos en que ya es capaz de calificar y sentir a América Latina, unida como única forma de integración, bajo la evocación bolivariana.


Caracas, la ciudad de la eterna primavera, es el final del largo bregar que lo conduce a otro problema más desconocido aún, la visión del negro en vida común con el blanco, como otra de las caras de la colonización racista y deformante, historia cruel de rivalidades y enfrentamientos que integran las raíces coloniales hasta el siglo xix y que persisten hasta nuestros días en forma de prejuicios y de colonialismo mental.


El final o el principio, difícil de discernir cuando el autor no precisa de fechas para explicar lo que siente y expresa, sin embargo Acotación al margen es síntesis y sugerencia sin importar el orden cronológico, porque todas las narraciones fueron elaboradas después de transcurrido el viaje y por tanto hilvanadas por un hilo imperceptible, de alguien que no trata de demostrar, sino de acentuar algo que era o se estaba convirtiendo en una fuerza mayor, por el momento, espiritual, incorpórea, propia del confeso e irónico ecléctico disertador de doctrinas y psicoanalista de dogmas, pero que se sabía poseedor de una senda que lo llevaría a luchar por la transformación del mundo.


Las precisiones y las disyuntivas faltaban, sin embargo, la reiteración de elementos tales como el pueblo, la conquista del poder, el humanismo —principio recurrente y permanente en toda su trayectoria y obra—, y el latinoamericanismo sólo alcanzables por medio de una revolución, van adquiriendo otras dimensiones que trascienden sus explicaciones iniciales y lo llevan a reafirmar convicciones íntimas, pensar en lanzarse a luchar junto al pueblo aunque medie la muerte y llegue esta en perfecta demostración de odio y combate.


Pasarían años y muchos acontecimientos en su vida para que frases similares fueran escritas con igual sentido; fue preciso que en primer lugar se lanzara a una segunda ojeada a nuestra América, Otra vez —título que le daría a su Diario—, con mayores propósitos, pero idénticos significados.


En julio de 1953, después de culminar sus estudios universitarios, en compañía de otro amigo de juventud, Calica Ferrer, comienza el recorrido, primero por Bolivia con el objetivo de conocer un proceso revolucionario, que se había iniciado bajo la conducción del MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) en 1952. Su interés fundamental partía básicamente, porque excepto el movimiento peronista de su país y del que manifestaba muchas interrogantes, no conocía una revolución, ni el comportamiento y participación de las masas dentro de la misma.


La revolución boliviana no le sedujo lo suficiente como para anclar en puerto, pues para ese entonces, pudo vislumbrar con claridad la debilidad política e ideológica de sus dirigentes para enfrentar un movimiento de cambio radical en sus estructuras de dominación, así como augurar un proceso de agotamiento al no hacerse efectivas las metas que se habían propuesto en un inicio. Aunque de forma espontánea, sí pudo constatar la fuerza potencial del pueblo, encabezada en el caso boliviano, por el minero ancestralmente explotado.


Lógicamente, no escapó a la mirada penetrante del joven Ernesto Guevara la presión que estaba ejerciendo el gobierno de los Estados Unidos para doblegar el proceso revolucionario boliviano, enfrascados como estaban los primeros en diseñar su nueva política de guerra fría, y conducir a los bolivianos a una situación sin salida que a la larga provocaría la entrega de sus banderas y la claudicación de sus propósitos nacionalistas.


Decide continuar viaje, sin imaginar que con esta resolución encaminaría sus pasos a un futuro inevitable. En Ecuador, conversando con un grupo de amigos sobre su experiencia boliviana, lo conminan a continuar viaje hacia Centroamérica, con el propósito de conocer el proyecto revolucionario guatemalteco, que tantas expectativas estaba causando dentro de los dirigentes políticos e intelectuales más avanzados del continente.

Es en esas circunstancias, que escribe una carta a su familia, en la que emite un juicio revelador respecto a lo que sucedía en su interior y que ayuda a comprender el comportamiento de acciones futuras, …en Guatemala me perfeccionaré y lograré lo que me falta para ser un revolucionario auténtico.


De Centroamérica llega a conocer lo suficiente antes de arribar a Guatemala, para aclararse a sí mismo la significación de la penetración norteamericana en la región y concluir que la única salida posible es la revolución para enfrentar la burguesía feudal y los capitales extranjeros y alcanzar la justicia en América. Entender esa realidad, aun cuando le faltaban apreciaciones más acabadas, le permitió diferenciar entre el socorrido panamericanismo como un supuesto falso de la unidad continental, donde lo único que realmente se había logrado era una abrumadora disparidad y una sujeción económica y política de los débiles países del Sur. Los hechos y la historia lo corroboraban con creces, múltiples son las anécdotas trágicas que se registran, la intromisión en el Canal de Panamá, el asesinato de Sandino en Nicaragua, la despiadada explotación de la United Fruit y otros, que poseen el sello de la mal llamada unidad panamericana. 


En su percepción de la época, el panamericanismo y el imperialismo son pares que se encuentran, donde los unos, conscientes o no, actúan como meros instrumentos de ese imperialismo, que no ha representado más que acumulación de capitales, exportación de los mismos, concentración monopólica y explotación de los mercados productores de materias primas y, cuando los intereses lo demanden surgen solapadas o explícitamente las exigencias imperiales para obligar a alistarlos en las filas de una democracia a uso y medida de los Estados Unidos.


Es por eso que, en la vida del aspirante a revolucionario Ernesto Guevara, un punto de ascenso en su evolución se halla en Guatemala, tanto en lo intelectual como en lo ideológico, porque aun cuando comprendiera las limitaciones conceptuales y programáticas de ese proceso, lo consideraba como una auténtica revolución de las que valía la pena arriesgarse por ella.


Es un período multiplicador donde se mezcla la experiencia con la necesidad de profundizar en sus estudios, sobre todo filosóficos; aquellos que con tanto ahínco había comenzado a realizar en épocas tempranas de juventud y que lo ayudarían a aclarar el emprendimiento de nuevos derroteros.


Guatemala fue su incipiente escuela revolucionaria y también su frustración al ser derrocada la revolución en junio de 1954. Destrozo de otro sueño de América, así calificó a la deshonrosa conjura del Departamento de Estado, de la CIA y de los gobiernos títeres de Centroamérica para con un gobierno que sólo pretendió transformar su economía medieval, dictando una moderada Ley de Reforma Agraria, pero sobre todo, por el simple hecho de cometer la osadía de expropiar a la United Fruit tierras que «le pertenecían».


Esas pretensiones de un gobierno legítimo, elegido por el pueblo, bastaron para que la CIA pusiera en marcha una operación internacional, donde convirtieron a Guatemala en una nación dominada por el «comunismo internacional» y por consiguiente como un peligro evidente para la paz y la seguridad hemisférica. Antes del año de la puesta en práctica de la Reforma Agraria prepararon el aislamiento diplomático, promovieron la subversión interna, se crearon fricciones artificiales entre sus vecinos y por último se preparó la fuerza de choque de mercenarios entrenados por la CIA, que invadirían el país desde Honduras. 


Para Ernesto la frustración de la derrota, lejos de amilanarlo, le sirvió para convencerse aun más de que la vía elegida era la decisiva. Resulta interesante sintetizar algunas de sus observaciones emitidas en cartas y en su Diario de Viaje: el primero y el principal de todos, el papel de los Estados Unidos en el derrocamiento del gobierno de Arbenz, hecho que contribuyó a hacerlo más antiyanqui, más antimperialista, para seguirle después, la reafirmación consciente de que la única vía de solución era la revolución para alcanzar el imperio de la justicia en América y por último, unido a esta aseveración, la convicción absoluta de su pertenencia a América y de su integración en una sola.


Desde la Guatemala de Arbenz, contacta con un grupo de revolucionarios cubanos atacantes del cuartel Moncada y asilados políticos en ese país, por medio de los cuales conoce de los objetivos del Movimiento 26 de Julio y de su líder, Fidel Castro, en esa época preso en las cárceles cubanas, por la conducción del levantamiento armado, realizado el 26 de julio de 1953, en la entonces provincia de Oriente.


En México se encuentra de nuevo con los cubanos y posteriormente conoce a Fidel a su llegada en junio de 1955, al ser liberado de la prisión. De este encuentro deja plasmado en su Diario las impresiones que le causa: «Un acontecimiento político es haber conocido a Fidel Castro, el revolucionario cubano, muchacho joven e inteligente, muy seguro de sí mismo y de extraordinaria audacia; creo que simpatizamos mutuamente».1


Encuentro determinante, que vincularía para siempre a Ernesto Guevara, conocido desde entonces como Che, a la Revolución Cubana dentro de una de las facetas más enriquecedoras de su vida y que le permitiría alcanzar posteriormente sus anhelos de juventud.


Pero a la par de ese encuentro decisivo, en México además, no sólo se detuvo a analizar las causas directas que posibilitaron el derrocamiento de la revolución guatemalteca, sino que como consecuencia, las lecciones de historia vividas le sirvieron para ampliar y depurar su conciencia política y trazarse con mayor precisión su destino futuro, el que estaba indisolublemente unido al papel preponderante del hombre, como antecedente directo de lo que, con posterioridad, constituiría la esencia y el centro de su pensamiento humanista.


Perfila con mayor profundidad, las razones por las que latinoamericanismo y antimperialismo marchan unidos en eterna contradicción. Esta vez sus análisis se refuerzan con estudios más integrales del marxismo, especialmente de Carlos Marx y de la Economía Política, al considerarlos como referentes teóricos imprescindibles para entender los males de América y poder alcanzar una solución definitiva mediante el socialismo, aun cuando no estuviera lo suficientemente consciente de lo que implicaba esa aseveración.


Por todo ello, el encuentro con Fidel es premonitorio, pues a su participación directa en la lucha, le añade la convicción de que después de su participación en la liberación de Cuba se iría para cumplir con aquello que consideraba definitivo: «América será el teatro de mis aventuras con carácter mucho más importante que lo que hubiera creído».2


Cuba sería el puente necesario para poder adquirir la experiencia única e irrepetible de formar parte de la vanguardia de un pueblo, que ha apostado por la independencia de su país y por medio de la vía que consideraba fundamental, la lucha armada.


Esas ideas las resume cuando, encontrándose ya en plena lucha en tierras cubanas, es entrevistado por su compatriota Jorge Ricardo Masetti: «Estoy aquí, sencillamente, porque considero que la única forma de liberar a América de dictadores es derribándolos. Ayudando a su caída de cualquier forma. Y cuanto más directa mejor».3 Y más adelante, a la pregunta de si su intervención en los asuntos internos de una patria que no era la suya pudiera tomarse como una intromisión, añade: «En primer lugar, yo considero mi patria no solamente a la Argentina, sino a toda América. Tengo antecedentes tan gloriosos como el de Martí y es precisamente en su tierra en donde yo me atengo a su doctrina…».4


Para el luchador que persigue quimeras...


Un nuevo ciclo en la vida de Che, que es un tanto el resumen de una etapa, donde a la experiencia adquirida, le añade a su comportamiento elementos propios, al convertir la lucha revolucionaria en Cuba, en su primer peldaño en las aspiraciones de construir una nueva América. Al latinoamericanismo, esbozado con anterioridad, le incorpora razones suficientes para comprender hasta dónde poder avanzar, y es precisamente en la guerra donde encuentra sus primeras respuestas de integración.


En la lucha revolucionaria en Cuba no sólo midió fuerzas para vencer los obstáculos propios de una contienda militar, sino que, por encima de todo, encontró la vía propicia para su total identificación con un proceso revolucionario que como el cubano se proponía efectuar cambios estructurales profundos.


La extensión de esas convicciones lo hacen afirmar consecuentemente que Cuba representa un nuevo paso en el desarrollo de la lucha de los pueblos de América para alcanzar su liberación definitiva. Ese despertar de América, después del triunfo de la Revolución Cubana, el 1ro. de enero de 1959, le refuerzan sus criterios acerca de las rutas que debían utilizar los pueblos latinoamericanos.


Fueron disímiles y complejas las tareas asumidas como dirigente en Cuba, que lo hicieron ejemplo y referente obligado en su permanente ascenso como expresión plena de su formación marxista y revolucionaria. Combinó con singular capacidad la teoría para enriquecer con sentido creador lo que en la práctica el proceso revolucionario estaba llevando a cabo para alcanzar propósitos más elevados, contribuyendo con sus aportes en las esferas de lo económico y lo político al desarrollo de la transición socialista en la Isla.


Sin embargo, a pesar de la complejidad de la empresa, en los años en que permaneció en Cuba, Che no cejó en el empeño por tratar de unir y reforzar los frentes posibles de lucha dentro del continente, tomando en consideración las similitudes y objetivos comunes que se conjugaban, esencialmente en los problemas sociopolíticos y en el enemigo común que los ataba.


Es una etapa en la que se reúne y entrevista con un número considerable de revolucionarios latinoamericanos, quienes además de desear conocer directamente la experiencia de una revolución, estaban necesitados de vínculos afines que reforzaran sus convicciones sobre lo inaplazable de comenzar la lucha que los llevaría a alcanzar la soberanía de sus respectivos países. Dedicó largas jornadas a discutir acerca de futuras tácticas y estrategias, al considerarlas como los principios fundamentales para poder lograr el triunfo revolucionario.


Desde 1959, en discursos, entrevistas y trabajos se advierten profundas reflexiones con un amplio espectro, donde analiza temas cruciales en lo económico, lo político y lo social, hasta llegar a un primer examen realmente asombroso sobre la unidad tricontinental, como una especie de prolegómenos de lo que serían posteriormente sus tesis tercermundistas.


Algunos de esos planteamientos, fueron escritos con posterioridad al recorrido que efectuara, en 1959, por los países que conformaban el Pacto de Bandung, antecedente del futuro Movimiento de Países No Alineados:


A la nueva conferencia de los pueblos afroasiáticos ha sido invitada Cuba. Un país americano expondrá las verdades y el dolor de América ante el augusto cónclave de los hermanos afroasiáticos. No irá por casualidad, va como resultado de la convergencia histórica de todos los pueblos oprimidos, en esta hora de liberación. Irá a decir que es cierto que Cuba existe y que Fidel Castro es un hombre, un héroe popular […] Desde la nueva perspectiva de mi balcón […] tengo que contestarles a todos los cientos de millones de afroasiáticos que marchan hacia la libertad en estos tiempos atómicos, que sí; más aún: que soy otro hermano de esta parte del mundo que espera con ansiedad infinita el momento de consolidar el bloque que destruya, de una vez para siempre, la presencia anacrónica de la dominación colonial.5


Esa permanente lección de Cuba, lo convence de lo indispensable que resultaría para América Latina conseguir su cohesión política para defender su posición en el campo internacional e incluso le permite reflexionar en un tema, que con posterioridad analizará en circunstancias más complejas, pero que planteado en 1959, dice sobre lo mucho que había avanzado en la búsqueda de los caminos más eficaces para alcanzar la liberación plena del continente.


Este tema en el que se adelanta con admirable precisión, es el referido al Fondo Monetario Internacional, sobre el que señala: «si es un elemento de liberación para América Latina, yo creo que tendría que habérselo demostrado, y hasta ahora no conozco ninguna demostración de que haya sucedido tal cosa. El FMI cumple funciones totalmente diferentes: la de asegurar precisamente el control de toda la América, por parte de unos cuantos capitales que están instalados fuera de América».6 


Desde su experiencia guerrillera en la Sierra Maestra y lo abarcador del proyecto de liberación cubano, comenzó a diseñar un proyecto de cambio para América Latina en el que sostenía la necesidad de reformas económicas y sociales profundas, encabezadas por la Reforma Agraria, al considerarla como la primera medida en América de todo gobierno revolucionario que pretendiera la conquista de sus derechos plenos, mediante la estrecha comunión que debía establecerse entre un verdadero ejército de pueblo —vanguardia indiscutible en la obtención de la plena liberación—, el que unido a las masas constituirían los verdaderos portadores de la real independencia, obligados a enfrentarse en primera instancia, a las fuerzas imperialistas y a las falsas democracias que detentan el poder.


Para 1961, el entonces presidente Kennedy propone, ante el desarrollo incuestionable de Cuba y de su persistente ejemplo, un programa denominado Alianza para el Progreso, con el propósito de entregar fondos a los países latinoamericanos para su desarrollo y progreso. Sin embargo, dicho programa, a pesar de su aparente propuesta de cambio en las relaciones hemisféricas, no dejó de ser una expresión depurada e la hegemonía económica y política que históricamente han mantenido en la región.


Al fracasar la agresión mercenaria contra Cuba, en abril de ese mismo año, los Estados Unidos aceleran la puesta en práctica del programa de la Alianza, apoyado en un plan de ayuda exterior, pero condicionado a la aplicación de determinadas medidas internas en cada país, que garantizarían la subordinación a los intereses del vecino del norte. Se pone en marcha la política de orden para América Latina que le aseguraría al gobierno norteamericano su seguridad interna y que a la vez propiciaría el camino para la eliminación consensuada de la Revolución cubana, asunto para el que no contaban con respaldo suficiente.


Cuba era una espina clavada para Washington, no porque hubiera violado ningún acuerdo continental, sino porque había sido capaz de resolver los problemas que aún no habían sido resueltos en muchos países de América Latina. Era en ese terreno que debían competir, pues al triunfar Fidel Castro su ejemplo sería más peligroso que cualquier acción de agresión directa. Ese y no otro era el verdadero sentido de la Alianza para el Progreso expuesta por el presidente Kennedy. 


En la conferencia de Punta del Este, donde se discutiría la Alianza, participó como jefe de la delegación cubana el comandante Ernesto Che Guevara en agotadoras sesiones de trabajo y en discursos en los que precisó no sólo la postura de Cuba, sino también donde analizó las enormes limitaciones y diferencias que separaban el verdadero camino del desarrollo que debían perseguir los países de la región en contraste con las propuestas manidas y obsoletas, aunque con nuevos ropajes, planteadas por los Estados Unidos.


Cuba en la voz de Che y contra pronósticos mal intencionados ofrece el apoyo para alcanzar una acción conjunta constructiva, no obstante sus sospechas de las verdaderas intenciones y alcances de la Alianza y propone su colaboración para que en Punta del Este se sienten las bases de un plan efectivamente progresista, en beneficio de muchos y no de unos pocos.


Che define el carácter político de la Conferencia y de su relación con la economía, dejando establecidos un conjunto de parámetros válidos para cualquier política que pretendiera alcanzar una verdadera integración económica, al tener en cuenta el peligro que representan los monopolios internacionales y sus pretensiones de manejar totalmente los procesos del comercio dentro de las asociaciones de libre comercio.


Se proponen medidas y planes racionales de desarrollo, la coordinación de asistencia técnica y financiera de todos los países industrializados, el tratar de salvaguardar los intereses de los países más débiles y la proscripción de actos de agresión económica de unos miembros contra otros, acompañado de una garantía para proteger a los empresarios latinoamericanos contra la competencia monopólica y lograr la reducción de los aranceles norteamericanos para los productos de la región y las inversiones directas sin exigencias políticas.


Lógicamente, las conclusiones a las que se arribaron en la Conferencia obviaron los argumentos esgrimidos por Cuba, toda vez que centraban la atención en el análisis y realidad de la política económica seguida por los Estados Unidos, la que históricamente ha respondido a necesidades de la misma, sin tener en cuenta los requerimientos de la economía de América Latina y que invariablemente ha derivado en una política incongruente y falta de desarrollo regional sostenido.


Otros muchos temas fueron tratados por Che en el transcurso de la Conferencia y que después retoma en diversos trabajos con mayor detenimiento, acorde con circunstancias y contextos determinados; tal es el caso de los cambios que debían producirse de forma total en las estructuras de las relaciones de producción para alcanzar el verdadero progreso. Para Che la única alternativa posible se encontraba en la liberación del comercio, una plena política económica independiente conjugada con una política externa también independiente o de lo contrario asumir la lucha abierta, enfrentando directamente a los monopolios extranjeros.

Esa y no otra ha sido la historia del siglo xx americano, enmarcada en las diferencias abismales entre Norte y Sur, donde a América Latina le ha correspondido el papel de base táctica de la penetración económica imperialista, que en el caso particular de los norteamericanos, la convierten en traspatio para la exportación de sus capitales, además de ser el foco de influencia ideológica más próximo, y por ende, blanco favorito para tratar de destruir las tradiciones y las culturas regionales y locales, deformadas ya por el parasitismo feudal.


Sostenía Che con insistente reclamo, que el efecto principal de esa penetración había sido devastador, caracterizado por un atraso absoluto de la economía, causa real del subdesarrollo y de la dependencia neocolonial, donde ni su propia élite había sido capaz de gobernar, muy por el contrario, con su actitud entreguista han agudizado aún más los polos antagónicos entre la extrema acumulación de riquezas de una minorías y la depauperación extrema de las mayorías. 


Para ese entonces, Che es un convencido absoluto de que la única alternativa real en esos momentos históricos, es enfrentar el enemigo por medio de la lucha armada. En diversos trabajos y discursos, de 1962 en adelante, como Táctica y estrategia de la revolución latinoamericana, La influencia de la Revolución cubana en América Latina, apunta incisivamente no sólo a emplazar las raíces de todos los males y fenómenos sociales de carácter permanente que subsisten en el continente, sino sobre todo a advertir que en un mundo económicamente distorsionado por la acción imperial, la única solución era la lucha político-militar, mediante una táctica y una estrategia global acertadas por parte de su vanguardia verdadera, que permitiera el triunfo político a las masas hasta alcanzar la victoria continental.


Hacer la guerra necesaria, como postulara Martí, significaba aprovechar el contexto histórico en que era posible debilitar las bases económicas del imperialismo, destruir a la oligarquía reaccionaria y tratar de polarizar la lucha. Como advierte Che, parafraseando el discurso de Fidel pronunciado en los Estados Unidos en 1960, la única forma para que cese la filosofía de la guerra, es que cese la filosofía del despojo.

Que la libertad sea conquistada en cada rincón de América…


Como se ha podido constatar, para Che su proyecto de cambio social se va perfilando paulatinamente desde 1960, con componentes que constituyen el fundamento esencial de actuaciones posteriores. A la praxis revolucionaria inmediata, producto de una experiencia concreta, como es la Revolución cubana, le va incorporando una perspectiva revolucionaria general y no circunscrita a los intereses generales de Cuba. En esta perspectiva están enunciadas sus principales tesis tercermundistas, las que se convierten en un instrumento viable para el movimiento revolucionario y para alcanzar, como objetivo supremo, la emancipación plena de la humanidad. 


Es una fase en la que pone a prueba sus condiciones como hombre de acción, que se ha impuesto iniciar una revolución antimperialista, cuyos antecedentes se remontan a su experiencia guatemalteca en 1954. Esta perspectiva la enmarca en una primera etapa de la revolución latinoamericana, donde Cuba emerge como la vanguardia, pero sin obviar las tradiciones de lucha del continente, cuyas raíces entroncan con Bolívar, desde que en 1815 en la carta de Jamaica, promulgara la unidad de las Américas.


Para Che esa unidad continental era el sustrato de su estrategia de lucha como la única vía, primero, de liberación nacional para seguirle después, la obtención de la liberación definitiva, por considerar a América el continente más avanzado del Tercer Mundo y a la vez el más contradictorio.


Es por ello explicable, la obligación que siente Che, antes de emprender el camino de la acción armada en el Congo y Bolivia, de escribir textos imprescindibles para comprender el alcance de sus decisiones. En todos resalta el carácter ineluctable de la revolución y la decisión de emprender iniciativas que agudizaran las contradicciones sociales para abrirle paso a la participación popular dentro de la misma, alejado de todo voluntarismo y sectarismo, por ser portadoras en última instancia, del cambio necesario.


Puntualizaba que el probable éxito de la lucha radicaba en una acertada organización, encabezada por la vanguardia revolucionaria, tomando en cuenta la experiencia adquirida en el proceso revolucionario cubano, donde se concientizó acertadamente, acerca del enemigo principal y de las fuerzas revolucionarias con que se debía contar, además de valorar con conocimiento pleno las contradicciones principales y secundarias que rigen tanto en el plano nacional como en el internacional y de las tareas imprescindibles a emprender para acentuarlas o apagarlas, con el propósito de conducir el proceso a su fin último: la toma del poder y su transición al socialismo.


La conducción de ese proceso exigiría la formación de organizaciones políticomilitares coordinadas entre sí y encargadas de dirigir el conjunto de la lucha, pero desde la lucha misma, como requisito esencial de toda vanguardia que en verdad se precie de ser el destacamento más desarrollado. En dichas exigencias, se ponía en evidencia la secuela de las posiciones asumidas por décadas dentro del movimiento comunista continental, y que con posterioridad el propio Che padecería en Bolivia con la actitud asumida por el Secretario General de dicho partido, cuando se distanciaban de las realidades concretas de América Latina y buscaban soluciones dentro de una estrategia orientada a promover la revolución democrático-burguesa.


El exponente máximo de su pensamiento y conceptualización, para ese entonces lo constituye sin dudas el mundialmente conocido Mensaje a la Tricontinental, publicado cuando se encontraba en plena lucha en tierras bolivianas y en el que resume su estrategia revolucionaria mundial. Este mensaje de liberación sintetiza sus tesis tercermundistas, al enfatizar que ante un sistema mundial imperialista la única fórmula para exterminarlo es la de combatirlo en un enfrentamiento mundial, por una parte, mediante la eliminación de las bases de sustentación y por otra, en unión con la participación plena de los pueblos. A la América, continente olvidado, le asigna una tarea primordial, la de la creación del segundo o tercer Viet Nam, como el único camino para solucionar los problemas del continente, lucha que consideraba larga, y cuya finalidad estratégica sería la destrucción del imperialismo. 


En este proceso, además de las realidades imperantes en América Latina, es imprescindible tomar en consideración el debate de temas cruciales en los que Che participó y en los que había dejado puntualizadas sus posiciones, con el fin de encauzar la lucha por la ruta que eliminara las incongruencias y la contradicción del esquema creado por la división del mundo en dos grandes esferas de influencia: capitalismo versus socialismo. Las tesis tercermundistas de Che se focalizaban en el centro de esa polémica e intentaban cambiar esa bipolaridad desde posiciones de izquierda. 


Emplazó sin miramientos y con total agudeza la posición de principio que debían adoptar los países socialistas, definiendo la cuota de sacrificio que les tocaba entregar si deseaban contribuir al desarrollo de los países dependientes. Advirtió claramente que no podían permanecer indiferentes, ni en el terreno económico ni en el enfrentamiento armado, porque tanto una derrota como una victoria pertenecían a todos. Este llamado de alerta implicaba sin ambages que el socialismo tenía que volver sus ojos de forma radical hacia el Tercer Mundo si en verdad estaba comprometido con la estrategia revolucionaria mundial.


La cabal comprensión de la voluntad de Che respecto a su incorporación a la lucha, partiendo de las observaciones señaladas, las resumió en el Mensaje a la Tricontinental: No hay fronteras en esta lucha a muerte, no podemos permanecer indiferentes frente a lo que ocurre en cualquier parte del mundo, una victoria de cualquier país sobre la derrota de una nación cualquiera es una derrota para todos. El ejercicio del internacionalismo proletario es no sólo un deber de los pueblos que luchan por asegurar un futuro mejor; además, es una necesidad insoslayable. Si el enemigo imperialista, norteamericano o cualquier otro, desarrolla su acción contra los pueblos subdesarrollados y los países socialistas, una lógica elemental determina la necesidad de la alianza de los pueblos subdesarrollados y de los países socialistas; si no hubiera ningún otro factor de unión, el enemigo común debiera constituirlo.7


Esta certeza, desde su óptica, era el punto de partida para esbozar la alianza entre los pueblos subdesarrollados que luchan por liberarse del imperialismo y los países socialistas, conscientes de que los Estados Unidos intervendría contra cualquier brote revolucionario que surgiera, como efectivamente sucedió en todos estos años. 


Con el advenimiento de los brotes revolucionarios en América Latina son diseñados y puestos en práctica, con la conducción directa de los estadounidenses, sistemas autoritarios con denominadores comunes, que actuaban paralelamente a la militarización de la sociedad o se convirtieron a sí mismo en regímenes militares de facto. Esta doctrina político-militar para su implementación encontraba su justificación en la lucha guerrillera iniciada en los años sesenta y la urgencia de implantar condiciones de estabilidad social.


Claro está que esa política no era en lo absoluto novedosa, pues tenía como antecedente la aplicación de la Doctrina de la Seguridad Nacional a principios de los años cincuenta dentro del contexto de la guerra fría, creada para contener al comunismo internacional y su extensión a América. Es imprescindible recordar la Guatemala de Arbenz donde se ponen en práctica medidas que caracterizarían la intervención de los Estados Unidos, toda vez que entendieron que sus intereses se encontraban en peligro. A esas posturas se le agrega, en 1959, el advenimiento de la Revolución cubana que contribuyó al reforzamiento de esas políticas y de otras más violentas aún.


Desde esos momentos, lenguaje y hechos se hicieron más incisivos y alcanzaron una dimensión regional, con la fundamentación de que se debía combatir el comunismo en cualquier lugar que se presentara, para evitar que desde Cuba siguieran proliferando los brotes insurreccionales. Se abogaba por una eficaz respuesta en forma de ayuda material y espiritual a las comunidades afectadas y al fortalecimiento de los ejércitos latinoamericanos, los que debían estar preparados para luchar contra la subversión interna.


La esencia última de la doctrina ha quedado inscrita en incontables páginas sangrientas a lo largo de décadas en el continente, tratando de ocultar la insatisfacción popular cada vez más empobrecida y la tensión social y política que todo ello genera. En definitiva la «Seguridad Nacional» serviría para justificar la represión en torno a aquello que pudiera provocar desajustes, sin establecer diferencias entre subversión, crítica, oposición política, guerrilla, terrorismo o guerra, todas entendidas como manifestaciones de un único fenómeno, la guerra revolucionaria, que como tal había que exterminar a cualquier precio y donde el aparato militar sería el instrumento a emplear para asumir la represión, como el ingrediente indispensable, encargado de mantener la dominación.


Para Che, que había encontrado desde muy joven en América el laboratorio idóneo para medir su crecimiento humano e ideológico, desde el movimiento revolucionario boliviano de 1952, la Guatemala de Arbenz, pasando por la Cuba de Fidel y culminando en la gesta de Bolivia en 1967, como la síntesis de ese proceso, su teoría sobre la lucha armada significó una ruptura con el pensamiento imperante en la izquierda latinoamericana de la época, expresado por los partidos comunistas que promovían esencialmente la transición pacífica hacia el socialismo, principio no excluido por Che, pero condicionado a un fuerte movimiento de lucha como antecedente ineludible.


De modo irrevocable se dio a la tarea de forjar un foco guerrillero en Bolivia, tratar de lograr su crecimiento, para después desde ahí, controlar una porción importante del territorio y convertirlo en formador de otras guerrillas surgidas en otros países latinoamericanos. Consideraba que su presencia debía darle una proyección continental, al ganarse un espacio propio en el combate y convertir a la guerrilla en una alternativa política concreta frente al poder establecido.


En el transcurso de esa etapa, la primera parte de su evolución transcurrió con triunfos indiscutibles, a pesar de los muchos detractores que condenaban de antemano la acción, algunos de los cuales abiertamente se pronunciaron desde los propios países socialistas, condenando a la guerrilla y la sangre derramada y la que se derramaría en caso de continuar 3 ó 4 Vietnams, como apunta Che en su Diario de Campaña.


No obstante, en el propio Diario, Che inscribe para la posteridad, en franca oposición a expresiones de ese tipo, con su estilo peculiar y sintético, el significado del 26 de julio, rebelión contra las oligarquías y contra los dogmas revolucionarios, elementos que constituyen los factores determinantes que impiden el ascenso verdadero a la revolución y a los que irrevocablemente hay que enfrentar, contrario a cualquier «doctrina de gabinete».


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