Cuarenta años de CLACSO, 40 años de América Latina. Es el tiempo estudiado por la hoy llamada historia reciente, que se ha centrado en la búsqueda de memoria y verdad sobre este período latinoamericano. Y creo que efectivamente habría que incorporar, como un aspecto destacado de su estudio, qué ha pasado con las ciencias sociales y los intelectuales, cuál ha sido su papel en esta historia reciente, con tantas sombras y, también, con maravillosas luces.
Estos 40 años ya son más que los «30 dorados» de la posguerra, que desde el capitalismo central dieron fisonomía a buena parte del «siglo xx corto» y a su producción intelectual. ¿Qué han significado estos 40 años, trágicos, en América Latina? No se puede hacer un balance lineal, pero me parece que, esquemáticamente, podríamos decirlo así: hace 40 años, las ciencias sociales lograron colocarse en su tiempo, anticipando tendencias; ahora, están, todavía, detrás de su tiempo. Desde luego, hay excepciones con extraordinarios aportes. Pero, en conjunto, las ciencias sociales no están a la altura de las necesidades de estos tiempos.
Hace cuatro décadas, en América Latina maduró una fundamental ruptura epistemológica respecto al pensamiento dominante, un verdadero aporte de nuestra región para las ciencias sociales, porque aportó significativamente al conocimiento del funcionamiento del sistema mundial. Me refiero a lo que, con imprecisión, se denomina teoría de la dependencia, que tuvo antecedentes fundamentales, dos décadas antes, en la obra del maestro de todos nosotros: Sergio Bagú.
El tiempo ya transcurrido nos ha ofrecido muchos elementos de comprobación teórico-histórica, lo que en términos biográficos no deja de ser impactante. Cuando en 1969 Ruy Mauro Marini publicó Dialéctica de la Dependencia, fue denostado por «excesos exogenistas», por mirar nuestra región prioritariamente desde su lugar en la reproducción del sistema mundial. De eso ya había sido acusado Bagú en la década de 1940, en pleno desarrollismo, por su libro Economía de la sociedad colonial, que tuvo que esperar 50 años para volver a ser publicado. En el caso de Ruy Mauro, fue cuestionado, particularmente, en aquellos países donde existían o todavía sobrevivían elementos de un Estado de Bienestar, porque parecía un delirio teoricista hablar de la sobreexplotación, de que fuera posible que en economías dependientes de exportación llegara a ser cada vez más irrelevante el ingreso de los productores, importando sólo el de los compradores en el centro del sistema, y que el precio de la fuerza de trabajo en nuestra región fuera a disminuir hasta llegar a estar por debajo de los niveles de subsistencia. Y así ocurrió. Del mismo modo que había ocurrido en los años cuarenta, a fines de los sesenta estas elaboraciones teóricas tenían implicaciones políticas.
En la década de 1990 se pagó un precio muy alto, en términos políticos e ideológicos, por haber desechado el análisis teórico que abrevaba en las profundidades del proceso histórico, en la configuración del sistema mundial y en su reproducción, y por no haber sabido analizar mejor las coyunturas como parte de ese movimiento de más larga duración, de sus tendencias.
Hoy estamos en una América Latina nueva. ¡Vaya si lo es!, recorrida por un espíritu bolivariano y martiano, y vuelve a plantearse el problema del socialismo como necesidad histórica, como imprescindible horizonte de cambio. Por todo esto, existe la percepción de que este es, también, el tiempo del pensamiento crítico. Sin embargo, creo que corresponde preguntarse: ¿qué tan crítico es el pensamiento crítico, hoy?, y ¿de qué se habla cuando se dice «pensamiento crítico»?
Por pensamiento crítico suele aludirse al rechazo al neoliberalismo por sus efectos devastadores de vidas y países. Este rechazo da cuenta de un estado social y político, y sin duda anímico, de sentido crítico, pero que no necesariamente implica el triunfo de la crítica en la producción de conocimiento. Porque en este ámbito, lo crítico no se refiere solamente al cuestionamiento moral, sino también, y fundamentalmente, a la capacidad de develar lo encubierto.
Decía que, en el presente, las ciencias sociales están, todavía, detrás de su tiempo. Esto que vivimos en América Latina, el torrente de energía social movilizada, que sacude, interpela, reclama con vehemencia por cambios, no se expresa de manera correlativa en los ámbitos de producción del conocimiento, en las instituciones académicas, en los programas de estudio, en la formación teórica. En ellos siguen cristalizadas
las concepciones que dieron justificación al orden social que hoy se cuestiona en las calles, en los llanos y montañas. Es verdad que nuestras instituciones se han hecho mucho más receptivas a las temáticas que han levantado, con sus luchas, los diversos sujetos sociales populares. Pero esas temáticas, que alimentan foros y coloquios de gran valor, no tienen una expresión epistémica equivalente. Todavía hay una disociación profunda entre el auditorio y el aula, e incluso, entre la intención del investigador y sus fundamentos analíticos.
Los nuevos tiempos latinoamericanos no son, aún, de contrahegemonía efectiva. El pensamiento conservador de los dominantes todavía sigue demarcando el terreno conceptual desde donde se discute el presente y, lo que es muy grave, desde donde se están pensando las alternativas.
Es que los tiempos actuales son de confusión. Porque se dice, y se cree, que el capitalismo latinoamericano se estaría moviendo, por un ajuste de sus propios engranajes, a corregir los excesos del neoliberalismo e ingresando a un estadio posliberal. El movimiento pendular estaría confirmándose en las urnas. Todo un alivio… y un desconcierto, porque los latinoamericanos no sabemos mucho de suaves oscilaciones, sino de violentas trepidaciones.
Los voceros de la teoría pendular nos han tomado de la mano para transitar desde el desprestigiado «pensamiento único neoliberal» a la «era progresista», a la alternativa posliberal que encarnaría el espíritu crítico del presente. Con metamorfosis discursivas han reconquistado legitimidad.
Con el beneplácito de muchos intelectuales, la clase dominante ha logrado imponer la interpretación de la historia del capitalismo como un constante movimiento pendular de ajustes y reequilibrios, de sucesivas correcciones de anomalías o excesos que lo devuelven a sus equilibrios, y a su normalidad como «progreso». En esta lógica, las oscilaciones pendulares siempre son cambio para regresar, es decir, siempre se está dentro del capitalismo. Después de cinco siglos, con un breve lapso de coexistencia con otro sistema, esta proclamada capacidad de reajuste y reequilibrio del capitalismo lo hace parecer con renovadas posibilidades para enmendarse, y no como un sistema histórico senil.
Ese movimiento pendular explicaría que se pasara del mercantilismo del siglo xviii al liberalismo económico en el siglo xix; que con una oscilación en sentido contrario se pasara, desde finales del siglo xix, del liberalismo económico al proteccionismo, que habría durado hasta la década de los setenta del siglo xx; que en esa década de 1970 se pasara del proteccionismo al neo-liberalismo, y que desde finales de la década de 1990 se estaría entrando a un nuevo posliberalismo para corregir los excesos del neoliberalismo.
Cada uno de estos movimientos habría sido la respuesta necesaria y, por lo tanto realista –de lo cual derivaría su moralidad–, para corregir excesos y reestablecer la salud del sistema; habrían sido todas, por lo tanto, reformas inevitables. Al devolverle la salud al sistema, cada una de ellas fue en su momento la alternativa «progresista», precisamente por «necesaria», «moral», e «inevitable». Aunque, en algunos casos, se haya tratado de una «medicina amarga».
En efecto, en la lógica del péndulo, el neoliberalismo ya no es el fin de la historia –eso ya lo admitieron– pero se reafirma al capitalismo como historia sin fin. Ahora bien: desde aquella década de 1860, cuando la crítica marxista al capitalismo y su objetivo político para superarlo van acrecentando su influencia, los ideólogos del capitalismo agregan, a la teoría del péndulo, el juego de oposición en tríadas. Porque para preservar al capitalismo, además de tener que cuestionar una modalidad de reproducción que lo estaba desequilibrando, necesitaban al mismo tiempo enfrentar al marxismo que quería destruirlo.
Frente a los dos factores de desestabilización, la corrección burguesa se presenta como la «tercera posición». Cada momento de crisis real o potencial del sistema cuenta con su tercera vía: la solución razonable frente a los dos extremos desestabilizadores.
La lógica de la tríada hace aparecer al «nuevo tercero» como el «centro progresista», el que permite superar el estancamiento y retomar el camino del progreso.
Cada tercera vía burguesa, para imponerse, desarrolla intensos debates al interior mismo de las clases dominantes para convencerlas de la necesidad de ese cambio, y desde luego hacia el resto de la sociedad para construir un nuevo consenso.
Cuando este consenso aún no se concreta, la batalla de ideas entre los dominantes parece enfrentar, como si se tratara de enemigos, a quienes son igualmente defensores de la preservación del capitalismo. Los argumentos a favor del cambio de estrategia adoptan, por momentos, un dramatismo tal, que sus promotores quedan mimetizados como acérrimos opositores de las fuerzas que dominan y de sus métodos, pudiéndoseles confundir con la oposición de los dominados. El reclamo por cambios y contra el statu quo les confiere a sus promotores, invariablemente, un aura progresista.
Son «los progresistas», no importando el contenido particular del cambio, ni que su alternativa sea una reacción para conservar al capitalismo. Es decir, una respuesta conservadora al margen de las adhesiones doctrinarias en cada momento.
Una vez impuesto el nuevo mecanismo de reproducción capitalista, las ideas normativas (deber ser) de los «combatientes progresistas» en turno se presentan como racionalización descriptiva (de lo que es); son socializadas como límite de lo real y lo posible; y de este modo son entronizadas como ideas dominantes, las renovadas ideas dominantes.
Todas las tríadas formuladas desde el capitalismo tienen en común el rechazo al marxismo, en eso todos los nuevos progresistas estuvieron siempre de acuerdo. Desde la década de 1920, el anti-liberalismo se presentó como el opuesto simultáneo al laissez faire y al marxismo-comunismo, oponiendo a ambos un capitalismo con intervención del Estado y reformas sociales con fines de control político; sus diversas versiones ideológicas coincidieron en establecer como sujeto ideal del «nuevo centro» al «socialismo responsable», fuera del tipo social-liberal o socialdemócrata. En los años treinta y los cuarenta, buscando recuperar su prestigio, el liberalismo se presentó como el opuesto simultáneo al totalitarismo fascista y al totalitarismo comunista, como una tercera posición libertaria y democrática y, por lo mismo, progresista; desde 1945 los Estados Unidos se adjudicaron la encarnación del anti-totalitarismo. A partir de la década de 1970, el neo-liberalismo impuso su hegemonía presentándose como el opuesto simultáneo a las dos «perversiones colectivistas»: el Estado capitalista de Bienestar y el comunismo, a los que se oponía como la única alternativa modernizadora.
La versión para América Latina era contra el populismo burgués y contra el comunismo. Esa vez sí que se presentó como «una medicina amarga pero necesaria». Ni modo, el progreso a veces tiene que doler… Por eso la de ahora, la tercera vía posliberal, se presenta como bálsamo para los magullones neoliberales. Y al mismo tiempo, contra la irresponsabilidad populista.
Qué tan dulce o tan amarga fue cada nueva tercera vía para conservar al capitalismo, dependió de la fase histórica del capitalismo. Porque sucede que, lo que la teoría del péndulo no dice, es que cada movimiento de ajuste y corrección generado por el propio sistema (siempre presionado por las contradicciones sociales) se hizo para lograr mayores ganancias –ese es el progreso. Y que con cada cambio de mecanismos de reproducción hubo un cambio cualitativo en una mayor concentración y centralización del capital, no un punto de retorno. Los distintos grados de concentración y centralización del capital producen contradicciones de naturaleza e intensidad distintas, y cambia también la capacidad del sistema para absorberlas.
En su fase industrial y de expansión, cuando la ampliación del consumo era funcional a la ampliación de la producción y de la acumulación, los márgenes para una mayor distribución eran mayores. Y desde luego, mucho más, tratándose del centro del sistema, receptor de excedentes de su periferia colonial y dependiente.
Muy distinto es cuando se trata del capitalismo especulativo y rentista, saqueador neocolonial en la periferia ultradependiente. Las contradicciones actuales son tan profundas que resultan incurables, y la medicina tendrá que ser bien amarga. Esto explica que cada nuevo reajuste capitalista tenga que ser cada vez más conservador. Y menores serán los márgenes para variar en los medios de su reproducción.
Cuando la inestabilidad social y política se torna peligrosa, cuando entra en crisis la gobernabilidad, como ha ocurrido en estos años, las alternativas del propio sistema no pueden ser sino simples ajustes tácticos para reforzar el control político. Y esta es, sin lugar a dudas, la naturaleza de la tercera vía posliberal actual: una estrategia política para recuperar control y legitimidad.
Para presentarla como superación de una época, pero sin modificar lo que en ella ha producido tantos rechazos, requiere de una intensa batalla de ideas. Aquí es donde tenemos que preguntarnos sobre el papel de los intelectuales en general, y de las ciencias sociales en particular.
En los últimos tiempos, y por razones bien loables, cada vez que se escucha la frase «batalla de ideas» se asocia inmediatamente con «pensamiento crítico». Pero desde hace mucho que los ideólogos de la clase dominante hablan de «batalla de ideas», así denominan a sus estrategias ideológicas.
Digo bien: «estrategias». Efectivamente, racionales en su diseño, con sujetos concretos que las ejecutan. Cuando hablamos de estrategias ideológicas surgen inmediatamente las acusaciones de estar padeciendo de «paranoicas teorías conspirativas». No hay tiempo ahora para discutir sobre la relación que existe, en la ideología dominante, entre los aspectos inconscientes que se derivan de la posición y el interés de clase por un lado, y los aspectos conscientes para mantener la dominación, por otro, que establecen diferencias entre la clase en general y sus ideólogos en particular. Pero podemos remitirnos a experiencias bastante conocidas de estrategias que, incluso remando a contracorriente, llegaron a imponer ciertas ideas como las nuevas ideas hegemónicas. Es la experiencia de la Sociedad Mont Pélerin, cuya eficacia estratégica está más que comprobada.
Hayek, su creador y mentor, decía a finales de los años cincuenta, que la batalla de ideas, más precisamente la lucha de ideas (struggle of ideas), consiste en generar «cierta idea coherente del mundo en el que se quiere vivir […] a través de un conjunto de ideas abstractas y generales». Para que las ideas abstractas y generales incidan en la acción política, es decir, que «hagan políticamente posible lo que parece imposible», tienen que llegar a ser «de propiedad común, a través de la obra de historiadores, publicistas, maestros, escritores e intelectuales». Es –dice– un proceso lento de difusión que tarda a veces más de una generación, que no se da «como expansión en un solo plano, sino como una lenta filtración desde la cúspide de una pirámide hacia la base». Pero esas nuevas ideas «no llegan a la base en su estado de generalidad», sino que llegarán a conocerse «sólo a través de su aplicación a casos concretos y particulares.»
Por eso Hayek no quería que la Sociedad Mont Pélerin creciera demasiado en el número de miembros; quería que fuera la cúspide de la pirámide, el cónclave de «los mejores talentos para la empresa intelectual de gestar una nueva versión del liberalismo.»
Como se observa, en esa pirámide, las instituciones académicas, los historiadores, publicistas, maestros, escritores e intelectuales –repitiendo el listado de Hayek– se sitúan entre la mitad inferior y la base, como difusores de ideas simplificadas que, ya falsificadas al ser encubiertos sus verdaderos objetivos, se transforman en sentido común, es decir, que se ven como la única representación de casos concretos y prácticos, como él dice. Es entonces cuando la estrategia ideológica triunfa como hegemonía.
Bien. Sucede que esos difusores de ideas simplificadas y falsificadas son los interlocutores habituales del llamado pensamiento crítico. El pensamiento que se define como crítico lo hace como antagonista de esas ideas. Pero al construir su argumentación con referencia a la simplificación y falsificación de las ideas abstractas y generales que dieron forma y justifican al nuevo mundo en el que se vive o se quiere vivir, (sigo usando los términos de Hayek), repito: al no enfrentar aquellas ideas fundamentales, no están haciendo verdadera crítica.
«Los neoliberales dicen…» ¿Quiénes lo dicen? ¿En verdad los ideólogos neoliberales piensan eso que es divulgado como pensamiento neoliberal? He aquí el papel del discurso como medio para encubrir, para falsificar, y que es tomado como referente del antagonismo supuestamente crítico.
El arsenal discursivo utilizado por la tercera vía posliberal para presentarse como anti-neoliberal, utiliza a conciencia esos recursos, precisamente para que su crítica al neoliberalismo no sea tal, pero lo parezca. Todavía no ha pasado el tiempo suficiente para poder reconstruir con precisión historiográfica la estrategia ideológica posliberal, que está en curso, pero la investigación permite identificar recursos analíticos y discursivos, lugares habituales de encuentro de la cúspide posliberal, por ejemplo Princeton. También aparecen sujetos, nombres, como Fernando Henrique Cardoso, Enrique Iglesias, Joseph Stiglitz y hasta Carlos Slim, por nombrar sólo algunos.
Tomemos algunos de los ejes del argumento posliberal para verlo con mayor claridad: «El neoliberalismo fracasó porque no resolvió la pobreza». Pero esos nunca fueron los objetivos del neoliberalismo sino elevar las ganancias. Claro, sus divulgadores decían que era para crecer y así resolver la pobreza. «El neoliberalismo es laissez faire, fundamentalismo de mercado, Estado mínimo, por lo tanto, derecha es antiestatismo, izquierda es estatismo». Y, en consecuencia, el neoinstitucionalismo es la tercera vía progresista. Pero el neoliberalismo nunca ha sido Estado mínimo sino un Estado intensamente interventor al servicio del capital aunque se desentendiera de lo social; ni ha sido planteado como ausencia de instituciones. El discurso del «no-Estado» fue planteado por los muchachos de Chicago, los arditi, las fuerzas de choque ideológico contra el Estado de Bienestar. Pero la reaganomics friedmaniana nunca fue Estado mínimo, fue el activo Estado del gran capital.
Hayek, quien además fue el que bautizó como «neoliberal» al proyecto con que se impondrá el interés del capital sin restricciones, decía en 1959: «El debate no es si debe haber una intervención racional de planificación en la vida económica, sino cuál tipo de planificación […] El funcionamiento de la competencia no sólo exige una adecuada organización de ciertas instituciones como el dinero, los mercados y los canales de información –algunas de las cuales nunca pueden ser provistas adecuadamente por la empresa privada–, sino que depende, sobre todo, de la existencia de un sistema legal apropiado, de un sistema legal dirigido, a la vez, a preservar la competencia y a lograr que ésta opere de la manera más beneficiosa posible. No es en modo alguno suficiente que la ley reconozca el principio de la propiedad privada y de la libertad de contrato; mucho depende de la definición precisa del derecho de propiedad, según se aplique a diferentes cosas.»
Son prácticamente las mismas palabras de Douglas North, con las que los neoinstitucionalistas del Banco Mundial, en la época de Stiglitz, presentan su célebre Más allá del Consenso de Washington: la hora de la reforma institucional como el programa posliberal que reclama más Estado para el crecimiento y la equidad. Más Estado para dar seguridad al capital, más Estado para eliminar los obstáculos a la inversión y a la apropiación de ganancias, los famosos «costos de transacción». Y políticas sociales focalizadas, ni más ni menos que el neoliberalismo, pero con un mayor gasto público en ellas. Sólo que ese mayor gasto público, financiado con sistemas fiscales regresivos basados en los impuestos que pagan los asalariados y los consumidores pobres, (no el capital, pues sería un costo de transacción negativo), ese gasto público es transferido a las empresas privadas que son las que proveen esos servicios. De modo que los pobres financian las políticas focalizadas para los extremadamente pobres, y las empresas ganan con ese servicio. El resultado es que disminuye la extremísima pobreza, pero aumentan las ganancias y hay mayor concentración del ingreso. Estos han sido siempre los objetivos del neoliberalismo.
Pero como «neoliberalismo» era «Estado mínimo», ese «más Estado» es la superación del neoliberalismo, y sin caer en las perversiones del populismo con sus irresponsables derechos universales… Es decir: la tercera vía. Y si además se parte del supuesto falso de que derecha es antiestatismo e izquierda estatismo, el neoinstitucionalismo es el camino intermedio, el nuevo centro, el nuevo progresismo, y hasta donde nos descuidemos, la nueva izquierda.
El señuelo de este nuevo progresismo es que se opone al discurso ideologizado de la competencia perfecta, pero para volver a Hayek: a aquella concepción amplia del mundo deseable para superar al capitalismo de la posguerra. La de Hayek es una concepción filosófica, económica, social, política, cultural incluso, que él no quería que se le calificara como conservadora porque decía que era una propuesta para el progreso. Pero que es profundamente conservadora.
Podríamos continuar con ejemplos de cómo se construye una alternativa falsa, falseando el objeto al que supuestamente se le hace oposición, con lo cual la hegemonía se sigue ejerciendo pero bajo la forma de pensamiento crítico. Esto opera, además, porque la lógica de la tríada conduce a la terrible conclusión de que el «enemigo de mi enemigo es mi amigo». Con lo cual, basta con que alguien hable mal del neoliberalismo para considerarlo una inspiración.
Esta es una de las perversiones de la tercera vía posliberal, que dice oponerse al neoliberalismo pero utilizando los argumentos del neoconservadurismo, que disocian a la sociedad burguesa del capitalismo. Porque el neoconservadurismo critica al individualismo y al consumismo, pero no se los atribuye al desenfreno de la acumulación capitalista, sino a la pérdida de valores tradicionales, a la irresponsabilidad familiar y social provocada por el Estado de Bienestar, por el sindicalismo, y hasta por la laicidad. Es así que estos nuevos progresistas, dizque anti-neoliberales porque abrevan en el neoconservadurismo, se llevan bien con los valores conservadores de la Iglesia; les echan discursos contra el consumismo a los que están en extrema pobreza, como si esa fuera la causa de su miseria; justifican la disminución de la responsabilidad social del Estado con un discurso de la corresponsabilidad privada, y hasta de la «paternidad responsable». Son conservadores, fanáticos buscadores del orden, de la seguridad de la propiedad, entre otras razones, porque no pueden prescindir del individualismo posesivo que da oxígeno a la acumulación capitalista, con todos los efectos de ruptura de la cohesión social que conlleva.
Tal como están planteadas, son falsas sus oposiciones, falsas las opciones, falsas sus alternativas. Y en ninguna está instalada la crítica, ni puede reconocerse en ellas el pensamiento crítico. Porque el capitalismo ya no da lugar a tríadas ni a terceras posiciones, porque sus opciones de «reajustes pendulares» son cada vez menores, si no es que nulas, porque sus contradicciones son cada vez más profundas e incurables.
Y este es uno de los desafíos más importantes para el pensamiento crítico, que no es oponerse a tal o cual política, sino entender y explicar dónde estamos.
Es muy difícil pensarse en una posición liminar de la crisis de un sistema histórico. Y es muy duro tener que pensarlo en la periferia dependiente de ese sistema, destinada a hacerse cargo de los mayores costos de la crisis, que se exhibirá con todo su rigor. Tal vez por esta misma razón, las ciencias sociales latinoamericanas podrían dar cuenta con mayor precisión de la complejidad de este tiempo histórico y sus efectivas alternativas. Siempre y cuando, claro está, las ciencias sociales fueran capaces de desprenderse de la base de la pirámide adonde las asignan las clases dominantes para su batalla de ideas, y recuperar las alturas que permiten ver horizontes más amplios. Tienen que liberarse del papel de vulgarizadoras y divulgadoras de las ofensivas ideológicas del poder, tienen que hacer rupturas epistemológicas y liberarse de las fantasías conservadoras de los equilibrios capitalistas o de las armonías sociales imposibles.
Para que esto ocurra, el «tercero» siempre excluido tiene que volver a ser reconocido y estudiado. Aunque debe decirse que, por más invisibilizado que se lo quiera, sigue gozando de buena salud en tanto capacidad de analizar las contradicciones capitalistas, porque apunta directamente a su origen: a la concentración y centralización de la propiedad, basada en la expropiación del trabajo ajeno y de las fuentes de vida colectivas. Como teoría en permanente construcción, el marxismo tiene que enriquecerse y recrearse con el estudio concreto de la realidad concreta y sus tendencias, haciéndose cargo de las incertidumbres que dependen de la voluntad y capacidad de acción de los distintos grupos sociales que disputan o disputarán el devenir de la humanidad.
Y desde luego, un desafío para el pensamiento crítico es no permitir que se falsifique la alternativa «del socialismo del siglo xxi», que no sea convertido en un cliché al que se le puedan asignar contenidos distintos y antagónicos, neutralizándolo. Un aparente proyecto alternativo encarnación del pensamiento crítico, que sea discurso moral pero no anticapitalista, no es más que burda farsa de los socialismos de comienzos del siglo xix.
Llama la atención el vendaval discursivo «neo-socialista» que, justamente cuando los pueblos están generando fuerza política e institucional, convoca a que la burguesía protagonice el desarrollo de las fuerzas productivas para que, recién en un segundo momento, quién sabe cuándo, se inicie la verdadera transformación socialista que transfiera el poder económico a la sociedad y construya poder político popular. Porque el neo-desarrollismo es parte de la estrategia de la tercera vía posliberal, que en ancas del gran capital hoy se despliega con toda su fuerza neocolonialista. En la falsificación de lo verdaderamente alternativo del «socialismo del siglo xxi» podría estar engendrándose otro ámbito de la hegemonía dominante con ropaje de pensamiento crítico.
En suma, el pensamiento que se pretenda o aspire a ser crítico, se tiene que mirar críticamente, y para ello tiene que mirarse en el espejo de la capacidad hegemónica de las clases dominantes.
* Intervención realizada en Bogotá, el 25 de octubre de 2007, en ocasión del 40 Aniversario de la Conferencia Latinoamericana de Ciencias Sociales (CLACSO).
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