Una vez rebasado el estadio de la comunidad primitiva, la historia de la humanidad reporta la sucesión de grandes imperios. En la Antigüedad y el Medioevo, estos imperios intentaban dominar el espacio físico que los circundaba. El tamaño de la periferia estaba relacionado con la capacidad de sus ejércitos y el control político que fuesen capaces de ejercer sobre las comunidades sometidas a su poder.
Con el advenimiento del capitalismo, los imperios se expandieron por todo el planeta, y la supremacía en los mares primero y en el espacio aéreo después, desplazó en importancia al control territorial periférico. Al final, la expansión de la periferia dejó de tener límites físicos, el poder militar llegó a ser una constante absoluta, y el mundo quedó subordinado a un «imperio colectivo» de las grandes potencias –al decir de Samir Amin–, comandado por los Estados Unidos y puesto en función de los intereses de las grandes corporaciones transnacionales.
El discurso «civilizador» siempre ha acompañado la expansión de los imperios, y la religión ha caminado junto a los soldados, para hacernos creer que Dios también es imperialista. No obstante, en esencia se trata de restringir el desarrollo de otros pueblos, ya que en esta asimetría radica la capacidad de dominio. Como afirman algunos teóricos, el desarrollo y el subdesarrollo están íntimamente conectados y forman parte de un proceso universal.1 En cuanto a las formas de dominación empleadas, este proceso ha transitado del colonialismo al neocolonialismo en los últimos cien años.
Requerido de zonas de influencia que limitaran el acceso de los imperios competidores, el proyecto colonial siempre fue muy abarcador y consistió en establecer un orden más o menos extendido de dominación. Este orden implicó una organización política específica de las colonias y su periferia, el establecimiento de sistemas de alianza o el enfrentamiento con otras potencias, el aliento y la explotación de las contradicciones domésticas a favor del poder colonial, y la difusión de una ideología capaz de debilitar la capacidad de resistencia de los pueblos oprimidos.
La dinámica de estos procesos no siempre pudo regirse por el plan original de los imperios. Nuevas contradicciones, resistencias y oportunidades imprevistas, así como la aparición de otros actores, dieron forma específica a cada sistema y determinaron las características de los ciclos históricos coloniales. La búsqueda de oro y plata y la adquisición de mercancías de alta demanda –como las especias– constituyeron el centro de las motivaciones de los imperios capitalistas europeos en un primer momento. Después, el acelerado crecimiento de la producción incentivó la obtención de materias primas en las colonias y fue dando forma a un mercado mundial para los productos elaborados en los países metropolitanos. La aparición de los monopolios financieros completó la repartición territorial del mundo a finales del siglo xix. Surgió así lo que Lenin denominó la «fase imperialista» del capitalismo desarrollado. El nuevo imperialismo vino a ser suma y síntesis de todos los imperios anteriores; fue el momento en el cual la sociedad clasista se desplegó en toda su dimensión e hizo uso de su máxima capacidad de dominación.
Según Lenin, el nuevo imperialismo estaría caracterizado por cinco rasgos fundamentales: la formación de grandes monopolios capitalistas, como resultado de la concentración de la producción y el capital; la fusión del capital industrial y el bancario, para dar forma al capital financiero; la exportación de capital, más que la exportación de mercancías; el surgimiento de lo que hoy llamamos empresas transnacionales; y el reparto del mundo en colonias o zonas de influencia.2
En la fase imperialista del capitalismo, el control del mercado colonial por los monopolios continuó siendo una pieza clave dentro de la estructura económica del sistema. La incesante renovación tecnológica trajo consigo una superproducción relativa que no podía ser asimilada –con la tasa de ganancia intacta– por el mercado interno de las metrópolis, por lo que la colonia constituyó una vía para la ampliación de la demanda en un contexto libre de competidores. Visto desde esta perspectiva, el colonialismo no fue más que la aplicación extraterritorial de la misma política proteccionista que caracterizó el desarrollo del capitalismo en los países imperialistas.
A su vez, las colonias pasaron a formar parte de las opciones de inversión del capital excedente. La exportación de capital hacia ellas permitió utilizar este excedente sin reducir la tasa de ganancia, limitar la capacidad industrial o constreñir el mercado interno metropolitano. Al invertir en las colonias, los monopolios aumentaron su tasa de ganancia reduciendo el capital variable; o sea, pagando la fuerza de trabajo por debajo de su valor, con lo cual elevaron los niveles de pobreza de los pueblos oprimidos.
Para Lenin, el sistema colonial era lo único que garantizaba de manera completa el éxito del sistema monopólico, ya que constituía la manera más beneficiosa y «cómoda» de ejercer la dominación. Su criterio era que la semicolonia constituía una «forma de transición», por lo que puede inferirse que el proceso debía conducirla al Estado colonial.3 Este análisis se asentó en la realidad conocida hasta entonces, sin embargo, apenas medio siglo después, los Estados dependientes no colonizados pasaron a convertirse en el patrón de la dominación imperialista.La vida demostró que el imperialismo moderno podía prescindir del sistema colonial.
De hecho, el desmantelamiento del sistema colonial a escala mundial fue el resultado de las contradicciones imperialistas después de la Segunda Guerra Mundial. Por la vía de la descolonización, los Estados Unidos redujeron el potencial de sus competidores y establecieron su hegemonía sobre el resto de los países capitalistas. Se produjo un nuevo reparto del mundo, mediante la adopción de formas nuevas de dominación, que ya no requerían de la subordinación política formal de los Estados dependientes.
La razón por la que el nuevo reparto del mundo transitó este camino, y no el de una recolonización a favor de los Estados Unidos, fue consecuencia de dos procesos convergentes: la existencia del campo socialista –el cual establecía un equilibrio y ofrecía alternativas a los pueblos coloniales– y el auge de los movimientos de liberación nacional, los cuales hacían muy «caro y peligroso» el mantenimiento del Estado colonial. Lenin con probabilidad tenía razón respecto a que el Estado colonial era lo más beneficioso y cómodo para los monopolios, pero en el mundo de la segunda posguerra, después de la derrota del fascismo, ya se había cimentado una cultura política nueva y existían fuerzas políticas suficientemente poderosas como para hacer impracticable su imposición.
Este fenómeno no fue nuevo en su totalidad; lo mismo ocurrió con América Latina después de la independencia de España. Por mucho que Inglaterra logró hacerse dominante en la mayoría de los Estados liberados, el sentimiento anticolonial le impidió emplear la misma política que aplicó en otras partes del mundo. La razón, antes y después, fue el fortalecimiento de la burguesía nativa de los países coloniales y las modificaciones que ello introdujo en sus relaciones con las potencias extranjeras.
Al igual que ocurrió en el siglo xix latinoamericano, diversos sectores de la burguesía nativa africana y asiática encabezaron los movimientos anticoloniales del siglo xx y su importancia radicó en que alteraron la cadena de dominación imperialista establecida hasta entonces. Al margen de que los elementos más progresistas de esta burguesía vincularon el nacionalismo con el desarrollo autóctono, promovieron reformas sociales en sus países y contribuyeron al fortalecimiento del movimiento antimperialista a escala internacional, la tendencia dominante fue prorratear el poder con los centros imperialistas, mediante una alianza que implicó su plena integración al nuevo sistema de dominación.
En las colonias, las diferencias entre extranjeros y nativos eran tan sólidas que resultaba imposible traspasar la barrera del origen. A los obstáculos para el crecimiento económico y el desplazamiento político, se sumaba la discriminación racial y étnica. No importaba cuánta riqueza alcanzaran, cuán vasallos fueran del imperio colonial, ni cuánto lograran vincularse con el poder establecido, su condición jamás podía equipararse a la de los colonialistas. Incluso entre los habitantes de las metrópolis y sus descendientes criollos se produjo un distanciamiento cultural, con profundas raíces económicas y políticas. En la medida en que los criollos vincularon sus intereses con la vida de la colonia, la metrópoli devino ajena y enemiga. El resultado fue que la burguesía nativa –integrada por criollos e indígenas– se convirtió, a veces sin quererlo, en la «representación» de la colonia frente a la metrópoli y en su competidora en la apropiación de las riquezas nacionales.
En tanto la condición colonial limitaba su desarrollo y se interponía en su participación directa en el mercado mundial capitalista, la burguesía nativa de los países coloniales asumió generalmente una actitud de confrontación a este sistema de dominio y encabezó las luchas por la liberación nacional en sus respectivos países; un papel muy distinto al que pasaron a desempeñar cuando la condición colonial se superó y se estableció el neocolonialismo.
En la neocolonia, los sectores dominantes de la burguesía nativa resolvieron sus contradicciones básicas con el capital extranjero y se integraron al sistema de dominación para participar de manera subordinada, pero orgánica, en este. A cambio de compartir los beneficios resultantes de la explotación de sus pueblos, asumieron la importante función del control político y social del país. La burguesía nativa dejó entonces de ser la representante de su nación frente a la metrópoli, para convertirse en representante de la metrópoli dentro de la nación.
¿Qué es entonces una neocolonia?
El historiador cubano Ramiro Guerra planteó que era un método de «colonización a distancia», el cual no requería transportar y establecer grandes masas de población metropolitana en las tierras conquistadas. Según él, en lo social, lo económico y lo político, el fenómeno continuaba siendo lo mismo que la colonización.4 De la afirmación de Guerra puede inferirse que el neocolonialismo es un sistema de dominación más barato y ello determina su implantación. Digamos que esto es verdad, pero solo en parte. Desde el punto de vista económico, la neocolonia no se diferencia mucho de los Estados coloniales. Su mercado, tanto externo como interno, se conforma a partir de los intereses de la metrópoli y está controlado por las corporaciones transnacionales. El capital extranjero se establece en los sectores más dinámicos de la economía y domina ramas vitales como la banca y los servicios indispensables para la vida nacional. Más importante aún, en la neocolonia se reproduce íntegramente la condición colonial de dependencia respecto a los intereses metropolitanos, y el subdesarrollo se mantiene como una cualidad del sistema.
No obstante, la «independencia formal» de las neocolonias respecto a los antiguos Estados coloniales tuvo implicaciones que trascendieron el plano jurídico, para influir en toda la superestructura política, social e ideológica de los nuevos Estados.
El acceso al poder político marcó la diferencia en cuanto al papel de la burguesía nativa en uno y otro caso, así como determinó la naturaleza de los movimientos opositores al sistema y, en correspondencia, la forma que asume la política imperialista para contrarrestarlos. En resumen, la diferencia entre la colonia y la neocolonia radica en el papel de la burguesía nativa en uno y otro caso, en los recursos extraeconómicos que se utilizan para controlar el país y en el grado de penetración ideológica que, mediante la burguesía nativa y los recursos propios, logra alcanzar el sistema imperialista. El poder militar continúa siendo la muestra más evidente de la superioridad de la metrópoli respecto a los países dependientes y el factor disuasivo por excelencia frente a la resistencia popular, cuando este control escapa coyunturalmente de las manos de la burguesía nativa. Por ello, para mantener el dominio neocolonial, el Estado imperialista requiere de un ejército potente, incluso más potente que lo exigido por sus necesidades militares, toda vez que, psicológicamente, se trata de demostrar una fuerza invencible, dotada de la capacidad de movilizarse con un máximo de eficacia hacia los lugares donde, por lo general, no está establecido.
A ello se suma la penetración ideológica imperialista, ejercida de manera directa o por medio de los resortes de la burguesía nativa, la cual debe ser capaz de abarcar todo el tejido social, aplacando los conflictos resultantes de la situación neocolonial y creando una cultura de la dependencia que debilite la autoestima de los pueblos, incentive la enajenación consumista y trate de adulterar los intereses nacionales.
Para consolidar el Estado neocolonial se requieren dos condiciones básicas: la presencia hegemónica de un poder transnacional que domine de manera absoluta la vida del país y una burguesía nativa orgánicamente subordinada a este poder específico, dígase una «burguesía testaferro», capaz de establecer el control político requerido para su funcionamiento. También es necesario que la metrópoli cuente con los capitales y la capacidad productiva para satisfacer el mercado interno de la neocolonia, así como asumir el procesamiento de sus materias primas fundamentales, ya que, a diferencia de algunos antiguos imperios coloniales –particularmente el español y el portugués–, no vive de la renta del comercio con terceros.
Desde mediados del siglo xix, Inglaterra había demostrado algunas de estas capacidades gracias a su poder indiscutido en el mar, sus inversiones en el exterior, el continuo estímulo al comercio mundial y las comunicaciones, así como su inmensa capacidad para asimilar materias primas y reenviarlas a los mercados locales convertidas en productos elaborados. No obstante, aunque ensaya mecanismos neocoloniales en aquellos países donde no puede establecer soberanía política, la dependencia inglesa de los mercados externos y la competencia de los imperios europeos –especialmente la pujante Alemania–, la obligó al sostenimiento de un sistema colonial, que sobrevivió hasta la segunda mitad del siglo xx.
Por otra parte, al responder a las exigencias de la «modernidad», el neocolonialismo requiere demostrar una superioridad ideológica y cultural respecto a los viejos imperios coloniales, una pretensión ajena totalmente a la monarquía británica.
Los Estados Unidos, que llegaron tarde a la repartición del mundo, pero mejor dotados para ejercer nuevos mecanismos de dominación –acordes con las exigencias ideológicas del momento–, se convirtieron en el modelo político ideal de los nuevos tiempos y en el patrón de la cultura mundial, toda vez que constituían los únicos depositarios posibles tanto de las ideas de la Revolución Francesa, como del progreso resultante de la revolución industrial inglesa. Sostenida por las inmensas riquezas existentes en su propio territorio y un mercado interno casi cautivo, que se equiparaba con los más grandes del mundo, la «democracia» norteamericana y, más importante aún, la cultura del american way of life se extendieron como paradigmas universales de la sociedad moderna, y relacionaron el neocolonialismo con el imperialismo norteamericano, más que con cualquier otro imperio. Así, puede afirmarse que los Estados Unidos inauguran esta forma de dominación, al menos en su versión más acabada.
El Estado neocolonial no está consolidado cuando no existe una potencia imperialista que predomine sobre las otras de manera absoluta en el control del país dependiente; cuando ella, aun siendo predominante, no ha logrado alcanzar el grado necesario de integración con la burguesía nativa e importantes sectores de esta clase se le oponen planteando un proyecto nacionalista; cuando no existen estos sectores, pero la burguesía testaferro no es capaz por sí misma de establecer un control relativamente estable del país o cuando la penetración ideológica y cultural no ha alcanzado niveles suficientes y es común la inestabilidad generada por conflictos religiosos y étnicos. Entonces, pudiéramos estar en presencia de los «casos intermedios», concebidos por Lenin para explicar la situación semicolonial.
Este término ha sido utilizado como sinónimo de neocolonia, pero pudiera servir mejor para establecer diferencias en el grado de dominación y en la madurez alcanzada por el sistema neocolonial en un país y momento determinados. Desde el punto de vista teórico, esta distinción es importante, ya que la condición semicolonial explica la existencia de una burguesía vinculada a los intereses nacionales en algunos países del Tercer Mundo y su resistencia a la dominación externa. Este sector de la burguesía nativa fue el impulsor de proyectos nacionalistas que resultaron sumamente populares en ciertos países, y su reflujo es posible en las condiciones de un debilitamiento relativo del sistema de dominación neocolonial, a pesar de que la globalización neoliberal ha tenido tal impacto en las estructuras capitalistas nacionales y el dominio de los Estados Unidos es tan abarcador, que la condición semicolonial ha pasado a ser una rareza.
En definitiva, lo que ha cambiado respecto al pronóstico de Lenin es que la evolución no transitó hacia la colonia, como él había previsto, sino de manera preponderante hacia el Estado neocolonial. La resultante de este proceso es que la revolución antineocolonial no puede estar encabezada por la burguesía nativa, como ocurrió en la lucha contra el colonialismo. Al contrario, para emanciparse del dominio imperialista, los pueblos de los países dominados tienen que enfrentar primero el control político de la burguesía testaferro, el cual no es más que la concreción doméstica del poder imperialista. Debido a ello, el nacionalismo adquiere una dimensión revolucionaria, en la medida en que se contrapone al sistema neocolonial y se enfrenta al imperialismo que lo determina.
Marx dejó claro que «por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado contra la burguesía es primeramente una lucha nacional».5 No obstante, los primeros teóricos marxistas consideraron las fronteras nacionales como un obstáculo para el desarrollo del movimiento proletario internacional, y el nacionalismo ha sido visto como un recurso de la burguesía para dividir a los obreros. Tal cosa ha ocurrido tanto en los países imperialistas como en los países dependientes, pero en la actualidad esta generalización pasa por alto la consolidación del sistema mundial capitalista y las diferencias que ello comporta en la dinámica política de unos y otros.
En los países dependientes, donde por lo general no existe un proletariado industrial capaz de encabezar la revolución e integrarse con sus similares en otras partes del mundo, el movimiento nacionalista puede asumir proyecciones revolucionarias, en tanto se enfrenta a la relación de dependencia que sirve de base al sistema mundial capitalista. Gracias a la explotación de terceros, el capital financiero atenúa las contradicciones con la clase obrera de sus respectivos países y es posible movilizar al pueblo con fines de dominación.
En el nacionalismo tercermundista se ven expresadas, por tanto, las corrientes más revolucionarias de la época imperialista. A todas luces no se trata de un movimiento clasista tan bien delimitado como el de las luchas obreras de los países desarrollados, tampoco responde a una ideología homogénea, pero sí constituye un movimiento enfrentado al sistema de dominación capitalista, cuya naturaleza revolucionaria está dada por su impacto en las estructuras de dominación, sin las cuales no puede sobrevivir el sistema en su conjunto, toda vez que se trata de un sistema orgánicamente integrado, donde los países dominados actúan como los electrones respecto al núcleo atómico. La desintegración del capitalismo y su transformación en socialismo, no tiene necesariamente que originarse en el núcleo del sistema, sino en alteraciones de la periferia capaces de influir sobre el conjunto, hasta romper el equilibrio de fuerzas que lo sostienen. No hace falta negar la tesis de Marx respecto a que la batalla decisiva contra el capitalismo tendrá lugar en los países desarrollados, solo que el detonador de esas luchas pudieran ser los procesos nacionalistas de los países dominados.
Las luchas nacionalistas de los países dependientes transitaron de la colonia a la neocolonia. La burguesía nativa fue la que asumió la dirección del movimiento anticolonial; de ahí sus límites estructurales y su alcance político. Aun así, en los movimientos nacionalistas anticoloniales fue posible observar la emergencia de un pensamiento que se afianzó en el ideario político vigente y se proyectó hacia el futuro, para entroncar con los procesos antineocoloniales más avanzados e integrar, de esta manera, un movimiento revolucionario de alcance mundial, que se ha reconocido en la identidad del Tercer Mundo.
En la década del cincuenta, obtuvieron su independencia casi todas las colonias africanas. Salvo algunos casos, la descolonización de este continente transitó por un proceso relativamente pacífico, auspiciado, en buena medida, por las propias metrópolis europeas que aspiraban a transferir a las burguesías nativas la representación política del país, a cambio de conservar el control sobre sus economías. Algo similar había ocurrido un poco antes en Asia, con la independencia de Pakistán y de la India, donde se desarrolló un movimiento pacifista de resonancia internacional bajo la dirección de Mahatma Gandhi. No obstante, factores ideológicos complicaron el proceso en las antiguas potencias coloniales y nuevas contradicciones se desarrollaron a partir del momento en que muchos de estos países obtuvieron la independencia.
En el caso de África, Ghana y Egipto encabezaron una corriente nacionalista que se enfrentó con el sistema de dominación imperialista y los acercó al campo socialista.
Sin embargo, Kwame N’Krumah, al que sus conciudadanos llamaban Osagyefo, que quiere decir redentor, fue derrocado por los militares en 1966, y Gamal Abdel Nasser, líder del nacionalismo árabe, murió cuatro años después, ya debilitado políticamente como resultado de sus derrotas frente a Israel.
Con la muerte de Nasser, el movimiento nacionalista árabe perdió su esencia política unitaria, se distanció del problema palestino y se diluyó en el movimiento fundamentalista islámico, el cual ha servido tanto para legitimar las viejas monarquías de la región, como para alentar movimientos de resistencia armados contra los Estados Unidos e Israel, los cuales, a pesar de contar con un evidente apoyo popular, no han podido estructurarse en un movimiento político coherente que incluya las necesarias transformaciones sociales de sus propios países.
El movimiento nacionalista africano más trascendente en esta época fue la Revolución Argelina. Enfrentados a la obstinada resistencia del colonialismo francés, los revolucionarios argelinos desarrollaron un movimiento de masas que sirvió de sostén a la intensificación de la lucha armada, hasta alcanzar el triunfo en 1962. A partir de ese momento, encabezaron un proyecto continental anticolonialista y propiciaron una teoría de la resistencia, que tuvo en Frantz Fanon a su principal divulgador.
Fue tal la importancia del fenómeno revolucionario argelino, que su impacto tuvo resonancia mundial e influyó en la propia política doméstica de Francia y de otras naciones europeas.
Muchos de estos países se declararon socialistas, aunque su modelo económico se acercaba más a un capitalismo de Estado, basado en la nacionalización de las empresas extranjeras más importantes. No era la solución del conflicto clasista doméstico, pero constituía una forma de propiedad social en la que el pueblo se sentía representado y ello tendió a reforzar la conciencia nacional, aunque los frutos de esa propiedad no se distribuyeran equitativamente y la burguesía nativa se apropiara de los principales beneficios. Por otra parte, en tanto «administradora» de los bienes del pueblo, la burguesía nativa estableció cierto grado de autonomía respecto al capital transnacional y era propensa a una política nacionalista que encarnaba el ideario independentista. Sin embargo, en su afán por enriquecerse a costa del Estado y en permanente contradicción con el pueblo, que no tenía razones objetivas para financiar el desarrollo de su propia burguesía a costa de su sacrificio, la burguesía nativa tendió a privatizar los bienes nacionales y a desmantelar el «falso socialismo» –al decir de Engels– adoptado por algunos antiguos países coloniales.
Con la excepción de Vietnam, la tónica de los procesos anticolonialistas fue transitar hacia el camino del neocolonialismo. En Vietnam, por su parte, el proceso de descolonización tuvo dos vertientes, una, encabezada por la burguesía nativa que terminó en el gobierno corrupto y antinacionalista de Viet Nam del Sur y otra, en el norte, bajo la dirección del Partido Comunista, con Ho Chi Minh al frente, la cual derrotó sucesivamente a japoneses, franceses y norteamericanos y logró unificar el país. Aunque en la fase final, la Revolución Vietnamita se desarrolló en Estados que ya gozaban de una independencia formal, en buena medida no fue más que la continuación de las luchas anticoloniales y, en tal sentido, constituyó el único movimiento de este tipo que desembocó en el establecimiento de un Estado socialista consolidado.
El caso chino fue diferente. Aunque parte importante de su territorio fue ocupado por las potencias imperialistas durante el siglo xix, China no fue una colonia y tampoco puede decirse que fue una neocolonia, en el sentido clásico del término.
Analizada como proceso político, la Revolución Socialista China pudiera parecerse bastante a la rusa, en tanto fue el resultado de la desintegración de un Estado imperial, que transitaba por un período relativamente breve de transformaciones democrático- burguesas, en medio de estructuras feudales establecidas desde tiempos ancestrales. Muchos consideran que se trató de un caso excepcional, pero afectó a la quinta parte de la población mundial y se correspondió con la experiencia de otros pueblos asiáticos.
La Revolución China tuvo una considerable repercusión en Asia durante la segunda mitad del siglo xx. Gran parte de los movimientos anticolonialistas de la región se inspiraron y tuvieron el apoyo de los comunistas chinos, particularmente en el caso de Corea, donde el proceso condujo a la primera guerra imperialista del período. La influencia china también se hizo presente en sectores de izquierda del Tercer Mundo.
La teoría de una revolución socialista a partir de la movilización del campesinado –«rodear la ciudad», según Lin Piao– resultó bastante atractiva para muchos grupos revolucionarios incapaces de identificar en sus países un movimiento obrero capaz de plantearse la toma del poder político. Además, fueron los chinos quienes argumentaron la tesis de que la contradicción fundamental del mundo en esos momentos, no radicaba en el conflicto entre el sistema mundial capitalista y el sistema socialista integrado alrededor de la URSS, sino en la explotación del Tercer Mundo por ambos.
Si el Movimiento de Países No Alineados planteaba aprovechar las contradicciones entre los bloques hegemónicos, los chinos proponían pelear contra ambos al unísono, lo cual sonaba muy radical.
Al margen de la discusión respecto a la validez teórica de estas propuestas, lo más importante en cuanto a su repercusión es que se aplicaron a partir del extraordinario dogmatismo que prevaleció en el pensamiento chino bajo los postulados de la Revolución Cultural. Por lo general, los partidos y movimientos «pro chinos» se desgastaron en la contradicción con los partidos comunistas «pro soviéticos» y, en muchos casos, degeneraron en cuerpos enajenados de la sociedad, como resultado de posiciones excluyentes y tácticas represivas, aplicadas incluso contra las comunidades que pretendían liberar. Esta tendencia, prácticamente, se diluyó hasta desaparecer como resultado de los cambios ocurridos en la propia China a partir de la muerte de Mao.
En el proceso de descolonización se agotaron las posibilidades revolucionarias a partir de las burguesías nativas, al menos de los sectores dominantes vinculados orgánicamente al dominio externo, por lo que la revolución antineocolonial no parece tener otra opción que concretarse en el socialismo. No obstante, se trata de un proyecto socialista aún difuso, que no tiene su propia teoría, toda vez que los principales pensadores marxistas centraron sus preocupaciones en el mundo europeo y plantearon la revolución como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas en los países ricos.
Marx consideraba que la revolución proletaria tendría lugar en aquellos países más desarrollados, donde el proletariado crecía y maduraba al ritmo del capital.
Sus trabajos de la época reflejaron esta apreciación, por lo que esta idea se identificó como su «teoría de la revolución» y ello tuvo una influencia significativa en el pensamiento marxista europeo hasta principios del siglo xx.
Según Engels, gracias a la toma del poder político por el proletariado, se convierten en propiedad pública los medios sociales de producción y se redimen de su condición de capital individual. A partir de ese momento, es posible organizar la producción con arreglo a un plan determinado y superar la anarquía productiva que prevalece en el capitalismo. Una vez alcanzado este objetivo, deviene anacrónica la existencia de diversas clases sociales y se extingue la función política del Estado. El «gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción».6 Los teóricos marxistas coinciden en que se trata de un proceso histórico inexorable, condicionado por la contradicción entre la creciente socialización de la producción generada por el capitalismo y la apropiación individual del producto del trabajo ajeno por la burguesía. No obstante, la posible dinámica de estos acontecimientos ha sido objeto de las más diversas interpretaciones, por lo que no puede hablarse de un consenso generalizado respecto al tema de la teoría marxista de la revolución.
Engels la explica a partir de la constante necesidad de expansión de la producción, como resultado de la anarquía que genera la competencia, y la incapacidad del mercado de moverse a este ritmo. Según él, ello conduce a ciclos de crisis de superproducción, donde el modo de producción se rebela contra el modo de cambio, dando lugar a explosiones sociales violentas que conducen a la revolución proletaria.
Creyó que «a ese punto» se había llegado en fecha tan temprana como 18777 y Marx, también influido por el auge del movimiento obrero de la primera mitad del siglo xix, mostró un excesivo optimismo respecto a la derrota del capitalismo. Ello lo condujo a pronosticar que la revolución proletaria sería un proceso «inminente y breve», por lo que el aborto de la «revolución mundial proletaria», en la segunda mitad del siglo xix, se concibió entonces como el fracaso integral de su teoría de la revolución y no como un error en su análisis de la coyuntura.
Los socialdemócratas desecharon la posibilidad de la revolución proletaria y plantearon que al socialismo se llegaría como resultado natural del desarrollo del capitalismo en todas sus fases. Supuestamente, el «ultraimperialismo» atenuaría las contradicciones interimperialistas y el proletariado asumiría el poder por vías pacíficas, mediante las luchas legales que serían posibles en el espacio democrático creado por tal situación. Rosa Luxemburgo fue la primera en enfrentar esta tesis que condujo a la enajenación definitiva de la socialdemocracia del movimiento revolucionario de su época e impidió al proletariado de Europa occidental, sobre todo en Alemania, a aprovechar el momento político generado por la Primera Guerra Mundial. Al aliarse con sus respectivas burguesías nacionales en la guerra, la socialdemocracia se integró para siempre al sistema de dominación imperialista.
Los comunistas rusos, sin embargo, pasaron por encima de los supuestos relacionados con la incapacidad del proletariado en ese país para hacer la revolución y los bolcheviques terminaron por apoderarse del poder político y establecer un Estado de naturaleza socialista. Esta experiencia permitió a Lenin adelantar la tesis de que, como resultado del desarrollo desigual del capitalismo, la revolución mundial socialista comenzaría por los eslabones más débiles de la cadena de dominación. Teóricos tan reconocidos como Gramsci contrapusieron la experiencia rusa a las tesis supuestamente defendidas por Marx. Según Gramsci «los hechos han provocado la explosión de los esquemas críticos en cuyo marco la Historia de Rusia habría tenido que desarrollarse según los cánones del materialismo histórico» y agregaba, «El Capital, de Marx, era en Rusia el libro de los burgueses más que el de los proletarios. Era la demostración crítica de la fatal necesidad de que en Rusia se formara una burguesía, empezara una Era capitalista, se instaurase una civilización de tipo occidental, antes de que el proletariado, pudiera pensar siquiera en su ofensiva, en sus reivindicaciones de clase, en su revolución. Los hechos han superado las ideologías».8
La «teoría» de la revolución de Marx fue entonces considerada obsoleta, y el fenómeno bolchevique trasladó el foco de atención de los teóricos marxistas hacia los sucesos del oriente europeo. No obstante, aun entonces estamos en presencia de teóricos con una visión eurocentrista de la revolución mundial socialista, que apenas habían sido testigos de la consolidación de la fase imperialista del capitalismo y desconocían a profundidad la problemática interna de los países de la periferia colonial y semicolonial del sistema. Su realidad eran las luchas del proletariado europeo –claramente identificado en la clase obrera– contra sus respectivas burguesías nacionales, también plenamente identificadas en su condición de clase social hegemónica.
Incluso la tesis de Lenin respecto al eslabón más débil estaba referida a Rusia dentro del escenario europeo. Si para Marx la revolución en Alemania era el «preludio» de la revolución mundial, para Lenin, la Revolución Rusa era el «preludio» de la Revolución Alemana. Al igual que Lenin, Trotsky consideró a la Revolución Rusa como un proceso «ininterrumpido» que desembocaría en la revolución proletaria europea, la cual, según ambos, era indispensable para la supervivencia del nuevo Estado soviético.
Sin embargo, enfrentado al problema nacional desde la realidad rusa, Lenin comprendió que los pueblos colonizados tenían un papel muy relevante en las luchas revolucionarias de su tiempo. Contra la opinión de Rosa Luxemburgo respecto a que «reconocer el derecho a la autodeterminación equivale a apoyar el nacionalismo burgués de las naciones oprimidas», Lenin planteó criterios básicos respecto al problema nacional de los pueblos oprimidos, y sin llegar a elaborar una teoría integral para un fenómeno que alcanzó su madurez en la segunda mitad del siglo xx, introdujo el presupuesto del carácter progresista de los movimientos de liberación nacional de los pueblos coloniales, así como la estrategia que correspondía a los comunistas en este sentido: «Apoyar con la mayor decisión a los elementos más revolucionarios de los movimientos democrático-burgueses de liberación nacional de dichos países y ayudar a su insurrección –y, llegado el caso, a su guerra revolucionaria– contra las potencias imperialistas que los oprimen».9
En realidad, el asunto no había sido totalmente ignorado por Marx, y el desarrollo de la revolución en los países colonizados no fue abordado por él con la rigidez que otros le achacaron con posterioridad. Marx no llegó a conocer la extraordinaria expansión colonial de finales del siglo xix y principios del siglo xx, por lo que no estaba en condiciones de pronosticar acontecimientos como la Revolución Rusa, ni el impacto que tendrían los procesos políticos de los países periféricos, en el conjunto del sistema de dominación capitalista. Asumió que los cambios revolucionarios en el mundo colonial dependerían del desarrollo del capitalismo en los países metropolitanos y en ello centró su atención. En algunos casos, llegó a la conclusión de que una masa crítica de proletarios, capaces de encabezar la revolución, no podía desarrollarse bajo las condiciones coloniales, y en ello tenía razón.
En el tan criticado caso de la India, planteó que se requeriría de un proceso muy largo para superar los problemas estructurales heredados por el capitalismo y pronosticó que la liberación vendría como resultado del triunfo del proletariado en «los pueblos más avanzados». No obstante, no fue renuente a la posibilidad de otras alternativas, «los hindúes no podrán recoger los frutos de los nuevos elementos de la sociedad, que ha sembrado entre ellos la burguesía británica, mientras en la misma Gran Bretaña las actuales clases gobernantes no sean desalojadas por el proletariado industrial, o mientras los propios hindúes no sean lo bastante fuertes para acabar de una vez y para siempre con el yugo británico».10
Esta fue también su línea de pensamiento cuando se enfrentó al hecho concreto de la posibilidad inmediata de la independencia irlandesa frente al dominio inglés. En una carta escrita a principios de 1870, Marx dejaba saber sus opiniones al respecto: Los años de estudio de la cuestión irlandesa me hacen deducir que el golpe decisivo contra las clases dominantes de Inglaterra (y es decisivo para el movimiento obrero de todo el mundo) no se podrá dar más que en Irlanda y no en Inglaterra […] Irlanda provee constantemente su excedente (de mano de obra) al mercado obrero inglés y baja así el salario y empeora la situación económica y moral de la clase obrera inglesa […] El obrero inglés ordinario detesta al obrero irlandés […] Se siente, por su parte, miembro de una nación dominante, cosa que lo hace instrumento de sus aristócratas y capitalistas contra Irlanda y consolida con ello el poder de estos sobre él mismo […] Este antagonismo es el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa, a pesar de su organización. Es también el secreto del persistente poderío de la clase capitalista, que se da perfecta cuenta de ello […] Inglaterra, metrópoli del capital, potencia dominante hasta hoy del mercado mundial, es por el momento el país más importante para la revolución obrera y el único en que las condiciones materiales de esta revolución han llegado a cierto grado de madurez.
Por eso el objetivo más importante de la Asociación Internacional de los obreros es acelerar la revolución social en Inglaterra. Y el único medio de lograrlo es hacer a Irlanda independiente […] La tarea especial del Consejo Central de Londres es despertar en la clase obrera inglesa la conciencia de que la emancipación nacional de Irlanda no es para ella una cuestión abstracta de justicia o filantropía, sino la primera condición de su propia emancipación social.11
Gramsci continuó esta línea de pensamiento y dijo: la situación internacional tiene que considerarse en su aspecto nacional. Realmente la relación «nacional» es el resultado de una combinación «original» única (en cierto sentido) que tiene que entenderse y concebirse en esa originalidad y unicidad si se quiere dominarla y dirigirla. Sin duda que el desarrollo lleva hacia el internacionalismo, pero el punto de partida es «nacional». […] Una clase de carácter internacional […] tiene que «nacionalizarse». […] Los conceptos no nacionales […] son erróneos [y] han llevado a la inercia y a la pasividad. […] Las debilidades teóricas de esta forma moderna del viejo mecanicismo quedan enmarcadas por la teoría general de la revolución permanente, que no es sino una previsión genérica presentada como dogma, y que se destruye por sí misma, por el hecho de que no se manifiesta fáctica y efectivamente.12
De esta manera, el marxista italiano tomaba partido teórico respecto al tema de la «construcción del socialismo en un solo país» y sus implicaciones revolucionarias, el cual había pasado a formar parte de la disputa interna del Partido Comunista de la URSS, a partir de la muerte de Lenin. La intensidad de este conflicto y la falta de ética intelectual con que fue conducido por ambas partes, viciaron desde su origen los argumentos y dejaron una estela de confusiones históricas, en buena medida todavía no resueltas. En realidad, ni la tesis de la posibilidad de construir el socialismo en un solo país renunciaba doctrinalmente al internacionalismo, como decía Trotsky, ni la tesis de la revolución permanente excluía la defensa del socialismo en la URSS, como afirmaba Stalin. Ambos fueron golpes bajos para sacar de juego al contendiente, en una lucha por el poder político, donde la teoría revolucionaria fue un ingrediente menor.
La consigna de construir el socialismo en la URSS fue la única alternativa frente al aislamiento internacional y la contrarrevolución que enfrentaba el Estado soviético. Lo contrario era capitular, en espera de que los proletarios de otros países hicieran primero sus respectivas revoluciones. Plantearse sobrevivir a toda costa implicó una voluntad de resistencia capaz de sortear escollos monumentales y constituyó una táctica política legítima –en tanto consigna de movilización popular– cuando estalló la guerra y la solidaridad con la Unión Soviética se estableció como un imperativo en la lucha contra el fascismo. Los problemas de la política exterior soviética respecto al internacionalismo, no tuvieron su origen en la tesis de la construcción del socialismo en un solo país, sino que fueron reflejo de las concepciones y los métodos autoritarios, burocráticos y represivos característicos del período estalinista.
Resulta interesante la opinión de algunos intelectuales trotskistas: «el aislamiento de la revolución en un país atrasado fue la premisa para el surgimiento de una burocracia soviética, [la cual] hundía sus raíces en el atraso económico y cultural que la revolución había heredado del zarismo [y no tenía] ninguna confianza en la capacidad de los trabajadores occidentales para llevar a cabo la revolución».13 Más allá de la disputa entre ambos personajes y sus seguidores, esta tesis podría explicar la incapacidad de la dirección estalinista para comprender en toda su complejidad la dinámica internacional, su real subestimación del movimiento revolucionario en otros países y la intención de controlarlo a partir de métodos de ordeno y mando.
Los efectos negativos de esta política se agudizaron después de la victoria frente al fascismo. Con ello, se desaprovechó un momento de auge del movimiento revolucionario internacional y el enorme prestigio alcanzado por la URSS entre las fuerzas más progresistas del mundo. La prioridad de proteger el Estado soviético se expresó mediante la construcción de un cordón geopolítico de seguridad, que lo convirtió en una potencia opresora de sus vecinos, los cuales se vieron obligados a asumir un supuesto socialismo que llegó montado en los tanques del Ejército Rojo.
Al margen de la importancia real que revestía la preservación del Estado soviético, la política estalinista trastocó los términos, subordinando el movimiento comunista a los mal interpretados intereses de la Unión Soviética. Al renunciar a la solidaridad en busca de un falso equilibrio de poder con las potencias imperialistas, la URSS debilitó las bases ideológicas internacionalistas del modelo socialista, limitó su capacidad de convocatoria política y creó contradicciones insalvables dentro del movimiento revolucionario internacional. Fue una política miope, porque al obviar las necesidades del movimiento revolucionario en cada país, la URSS abortó el desarrollo de un clima internacional realmente seguro para su propia supervivencia.
Esta política influyó negativamente en la práctica de muchos partidos comunistas, los cuales pretendieron sostener alianzas con la burguesía y continuar con un juego democrático que la guerra fría se encargó de destruir. Eso condujo a la adopción de tácticas ajenas a las condiciones concretas de sus luchas nacionales, para subordinarse en cuerpo y alma a un movimiento comunista internacional oficialista dominado por la URSS. La dependencia política respecto a la URSS, hizo muy vulnerables a estos partidos frente a la propaganda que los identificaba como «agentes extranjeros» en sus respectivos países, un estereotipo que en muchos casos resultó fatal para su integración a los procesos de liberación, toda vez que estos encontraron en el nacionalismo el factor de cohesión de las masas populares frente al imperialismo.
A pesar de sus limitaciones, la política soviética no fue una política colonialista, equiparable a la dominación imperialista. Cualquiera que pueda ser la crítica a la política exterior de la URSS a partir del período estalinista, en ningún momento la hegemonía soviética se expresó mediante la explotación de otros pueblos. Al contrario, sus propios enemigos señalaron como una debilidad del sistema, el costo sin beneficios económicos que implicaba su expansión. De todas formas, la imposición del poder político en los países limítrofes de la URSS y la exigencia de una subordinación incondicional al resto de los partidos comunistas, fue también una forma de opresión justamente criticada por muchos revolucionarios y aprovechada por sus enemigos para crear contradicciones que resultaron mortales para el sistema socialista europeo.
En el contexto de la guerra fría, los países del Tercer Mundo se percibieron atrapados entre dos bloques hegemónicos. En muchos casos, los sectores más progresistas de estos países no identificaron a la Unión Soviética como un aliado seguro y ello creó grandes confusiones, que debilitaron el movimiento revolucionario, en la medida en que la liberación se concibió ajena a la alianza con el campo socialista.
Esta situación explica la orientación neutralista que tuvo el Movimiento de Países No Alineados entre los países del Tercer Mundo, a pesar de que la hostilidad contra ellos provenía del campo capitalista y no del socialista. Ello tuvo implicaciones muy negativas para el marxismo como teoría revolucionaria, ya que limitó su adecuación a las condiciones de lucha que imponía el establecimiento del modelo imperialista a escala mundial y lo dejó vacío de una estrategia revolucionaria para el Tercer Mundo, algo que ocurrió, además, en el peor momento, precisamente cuando hacia estos países se desplazó el centro del movimiento revolucionario mundial.
Las luchas anticoloniales en Asia y África, la Revolución China en 1949 y la Revolución Cubana, diez años después, pusieron a debate los modelos teóricos existentes. No obstante, salvo excepciones, la mayoría de los teóricos marxistas de la época no centraron su atención en los procesos revolucionarios del Tercer Mundo.
Fueron los revolucionarios de los países tercermundistas los que intentaron elaborar su propia teoría de la revolución y lo hicieron a partir de su experiencia inmediata, como resultado de la práctica revolucionaria. Al igual que ocurrió con los primeros pensadores marxistas, los principales teóricos tercermundistas de esta época serán, en la mayoría de los casos, los dirigentes de los procesos revolucionarios que analizan.
Esta condición no aseguraba la certeza de todos sus postulados ni la construcción de un cuerpo conceptual altamente elaborado, pero al menos ubicó el debate en el meollo del conflicto. Mao, Ho Chi Minh, Fidel Castro y el Che Guevara serán los principales teóricos de la revolución socialista en la segunda mitad del siglo xx y quizá ello responda a una exigencia propia del marxismo, toda vez que se trata no de «interpretar el mundo, sino transformarlo».
Resulta evidente que la revolución socialista antineocolonial no puede transitar la fase democrático-burguesa prevista por Marx y la mayor parte de los primeros pensadores marxistas. Tampoco existe en los países neocoloniales una clase obrera capaz de encabezar la revolución proletaria como fue concebida para el entorno europeo.
No es la revolución de la burguesía ni del proletariado industrial, es simplemente una revolución del «pueblo» –con todo lo difuso que resulte el término– contra un poder externo y de ello le viene su naturaleza nacionalista. No obstante, este movimiento nacionalista asume una connotación clasista a partir del enfrentamiento con la burguesía testaferro y en tal sentido se identifica con la revolución proletaria, toda vez que sus fines son la transición hacia formas de organización de la sociedad sin clases y el establecimiento de un nuevo orden internacional. El error de los anarquistas y de muchos socialistas ha sido considerar que los proletarios «no tienen patria», la tienen, pero distinta a la de la burguesía. La revolución socialista antineocolonial es la revolución del Estado-Nación, bajo premisas clasistas diferentes. La riqueza teórica del socialismo en los países del Tercer Mundo –y quizás en cualquier parte– radica en su eclecticismo, algo que no quieren comprender los dogmáticos. Ello no constituye una particularidad del sistema; ha ocurrido con el capitalismo y con cualquier otro régimen anterior, ninguno de los cuales se ha presentado mostrando formas «puras» del modelo diseñado por los teóricos, con más razón en el socialismo, que está concebido como un tránsito hacia la sociedad sin clases. No existe algo como «el tránsito hacia el socialismo», el socialismo es un tránsito en sí mismo. La característica del socialismo es moverse de forma consciente hacia esta sociedad sin clases, desplazando brusca o gradualmente a la burguesía como clase dominante de la sociedad y acercándose a formas distributivas igualitarias tanto como sea posible. Ello no se logra a partir de reglas rígidas, sino adecuando el sistema a sus circunstancias específicas, por lo que no tiene sentido pretender explicar el socialismo a partir de un modelo único, amarrado a supuestos principios teóricos universales, convertidos por los dogmáticos en fundamentalismo político. El éxito de estos procesos dependerá de la capacidad de sus fuerzas dirigentes para interpretar la realidad, adecuar la estrategia a las exigencias específicas del momento y movilizar al pueblo en esa dirección. Ello requiere de una naturaleza popular muy abarcadora, impulsada por nuevos patrones paradigmáticos.
La revolución socialista antineocolonial debe desarrollarse en un entorno totalmente distinto al concebido por los marxistas europeos, donde el socialismo se plantea como la consecuencia del desarrollo, mientras que en el Tercer Mundo el socialismo es una condición para alcanzarlo –y por lo tanto liberarse– y no su resultante.
En el capitalismo, la base financiera del desarrollo ha sido la explotación, primero dentro del propio país, pero sobre todo de los países dependientes en las condiciones del imperialismo. Dado que la acumulación originaria para el desarrollo de los países pobres no puede ser esta, a falta de un orden mundial que propicie el desarrollo, hay que buscarla mediante la liberación de la explotación externa y en una mejor distribución de la riqueza propia. Esta es la esencia económica del movimiento de liberación nacional en las condiciones del neocolonialismo. El socialismo no es solo una opción política e ideológica, es una necesidad del desarrollo, toda vez que no existe otra manera de acumular el capital que requiere tal inversión.
El grado en que un país se acerque a esta meta explica la madurez del sistema. No obstante, por sí mismo, el solo proyecto de alcanzarlo constituye una quiebra del actual régimen de dominación, ya que reblandece la ideología en que se sustenta. En ello radica el valor revolucionario de los movimientos nacionalistas del Tercer Mundo, que en la actualidad tienen como blanco fundamental –y factor de coherencia política– el enfrentamiento a la hegemonía mundial alcanzada por el imperialismo norteamericano.
El tránsito de la neocolonia al socialismo va a encontrar en la Revolución Cubana su aplicación práctica y su referencia teórica. Cuba es el único país del mundo que ha transitado el ciclo colonia-neocolonia-socialismo y tal proceso ha ocurrido íntimamente vinculado a la evolución de los Estados Unidos y a su consolidación como imperio neocolonialista por excelencia. De por sí, esta cualidad convierte a Cuba en laboratorio social de la revolución antineocolonial y aclara sus implicaciones estratégicas.
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