Hay quienes dicen que Venezuela y Colombia tienen una relación de amor-odio. Lo cierto es que, como vecinos que son, la convivencia ha pasado por buenos, malos y hasta peores momentos. Los descalabros casi siempre se producen porque sus políticos olvidan que se trata de dos países que alguna vez fueron un mismo territorio, con raíces históricas comunes y los mismos padres fundadores.
El más reciente pico de tensión tuvo lugar a propósito del contexto de desestabilización social y crisis política que vive Venezuela. Y a pesar de que se ha manipulado el origen del altercado, ha sido el presidente Juan Manuel Santos quien ha tirado la primera piedra. El detonante estuvo en un mensaje del mandatario colombiano en la red social Twitter: «Hace seis años se lo advertí a Chávez: la revolución bolivariana fracasó». Y aunque resulta peligroso sacar a la luz esta sentencia en el estado actual de la situación venezolana, no se trata solo de palabras, hay hechos que han ido alimentando el enfrentamiento actual.
Colombia fue uno de los países de la región que respaldó hace poco las intenciones injerencistas de la Organización de Estados Americanos en los asuntos internos de Venezuela. Posteriormente, el gobierno de Santos elevó a la ONU su preocupación por la «militarización de la sociedad venezolana» y, junto a otras diez naciones latinoamericanas, suscribió una carta en la que condenaba las muertes ocurridas en las protestas de los últimos días en Venezuela y pedía al ejecutivo chavista garantizar el derecho a las manifestaciones pacíficas. Para rematar, el diputado venezolano opositor, Luis Florida, fue recibido en la Casa de Nariño.
Ante esa clara toma de partido de su homólogo colombiano, Nicolás Maduro respondió sin que le temblara la voz y visiblemente exaltado: «Colombia es un Estado fallido». A Santos no le gustaron para nada los argumentos que sustentaban la afirmación de Maduro: la privatización de la salud, los altos índices de pobreza, hambre, desempleo, la gran cantidad de personas desplazadas a suelo venezolano huyendo de la guerra. Muchísimo menos toleró la amenaza de Maduro de revelar secretos sobre presuntas farsas en el proceso de paz.
El cruce de palabras apenas comienza. Santos ya respondió a su par que la de Colombia es «una democracia sólida, donde se respetan los poderes públicos, donde se respeta la independencia de los poderes públicos, se respetan las libertades». Una alusión directa al conflicto de poderes en Venezuela entre la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo de Justicia y el Ejecutivo chavista.
Definitivamente ya no son los camaradas de hace unos años, una controvertida amistad que heredara Maduro de Hugo Chávez, a quien Santos llamara «mi nuevo mejor amigo». Con ese calificativo quiso dejarle claro a su predecesor Álvaro Uribe, en 2010, que recomponía las relaciones colombo-venezolanas que el propio Uribe había roto. Comenzaba una era dorada para la coexistencia de estos vecinos a ratos recelosos. Sería entonces que Venezuela se convertiría en factor clave del diálogo político para la paz colombiana: Chávez, el hombre que propició el acercamiento con las FARC, y Maduro, el continuador de los esfuerzos conciliatorios. En el pasado, cuando el hoy presidente era Ministro de Defensa, habían estado a las puertas de una guerra.
Resulta cuando menos un oportunismo del Jefe de Estado colombiano distanciarse ahora de Venezuela, precisamente en el minuto en el que ya el acuerdo para el fin del conflicto está firmado, la confrontación bélica formalmente acabada y él exhibe orgulloso el Premio Nobel de Paz. Sus asesores deben considerar que ya no es necesario que Santos trague «buches amargos» de quien fue un aliado temporal, mas no real, porque la dependencia que tenía del chavismo para que le garantizara la estabilidad en las conversaciones con la insurgencia ahora cesó.
Ni siquiera en los tiempos difíciles de los cierres de la frontera común, Santos y Maduro habían elevado tanto el tono. Por el contrario, habían solucionado sus múltiples problemas: el trasiego informal de mercancías, la fuga de combustible y papel moneda venezolano, las violaciones territoriales y aéreas, a través de diálogos ministeriales, e incluso, al más alto nivel. Tampoco los exagerados y maniqueos comentarios de la derecha colombiana que acusaban a Santos de abocar el país al «castrochavismo» en su negociación con la guerrilla, le hicieron perder la compostura y criticar a Venezuela o Cuba.
Pero ya Venezuela no es de la misma ayuda que antes cuando sí era preciso tratar de amigo a Chávez o a Maduro. Al parecer, en este momento es más urgente mostrarse leal al aliado de siempre, Estados Unidos, a quien ha debido molestarle mucho el silencio de Santos frente a la situación venezolana. Sobre todo, cuando el nuevo presidente norteamericano parece poco o nada interesado en la paz colombiana. El tema no es prioritario en su agenda de política exterior para América Latina, y a Bogotá le urge aumentar el compromiso financiero de Washington con el postconflicto. Resulta más necesaria la fidelidad, cuando acaba de producirse un aparentemente fortuito e informal encuentro entre Donald Trump y los exmandatarios colombianos Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, los máximos enemigos del gobierno de Santos.
A pesar de que la Casa Blanca ha querido minimizar el hecho refiriendo que se trató de un encuentro casual, de solo «un rápido Hola», Pastrana ha publicado en Twitter su agradecimiento por «la cordial y muy franca conversación sobre los problemas y perspectivas de Colombia y la región». Un golpe estratégico de la oposición colombiana dado el caso que Trump aún no se ha topado con Santos —apenas han hablado por teléfono. La reunión oficial está prevista para mayo próximo, y al ver que Estados Unidos sí está muy centrado en el asunto venezolano, el presidente colombiano necesita llegar con una postura firme a su cita con el magnate neoyorkino. Venía siendo hora de elegir bando.
Estamos en presencia de un deterioro agudo de las relaciones bilaterales que los comandantes de las FARC lamentan, pues consideran desagradecido al presidente colombiano. Santos no ha prestado suficiente cuidado al hecho de que aun tiene un proceso de diálogo con la segunda guerrilla en importancia del país, el Ejército de Liberación Nacional, en el que Venezuela también participa como garante. Además, el ELN se identifica mucho más con las ideas revolucionarias del chavismo, al punto que durante mucho tiempo presionaron para que la mesa pública de conversaciones se instalara y sesionara en Caracas.
Evidentemente Santos necesita también desviar la atención de dos problemas domésticos importantes: los vaivenes de la implementación de la letra chica del acuerdo de paz y una eventual relación con el escándalo de corrupción de la empresa multinacional Odebrecht. Si a ello agregamos la matanza en ascenso de líderes sociales y políticos, razón suficiente para crear una distracción convincente.
Se acaba la época de concordia y prudencia, y regresa un período de dimes y diretes mediáticos, de confrontación diplomática y discursos incendiaros. Los guiños amistosos son sustituidos por peleas irreconciliables entre los nuevos peores amigos.
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