El año de la paz en Colombia fue el 2016. El pronóstico se cumplió no exento de altibajos. Unos seis años de búsqueda a una salida negociada al conflicto más antiguo del hemisferio occidental dieron al traste con una sociedad polarizada, dos versiones de un mismo acuerdo final para la terminación de la guerra y el Premio Nobel de la Paz en manos del presidente Juan Manuel Santos.
La Habana, capital de la paz
Cuba fue el escenario del acercamiento, de la negociación y del desenlace. La isla acogió a dos partes, que por más de medio siglo, uniformes y armas de por medio, se batieron en el terreno de combate. Ahora, los enemigos cambiaban los fusiles por la diplomacia, al saber que no había derrotados ni vencidos, en una confrontación por demás fratricida, y donde el listado de víctimas se hacía cada vez más interminable, tanto como doloroso.
Los primeros contactos entre la administración Santos y los insurgentes de las FARC se produjeron en estricto secreto. En agosto de 2012 se le informaba al mundo de la existencia de una agenda de seis puntos para el inicio de una fase pública del proceso, que en lo adelante se conocería como Los diálogos de paz de La Habana.
Es así que el 19 de noviembre de ese mismo año, se instala en la capital cubana la mesa de conversaciones, la cual había tenido un mes antes una presentación formal en Oslo, dado el caso que Noruega acompañaría a Cuba en este esfuerzo diplomático, ambos países como garantes responsables, imparciales, pero de invaluable ayuda para cada crisis que sobrevendría.
Desde entonces, comenzó una rutina mediática, que no por cotidiana se hacía aburrida o predecible. Las alocuciones de los jefes guerrilleros, quienes prácticamente por primera vez tenían la posibilidad de expresarse ante la multiplicidad de medios que se albergaron en la isla para reseñar día a día el proceso, marcaron la pauta de la negociación, toda vez que el diálogo se mantenía en absoluta discreción al margen de los micrófonos para preservar la integridad de las conversaciones.
Además de la reserva, otra máxima guió la plática: el hecho de que nada estaba acordado hasta que todo estuviese acordado. Un juego de palabras que daba por sentado que, si no se llegaba al final de la negociación, todo lo consensuado quedaba en letra muerta.
La agenda
Como primer tema de discusión: la Tenencia de la tierra. Y es que la guerrilla más grande de Colombia tuvo sus orígenes precisamente en movimientos campesinos que se hastiaron del latifundismo y la explotación de los grandes terratenientes. Ha sido el campo colombiano el epicentro de la pobreza y la desigualdad en un país con sobradas riquezas naturales inequitativamente distribuidas y era entonces urgente poner sobre el tapete la necesidad de una reforma agraria integral.
Le siguió la Participación política. Más de una vez los de las FARC enfatizaron que lo que llevaban a cabo con el ejecutivo colombiano no era un proceso de rendición, sino un diálogo entre iguales. Por tanto, la dejación de las armas —dejación y no entrega porque jamás se las entregarían a su adversario— estaría condicionada al acceso a la política, siendo reconocidos legalmente como un partido de oposición con aspiraciones de gobierno. Con esta postura, reivindicaban además a toda la izquierda del país, aniquilada a golpe de bala por disentir de los poderes político y económico.
En el orden temático debía abordarse a continuación el punto denominado Fin del conflicto, pero fue postergado, dando paso en el debate a la problemática de las Drogas. Siendo, probablemente, el mayor flagelo de Colombia, y pesando sobre los guerrilleros la acusación de ser parte del cultivo y el tráfico de estupefacientes, sin embargo, el asunto fue de los más fluidos en la mesa de conversaciones. Se pactó el compromiso de sustituir los cultivos ilícitos por programas de desarrollo agrícola, acompañado ello de la intervención estatal en aquellas áreas rurales donde la coca se convirtió en un elemento de subsistencia para el campesinado, que ha sido al fin y al cabo el eslabón más débil de la cadena de producción, comercio y consumo.
Tocó el turno a las Víctimas del conflicto, el gran tema que sumió a la mesa en un letargo, en un círculo vicioso de logros y tropiezos. El problema central estaba en que dentro de este tópico se incluía una cuestión trascendental: la justicia. Por lo que, por más de un año las partes barajaron fórmulas disímiles con la ayuda de numerosos expertos de todas las áreas para elaborar un mecanismo inédito en materia jurídica. Surge así la Jurisdicción Especial para la Paz, a través de la cual se juzgaría a los actores del conflicto que hubiesen cometido crímenes graves, tipificados como de lesa humanidad, se establecerían penas especiales, se otorgaría amnistía para los delitos políticos y se diseñarían las distintas formas de retribución moral y material a los colombianos afectados por el conflicto, mas no habría barrotes ni uniformes a rayas para los alzados en armas.
Tal fue el impacto de haber solucionado el tema de las víctimas y la justicia, que para el anuncio vino hasta La Habana Juan Manuel Santos y estrechó su mano por primera vez con el máximo jefe de las FARC Timoleón Jiménez (Timochenko), una acción que se repetiría otras tres veces más hasta el apretón definitivo con el que se proscribiría la guerra y se daría el paso a la reconciliación y la reconstrucción de Colombia.
De este encuentro surgió también el augurio que resultó fallido. Por primera vez se le ponía fecha a la paz: el 23 de marzo de 2016, pero las partes fracasaron en el intento de cumplir con el mandato. Si algo aprendieron gobierno y FARC a golpe de crisis y trabas, es que las presiones y los plazos siempre resultaron adversos para el proceso.
La recta final
Dos temas quedaban en el tintero pero con avances sustanciales, pues al demorarse el consenso en el asunto de impartir justicia, las partes habían decidido cambiar las dinámicas de trabajo hasta entonces de una mesa única a comisiones paralelas. En la etapa final, el cronómetro popular, mediático y político los obligó a entrar en una especie de cónclave con instrucciones precisas de Santos de no parar hasta que saliera el humo blanco de la paz.
Las interminables sesiones de pláticas, que en muchos casos se extendían hasta la madrugada, proyectaron la hoja de ruta para el desarme y el cese bilateral de las hostilidades.
Con un texto final, que recogía la totalidad de los preacuerdos, y la decisión de refrendar lo pactado a través de un plebiscito, se cerró en La Habana la negociación el 23 de agosto de 2016 para ser suscrito el gran acuerdo, de manera oficial, en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, el día 26 de septiembre.
Primer intento de paz
Palomas, camisas blancas, cantos y aviones sorpresivos en son de concordia y no de guerra adornaron la ceremonia más esperada en Colombia. Una gran cantidad de invitados internacionales dando un espaldarazo al proceso de reconciliación entre el gobierno y las fuerzas insurgentes. Parecía cerca la paz, al fin tangible, solo era cuestión de recibir el apoyo popular que se vaticinaba mayoritario. Pues Santos y Timochenko habían prometido que los colombianos tendrían la última palabra y confiaron en ellos para coronar la reconciliación.
Contrario a todo pronóstico, otro sería el resultado. El plebiscito realizado el 2 de octubre dio la victoria por estrecho margen a los detractores del acuerdo de paz, un grupo liderado por el senador opositor y expresidente del país, Álvaro Uribe, quien supo articular una campaña de desinformación y mentiras alrededor del acuerdo que conllevó al triunfo del No en la consulta popular.
A ello se sumó un abstencionismo superior al 60% y una imagen deteriorada de la guerrilla que caló fundamentalmente en los electores de las ciudades alejadas del conflicto, así como el voto castigo a la gestión de Santos como presidente.
Lo cierto es que los más de 6 millones de colombianos que expresaron su descontento en las urnas con lo consensuado en La Habana, obligaron a las partes a renegociar e incorporar un grupo de propuestas modificativas de algunos temas esenciales, entre ellos: el asunto de género, la elegibilidad política y la justicia.
Voló la paloma
Cuarenta días después del fracaso en el plebiscito y luego de un ejercicio profundo de diálogo político en que el gobierno escuchó a la oposición y trasladó sus insatisfacciones a los guerrilleros, vio la luz un texto mejorado, con ajustes y precisiones de narrativa y contenido. Un documento que, al decir de sus autores, mantenía el espíritu del Acuerdo de Cartagena, pero sumaba al menos el 80% de las propuestas de la oposición, la misma que quedaría igualmente inconforme con el nuevo pacto.
Es así que se celebra la segunda firma del segundo acuerdo de paz, en una ceremonia menos suntuosa, con menos invitados, en el corazón de Bogotá a pocos pasos de las principales instituciones políticas del país. Sería bautizado como el Acuerdo de la Esperanza, o también el acuerdo de Colón, en referencia al nombre del teatro que acogió la rúbrica.
La refrendación esta vez tuvo lugar en el seno del Congreso de la República. A pesar de las críticas que exigían un nuevo plebiscito, el gobierno apoyado por la Constitución fue categórico en afirmar que el legislativo es la máxima expresión del pueblo y por tanto lo representa políticamente.
Se produjeron dos votaciones: una en el Senado y otra en la Cámara de Representantes, y ambas lograron la mayoría de los votos de los parlamentarios, a excepción de los diputados del partido de Uribe, Centro Democrático, quienes se retiraron de las sesiones.
Del papel a la práctica
Finalmente, el primero de diciembre fue elegido por los equipos negociadores del Gobierno y las FARC como el día D, es decir, el día a partir del cual se implementan los protocolos de dejación de armas y concentración de los guerrilleros para su tránsito a la vida civil en legalidad, lo cual deberá producirse en un período máximo de seis meses. De acuerdo con lo estipulado, el desarme se realizará de manera escalonada y la totalidad del armamento quedará en manos de Naciones Unidas 150 días después del día D.
Todo el proceso anterior, que ya está en marcha, está siendo supervisado por un mecanismo de verificación y monitoreo que incluye a la ONU y que responde por la seguridad de los guerrilleros y la estabilidad del cese el fuego.
En el ámbito político, el Congreso tramita desde entonces los proyectos de ley necesarios para la ejecución de la letra chica de las 310 páginas del Acuerdo Final de Paz. El camino más viable a la vez que polémico para algunos magistrados y senadores es un mecanismo denominado Fast Track (vía rápida) por el cual se reducirían a la mitad los tiempos legislativos para poder darle luz verde a la implementación.
Como todo cambio estructural, pasarán años para que los colombianos interioricen y sientan los beneficios de las reformas en turno. Parar el derramamiento de sangre entre hijos de una misma patria ha sido el logro mayor, pero acecha la sombra de la guerra sucia. A Colombia se le ha enquistado la violencia y es precisamente esa cultura de la intolerancia hacia lo diferente la que más tiempo tomará cambiar.
Sigue vivo el paramilitarismo azuzando odios y queda también otra fuerza insurgente en armas, el Ejército de Liberación Nacional, cuyo proceso de diálogo político no termina de cristalizar. Alcanzar un acuerdo integral que sume a los insurgentes del ELN es la tarea pendiente del presidente Santos, quien afirmara que «toda vida es sagrada y toda guerra, una derrota».
Por tanto, 2017 será crucial para el país antes de adentrarse en el año electoral de 2018. Esperemos para entonces que la política vuelva a arroparse de democracia y que la palabra sea la única arma que usen los hombres para enfrentar sus diferencias. La paz empieza a construirse ahora.
Comentarios