La ausencia de conflictos armados interestatales, o la firma de un acuerdo de paz que implica la desmovilización de una de las insurgencias armadas más antiguas en nuestra región, han creado la percepción de que América Latina y el Caribe finalmente se han transformado en una zona de paz. El deseo legítimo que entraña el ejercicio de un derecho universal, el derecho a la paz, no debe crearnos el espejismo de que esta es una realidad acabada o irreversible.
Es cierto que mucho se ha avanzado desde la época en que las diferencias territoriales se resolvían apelando al uso de la fuerza. Muchas de esas diferencias yacen resueltas tras ser sometidas al arbitraje internacional. Hoy existen mecanismos de creación de confianza que van desde la transparencia y reducción de los presupuestos de defensa y de las adquisiciones de tecnología militar. Pero incluso así, es obvio que muchas veces los países en la región con disputas históricas que calaron profundamente en el imaginario nacional, siguen manejando hipótesis de conflicto en los planes de sus fuerzas armadas donde el “enemigo” no es otro que alguno de los países con los que comparte frontera. Esto trasciende incluso a la formación de sus cadetes, futuros oficiales.
De los litigios aún pendientes de solución, quizás el más acuciante sea el del reclamo boliviano por una salida soberana al mar. Un país nacido con costas en el Océano Pacífico que fue despojado arbitrariamente y reducido a su actual condición de mediterraneidad. Chile haría bien en acceder a ese reclamo, para cerrar las heridas que permanecen abiertas, y aliviar el costo que ello implica para la inserción internacional de la economía boliviana. Si los gobiernos de Chile accedieran a tan justo reclamo, no obrarían en menoscabo de su integridad territorial, sino obrarían de manera generosa y con apego a la justicia histórica con un vecino cuyo gas natural aliviaría su creciente demanda de energía.
Pero esa paz se torna más ajena cuando es tangible la existencia de una presencia militar extranjera (mayormente la de Estados Unidos) en torno a una red de instalaciones militares de diferente denominación y propósito. Además de las bases militares, existen locaciones de seguridad cooperativa u otras más pequeñas, que permiten rotar personal en labores de entrenamiento, adquirir información de inteligencia por medios tecnológicos y almacenar equipo militar. Toda esa infraestructura dispone de un entramado de aeropuertos o pistas de aterrizaje que facilitan su rápido despliegue con un alcance continental. Sobra decir, que cuando se realizan maniobras, el “enemigo hipotético” resulta muchas veces un asimétrico “Estado fallido” (compréndase un Estado identificado como contrario a las políticas de Estados Unidos, al que se le atribuye un liderazgo desastroso y destructivo de su propia estabilidad económica y política), o incluso una “multitud” que amenace la gobernabilidad de un Estado en la región (léase movimientos sociales contestatarios). En ese marco, el caso más lamentable es el de Colombia, cuyos asesores policiales y militares “colombianizan” la forma de enfrentar los conflictos en otros países de la región. Primero fue la intención (¿abortada?) de sus gobernantes de conceder el “acceso y uso” de sus instalaciones militares a tropas estadounidenses. Más recientemente, sus denodados esfuerzos para hacer realidad su “sueño” de convertirse en un aliado extrarregional de la OTAN, una alianza militar agresiva con fines intervencionistas en la periferia del capitalismo global.
No resulta de menor importancia el tema de la reclamación de soberanía argentina sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, así como de los espacios marítimos circundantes y los recursos en sus aguas y fondos marinos. No sólo se trata de un ultrajante acto de colonialismo ejercido por una potencia extracontinental, sino de la creciente militarización que el Reino Unido conduce en esos territorios, así como del saqueo de sus recursos en detrimento de la soberanía de la República Argentina.
Otro punto que debería ser dialogado es la cuestión de la ausencia de paz en un ambiente de creciente hostilidad hacia todo lo que represente un horizonte de cambio político y social en nuestra región. Sin entrar en las honduras de los límites que imponen las alianzas y las reformas, o cuanto ha habido de revolución política y cuanto ha faltado de revolución social, ningún gobierno electo democráticamente y que tan siquiera pareciera tímidamente progresista, ha gozado de un entorno apacible. Desarrollar una política exterior más independiente y políticas domésticas para recuperar el control de sectores claves de la economía y redistribuir los ingresos, reduciendo los niveles de exclusión e inequidad social, han bastado para generar su estigmatización. Tómese en cuenta que las reformas, pálidas en algunos lugares y más osadas y profundas en otros, no implicaban cambios sistémicos anticapitalistas. Sin embargo, todos estos procesos fueron satanizados mediáticamente desde las multimedias y desde las redes sociales. Fueron depuestos por golpes de Estado multimodales (dicen que “blandos”) los gobiernos en Honduras, Paraguay y Brasil. Intentaron deponer los de Venezuela, Bolivia y Ecuador, países cuyos gobiernos son desafiados hasta el día de hoy por oposiciones que han desconocido resultados electorales y practican la violencia para generar inestabilidad política, incertidumbre y caos. Gobiernos que sufren el acoso judicial de las transnacionales e incluso de Estados cuyos gobiernos de derecha coaligados, vuelven a emplear la OEA con la naturaleza colonial que denunciara hace décadas el extinto canciller cubano Raúl Roa.
Pero si todo esto fuera poco, hay que meditar la paz más allá, entenderla en sus alcances que involucran no sólo a los Estados por su convivencia o a los gobiernos por su capacidad para gobernar. La criminalización de la protesta social y la militarización de las sociedades, es una dimensión diferente pero necesaria de las falencias de la paz pretendida. ¿Cómo asumir que nuestra región es pacífica cuando los líderes de los movimientos sociales son detenidos y procesados judicialmente como es el caso de Milagro Sala y otros miembros de la Organización Barrial Túpac Amaru? ¿Cómo pensar que hay paz cuando son asesinados o desparecidos los líderes o militantes de organizaciones sociales y políticas como Berta Cáceres Flores o los estudiantes normalistas de Ayotzinapa? ¿Cómo suponer que esa paz es una realidad cuando no se garantiza el derecho a la vida en un proceso de reinserción social tras la dejación de armas por parte de la insurgencia colombiana y se vislumbra un genocidio político de magnitudes quizás mayores al del cometido en ese país contra la Unión Patriótica? Se puede afirmar que tras la ilegitimidad del gobierno de Temer en Brasil o la mascarada de gobierno democrático de Macri en Argentina, hay un factor común: políticas económicas y sociales de corte regresivo, combinadas con un agresivo aumento de la represión.
No podemos aspirar ni aceptar que desde las oligarquías y los centros de poder del imperialismo se nos impongan una paz de los sepulcros, una paz indefensa y sin garantías. Para que hubiera una verdadera paz en la región habría que asumirla desde la perspectiva del Benemérito de América Benito Juárez, quien entendía que la paz nacía del respeto al derecho entre las personas y entre las naciones. Habría que entenderla como ese derecho predicado por Martin Luther King Jr., sin opresores ni opresión, sin exclusión y con plena dignidad. Habría que comprender la paz en el sentido de Fidel Castro como el cese del despojo y de la guerra. O bajo la mirada de Mahatma Gandhi, que entendía la paz como lo opuesto a la codicia organizada socialmente y a la represión sistemática que aterroriza. La paz para ser tal debe ser en todos sus matices, con justicia social.
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