Los primeros meses del presente 2017 constatan una verdad lamentable. México, nación de vasta cultura, historia y un magnetismo intrínseco que siempre hace prestar atención cuando se escucha hablar de ella, es uno de los países más peligrosos y mortíferos para el ejercicio periodístico a nivel global.
En América Latina, donde a lo largo del devenir histórico ha sido muchas veces referencia o vanguardia del progreso político, económico y artístico-cultural, se erige como la tierra más hostil para los periodistas desde hace ya varios años.
Nuevas pruebas de ello, como si no fuesen suficientes con las registradas en las últimas décadas, se produjeron el pasado marzo, calificado por organizaciones de defensa de la libertad de expresión como el «mes negro» para la prensa mexicana en lo que va de año.
Y es que, luego de una aparente calma para el oficio en los primeros meses, marzo significó un repunte peligroso de la violencia por los asesinatos y atentados de los que profesionales del sector fueron víctimas; una situación que motivó denuncias y pronunciamientos por parte de diversos organismos nacionales e internacionales.
Hechos indignantes
La violencia contra los periodistas estalló el pasado 2 de marzo cuando fue asesinado Cecilio Pineda, reportero policiaco de la región de Tierra Caliente, en el Estado de Guerrero.
Días después, Ricardo Monlui, Presidente de la Asociación de Periodistas y Reporteros Gráficos de la citada localidad, fue abatido por sicarios en Córdoba, Veracruz, mientras salía con su familia de un restaurante; su esposa también resultó herida.
La víctima del tercer asesinato fue Miroslava Breach, corresponsal de La Jornada en el norteño estado de Chihuahua.
Breach fue acribillada a balazos cuando se dirigía con su hijo al colegio. Junto a su cuerpo, en el que impactaron ocho disparos, fue hallada una «narcomanta», como se conoce en México a los mensajes dejados por los asesinos vinculados al narcotráfico.
A diferencia de otros casos, en el asesinato de Breach el mensaje no dejaba lugar a duda. Fue abatida por el crimen organizado con el propósito de silenciarla y como venganza a toda la actividad reporteril que desplegó, denunciando sus crímenes y atropellos.
Antes de ser ultimada, recibió numerosas amenazas por sus reportajes sobre las actividades del narcotráfico en la región, causante de numerosas extorsiones y desapariciones.
Su muerte, el 23 de marzo, y la de los otros reporteros, así como los atentados contra Armando Arrieta, de Veracruz, y Julio Omar Gómez, de Baja California Sur, demuestran que la violencia contra los periodistas en México es un crimen de rutina que está lejos de desaparecer, a pesar de lo repudiado y condenado que es dentro y fuera del país.
Entre los pronunciamientos y acciones de rechazo que estos crímenes recientes generaron, destacó el cierre del diario Norte, del cual Breach era colaboradora.
El rotativo, que se editaba en Ciudad Juárez, dejó de circular el domingo 2 de abril a raíz del asesinato de su periodista y ante la no existencia de «las garantías ni la seguridad para ejercer el periodismo crítico, de contrapeso».
Así lo manifestó el director del medio, Óscar Cantú en una misiva explicativa de la decisión de cierre. A modo de despedida de los lectores, sostuvo que el «alto riesgo» es el ingrediente principal en el que se desarrolla el ejercicio del periodismo en México.
Según manifestó, las agresiones mortales y la impunidad contra los periodistas quedaron en evidencia una vez más con los últimos asesinatos y atentados, lo cual le impide a su medio continuar con su trabajo libremente.
Pudiera pensarse que los atropellos contra la actividad periodística en tierra azteca provienen solo del narcotráfico y otras esferas del crimen organizado, pero no es así. En muchas ocasiones los periodistas también se han quejado de las presiones y amenazas que reciben del poder político y económico.
En este sentido, Cantú refirió en su carta argumentativa presiones financieras de los tres niveles de gobierno —municipal, estatal y federal—, que atentan contra la labor de los medios de comunicación y buscan limitar sus denuncias de malas prácticas gubernamentales y actos de corrupción.
Un triste balance y el reino de la impunidad
La nueva ola de violencia contra los periodistas no parece detenerse.
El sábado 15 de abril el reportero Maximino Rodríguez fue asesinado con impactos de rifles de alto poder en el estacionamiento de una tienda en La Paz, estado de Baja California Sur.
De 73 años, Rodríguez trabajaba para Colectivo Pericú, un blog de denuncia ciudadana y noticias sobre corrupción, abusos y casos de discriminación, que contrarrestaba el silencio sobre estos temas de otros medios tradicionales de la región.
En opinión del director de dicha bitácora, Cuauhtémoc Morgan, el tipo de homicidio no deja margen a duda de que fue obra del crimen organizado. «Esto pudo ser originado por lo que escribía en su columna que señalaba con nombre y apellidos a gente del crimen organizado», explicó.
Según Morgan, varias veces advirtió a su colega que eran temas delicados, pero este decía no temer a ello. «Estoy dando la cara, no tengo miedo», solía decir Rodríguez.
La valentía profesional, pese a las frecuentes amenazas y los innumerables ejemplos de finales trágicos, es algo muy plausible en un periodista mexicano que trate los temas más controvertidos de la realidad nacional.
Sin embargo, resulta penoso cuando esa valentía no es apoyada con la fuerza esperada por parte del Gobierno y los organismos del Estado.
A raíz de los siniestros, el presidente Enrique Peña Nieto reafirmó la inadmisibilidad de la violencia y amenazas contra el gremio periodístico. No obstante, más allá del plano verbal, esa voluntad gubernamental para frenar los crímenes contra la libertad de expresión no se ha traducido más que en una total impunidad para los mismos.
Solo en 2016, 14 periodistas fueron víctimas mortales de ataques y se registraron 49 agresiones contra medios de comunicación. Con las cuatro muertes de este 2017, ya suman 31 los profesionales del sector asesinados durante la administración de Peña Nieto, que asumió el poder el 1ro. de diciembre de 2012.
Pero las cifras pueden ser aún más alarmantes. De acuerdo con la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), 115 comunicadores han perdido la vida en México de manera violenta desde el 2000.
Por su parte, la Federación Latinoamericana de Periodistas (Felap) registra que desde 1983 hasta la actualidad, ha sido asesinados 229 periodistas, además de otros 8 trabajadores de prensa, 15 familiares, 8 amigos de reporteros y otras 3 personas relacionadas con el sector.
El triste balance denota el inequívoco reinado de la impunidad, puesto que prácticamente ninguno de esos casos ha recibido una sentencia condenatoria por parte de la justicia.
Cifras oficiales de la Fiscalía para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) dan cuenta de que solo tres de las 798 denuncias recibidas entre julio de 2010 y el 31 de diciembre de 2016 por agresiones contra periodistas —47 por asesinato—, han terminado en condenas para los agresores.
Ello significa que el 99,7% de las agresiones no ha recibido una sentencia.
Asimismo, solo el trámite de 107 denuncias ha conllevado a la comparecencia del presunto agresor ante un juez. En el resto de los casos, los perpetradores permanecen impunes.
Entre violencia e impunidad, la seguridad de los periodistas en México parece cosa imposible. Esto conlleva, además de la pérdida de vidas, a fenómenos nocivos para la profesión, tal y como ha alertado en varias ocasiones la CNDH.
De acuerdo con el organismo, los ataques contra la prensa «han derivado en autocensura, desplazamiento y exilio forzado de periodistas, generación de espacios de silencio en el país y vulneración de los principios fundamentales de una sociedad abierta, plural y democrática».
Lo más triste de todo es que este año ya no será la excepción ni significará un antes y un después en tan lamentable situación. México continúa siendo una tierra mortífera para el ejercicio periodístico y nada indica que el panorama para el sector vaya a cambiar, ante el acoso de autoridades y el crimen organizado.
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