Los primeros días de enero transcurren en un campamento que llamamos Rancho Polígono. Ahí probamos las armas largas y unas municiones viejas que nos habían enviado los obreros petroleros de Barrancabermeja. Algunos también recibimos un cursillo de explosivos.
A Camilo no le va muy bien en el polígono. En mis reflexiones trato de favorecerlo, ya que al imaginarlo celebrando misas, es lógico que no le vaya bien; pero pese a todo, no le va tan mal.
Después de unos días de merecido descanso, hemos recibido la orden de alistarnos para salir a combatir. El ánimo se exterioriza, lo sentimos una brisa invisible que nos acaricia la piel, y los músculos parecen crecidos, que hasta la ropa algo nos queda estrecha.
(…)
En los descansos el Padre Camilo se recuesta sobre su morral y, cuando se puede fumar, prende su pipa. Carlos frecuentemente le explica cómo ubicarse en el terreno teniendo en cuenta la posición del sol, la dirección de las aguas y las cordilleras; el Padre le presta mucha atención a todos estos detalles.
(…)
A las siete de la mañana ocupamos nuestras posiciones en la emboscada. Cada uno de los compañeros se coloca como mejor conviene: tendido boca abajo, rodilla en tierra o sentado.
—No coloquen delante de ustedes las ramas al contrario, ni se cubran demasiado porque no ven el camino —nos va diciendo Carlos, mientras revisa cada una de nuestras posiciones de combate.
Cuando termina de revisar al grupo de contención regresa con un bejuco en la mano y a cada compañero le da la respectiva instrucción:
—Te amarras este bejuco con un bozal en tu mano derecha, de tal manera que cuando el enemigo se aproxime, los compañeros de la contención jalan el bejuco para avisar. Si se jala una vez es el ejército y si se jala dos veces seguidas es un campesino. ¿Queda claro? —le repite Carlos a cada compañero.
Pienso que debe tenerse cuidado con el bejuco, pues al estar atado a la muñeca derecha, puede enredarse si uno reacciona con torpeza al momento de recibir la señal de aviso. Además de estas medidas de alerta, nadie debe dormir, ni fumar, ni hablar sin necesidad. Todas las orientaciones deben transmitirse en susurro.
—El que espera, desespera —me susurra Wilson, a las tres de la tarde—; esos perros ya no pasan hoy y lo que más siento es el palomillero de esta noche otra vez. Estoy que me como un zapato viejo y creo que la comida va a ser otras dos salchichas, esas que no le calman el hambre ni a un grillo.
De repente la mano de Wilson se estremece y yo de un brinco caigo en posición de combate.
—La plaga —me dice, y veo palidecer su rostro como el de un muerto.
Yo siento un frío enorme y en la confusión jalo fuerte el bejuco para alertar a Mateo, pero cuando lo hago me doy cuenta que el bejuco ya se movía más adelante. De inmediato me quito el bozal que tengo en la muñeca, apunto mi revólver 38 como está planeado y veo a todo mundo listo para disparar. El silencio es absoluto, mi respiración es agitada y siento mis manos heladas. En mi mente hay un vacío completo. Distante a mi derecha veo que alguien viene hacia nosotros, y me digo a ese güevón lo va a escuchar la tropa y nos van a descubrir por la imprudencia.
De pronto siento otro ruido a mi izquierda y reconozco a Carlos que se agacha para decirle algo a Jerónimo. Me inquieta tanto esta situación, pues el combate es inminente y el jefe está fuera de su posición; para mí todo se ha complicado.
Cuando Andrés llega a mi posición lo comprendo todo: se trata de una falsa alarma para probar nuestra reacción y mirar cómo funcionaría el bejuco como sistema de alerta.
A las seis de la tarde levantamos la emboscada. El día 9 (de febrero) ha transcurrido sin novedad.
(…)
Hoy es martes 15 de febrero. El sol me pega en la cara, sus rayos forman una línea recta con relación al río desde mi posición de combate.
—Escúcheme, si usted ve al soldado muerto, me hace la seña poniéndose el dedo sobre el cuello; si lo ve vivo, le da plomo —me dice Mateo, con mucha seguridad—, yo haré lo mismo y cuando escuchemos la voz de recuperación de armas usted avanza, yo lo cubro por la derecha y Wilson por la izquierda.
Mateo tiene un ceño enérgico cuando me habla y, aunque el mando de la tríada es Wilson, yo lo respeto, pues si bien se ha incorporado recientemente terminó de prestar el Servicio Militar hace apenas dos años.
Estamos todos en posición de combate. La espera transcurre tensa y silenciosa. Como siempre, los silencios anuncian una ruptura inesperada.
A eso de las ocho y media de la mañana alguien jala del bejuco; rápido me lo quito de la mano y apunto con mi revólver, pero Wilson me susurra que es un campesino.
Todo indica que estamos a punto de entrar en combate. Wilson, con esa expresión entre jefe y papá, me dice:
—Los casquitos querrán llegar a su cuartel a descansar y nosotros también nos lo merecemos, ojalá que sea antes que los gallinazos nos ronden cerca por el olor.
Son las nueve de la mañana y el bejuco vuelve a moverse en señal de alerta. Mi corazón brinca y suena como cuando le dan golpes a una pared. Por fin ha llegado la hora que todos queremos. El ruido de botas se va haciendo más nítido sobre el camino y veo cuando se asoma el primer soldado; muy cerca de él, quizá a cinco metros, van el segundo, el tercero y el cuarto. Mi revólver apunta con firmeza al quinto. De pronto los estremecedores disparos de las armas anulan el ruido del río Sucio. Rápido recargo mi revólver que tiene solo dos balas; por el sonido, mis disparos parecen de juguete ante el de los fusiles .30 de repetición con que nos disparan los soldados.
—¡Viva el Ejército de Liberación Nacional! —grita una voz.
—¡Viva la revolución! —grita Hernando, en medio del tiroteo
—¡Entréguense soldaditos, que les respetaremos la vida! —les grita Wilson.
Su grito lo oculta una ráfaga de ametralladora que dispara la tropa enemiga que no entró en la emboscada. Han transcurrido unos precipitados cinco minutos cuando Wilson me da la orden de bajar al camino a recuperar armas. Los tiros se han silenciado al frente nuestro y quienes tenemos la misión de bajar al camino a recuperar lo hacemos. Mateo y yo avanzamos sobre codos y rodillas. A menos de tres metros del camino veo a un soldado, tirado boca abajo; Mateo lo remata de un disparo y con la cabeza me hace la seña para que yo vaya y le quite el arma. Rápidamente avanzo y recupero el fusil, cartucheras, las botas y la gorra, de acuerdo a las instrucciones para estos casos. A unos cuarenta metros adelante, en la dirección de la cabeza de la emboscada, se oyen gritos y tiros esporádicos.
En ese momento, con aire triunfalista, Mateo grita:
—¡Ya recuperamos un fusil!
Acto seguido Mateo tercia su fusil 7 milímetros de dotación; con el recuperado en porte sale caminando por el camino y me ordena que lo siga.
Hemos caminado tan solo veinte metros cuando suenan dos disparos. Mateo cae al suelo dando un grito y pidiendo auxilio.
El fusil recuperado que llevaba en porte cae al suelo y él se sale del camino con dirección a su posición de combate. Instintivamente y de inmediato me arrastro en dirección al fusil, lo jalo por la cargadera y rápido voy a alcanzar a Mateo.
—Me mataron estos hijueputas —me dice, llorando.
La sangre le cae a borbotones de su codo izquierdo y de su costado derecho. Los tiros arrecian desde nuestra área de repliegue.
—No haga bulla hermano que las cosas se complican, vamos a alcanzar a los compañeros —le digo, con preocupación.
Caminamos agachados unos treinta metros hacia la cabeza de la emboscada. Otros compañeros nos hacen señas para que nos devolvamos: son Juvenal, el médico Hernando y Hernán.
—Estamos rodeados —nos dice Hernando, con angustia.
Nos colocamos en disposición de combate luego de ubicarnos a unos veinte metros del camino. Los disparos disminuyen por nuestra vía alterna de repliegue y de inmediato le ordeno a Juvenal tomar la vanguardia. Lo sigo, luego vienen Hernando, Mateo y por último Hernán.
El ejército ha hecho una maniobra envolvente y nos ataca desde arriba. La situación es difícil; sin embargo, es preferible buscar el choque para evitar ser presionados contra el río.
Seguimos caminando y a unos treinta metros un mando enemigo ordena a la tropa concentrarse en el camino delante de nosotros. De inmediato aprovechamos esta circunstancia para cambiar de ubicación.
Cuando pasamos por el sitio abandonado por ellos encontramos el cadáver de Delio, que había sido arrastrado por los soldados. Aún tiene sobre su espalda su pequeño morral; la cabeza se la destrozó un disparo y su pecho fue atravesado por otro.
Seguimos caminando con dirección a la vereda Filo de Oro, en sentido contrario por donde se han replegado el grueso de los compañeros.
Como la herida trae a Mateo fatigado y adolorido, nos vemos obligados a parar la marcha. El pecho de Mateo ha sido perforado por el mismo proyectil que le destrozó el brazo. Hernando, en un rápido procedimiento, introduce la aguja de la jeringa en su pecho buscando el pulmón, logra extraerle una buena cantidad de agua-sangre y alivia significativamente su dolor. Concluye su trabajo colocando el brazo lesionado en un cabestrillo para facilitar el desplazamiento del herido.
Mientras nos alejamos, los helicópteros sobrevuelan a muy baja altura el sitio de la emboscada. A las tres de la tarde paramos en una casa cercana para buscar algo de alimentos y hacerle una mejor curación al herido.
Después de una noche difícil, desde el amanecer marchamos hasta el mediodía. En una casa de confianza conseguimos un poco de comida, nos informan sobre el enemigo y nos dan indicios para encontrarnos con los demás compañeros. A las siete de la noche, escuchando las noticias, nos enteramos que en Patio Cemento han sido muertos seis compañeros, entre ellos Camilo Torres Restrepo.
—La revolución colombiana ha sufrido su golpe más fuerte con la muerte de Camilo —nos dice Hernando, llorando y con mucha amargura.
Estas contundentes palabras solo pueden ser acompañadas por nuestro silencio. No volvemos a hablar más del asunto hasta que nos reencontramos todos el 27 de febrero en el campamento.
Los compañeros nos imaginaban muertos, por eso hay entusiasmo con nuestra llegada; pero aun así predomina la tristeza por los acontecimientos vividos.
Me entero que ayer ha finalizado en el campamento la evaluación de la operación realizada, y se concluyó que el golpe recibido es demasiado fuerte. Camilo era para el pueblo un símbolo de lucha, de redención, de firmeza y dignidad. Los recién llegados escuchamos con atención a Jerónimo que nos dice:
—El pueblo colombiano ha perdido a su mejor dirigente y nuestra organización ha recibido un golpe en la cabeza. Hernando, que conoce a fondo el Frente Unido y el papel de Camilo en él, comprenderá mejor la magnitud de la pérdida; el ELN tendrá que hablar de su historia antes y después de la muerte de Camilo.
Al escuchar estas palabras Hernando vuelve a llorar, como lo había hecho el 16 de febrero al enterarse de la muerte de Camilo por las noticias.
—El enemigo ha decretado nuestra muerte política, nuestra desaparición como expresión revolucionaria —continúa diciendo Jerónimo—, los enemigos de Camilo dentro de la Iglesia tal vez se alegren con su muerte, y nuestros enemigos dentro de la izquierda nos culparán por ella. Camilo y los que cayeron junto a él son un claro ejemplo de lucha y compromiso. No faltará quien en estos duros momentos se sienta desmoralizado por su muerte. ¿Cómo puede desmoralizar a sus seguidores la caída en combate de su dirigente? ¿No es acaso el más grande ejemplo de entrega a su pueblo la acción de Camilo? Vamos a levantarnos de este golpe, vamos a seguir el camino de Camilo, digámosle con firmeza al pueblo que somos los continuadores de su lucha.
Jerónimo coloca su mano en el hombro de Hernando y concluye diciéndole:
—Casi siempre aprendemos más de los golpes que de las victorias, hoy no tenemos otra alternativa.
—Pueden contar conmigo —responde Hernando, profundamente conmovido.
Poco a poco voy teniendo conocimiento de cómo sucedieron los hechos. Ese día en la tarde, hablando con Carlos, me comenta:
—Cuesta creer que un solo soldado nos haya hecho tanto daño, ese hijo de puta mató a Camilo, a Camilito, a Ramiro y a Joaquín. Cuando iniciamos el combate la subametralladora Madsen se me trabó y quedó inservible. Para colmo de males cuando intenté saltar buscando protección, perdí la pistola y quedé desarmado; el soldado aprovechó y se protegió de inmediato manteniéndose inmóvil y sin disparar.
Carlos aún tiene muy frescos los acontecimientos, por eso las palabras le salen casi amontonadas, como tratando de contármelo todo de una vez.
—Mientras recuperaba un fusil Camilo fue herido por el soldado agazapado. Él se quejó y cuando Ramiro fue a auxiliarlo, el tipo le dio también a él; luego bajó Camilito y también le dio. Yo no me di cuenta a qué horas mató a Joaquín, los compañeros me dicen que él venía por el camino sin percatarse de lo que pasaba y cuando le gritaron que se tendiera el soldado le disparó. En ese momento empezó a llegar la gente y a amontonarse junto al camino. Cuando intentábamos organizar un grupo para rodear al soldado y dispararle desde el río, nos emplazaron una ametralladora a unos cien metros por detrás y desde arriba; sin remedio nos tocó replegarnos dejando a Camilo y al resto de compañeros. El río lo cruzamos combatiendo y los últimos lo cruzaron por más abajo de lo acordado, porque al final el paso estaba prácticamente tomado por el ejército.
Carlos no oculta su amargura en el relato. Me muestra su sombrero con un tiro en la copa que le rozó el cabello.
—Dos centímetros más abajo y allá estuviera —me dice, y me enseña su mano derecha con una cortada a sedal producida por una bala que le rozó el dedo meñique.
—Camilito murió como un héroe —continúa diciendo Carlos—, cuando escuchó la voz de recuperación vino y me dijo si me ayudaba a cargar los proveedores, entonces le dije que estaba con la metra trabada y se me había perdido la pistola. Le dije que Ramiro estaba auxiliando a Camilo que estaba herido, y de inmediato se fue para allá… Murió tu amigo y ahora no tienes con quién ir a las pescas...
En ese instante me acuerdo del papelito que Camilito me había dado antes de la emboscada, aún lo tenía en el bolsillo del pantalón. De inmediato se lo entrego a Carlos y le digo:
—Camilito me dijo que era para usted, me lo entregó antes de la emboscada.
En silencio Carlos toma el papel, y lo lee para que yo lo escuche:
Llegó el primer combate,
pasó el segundo y derecho,
y cuando llegó el tercero
una bala dio en mi pecho.
Nota: Este artículo ha sido retitulado como «La última emboscada» para publicarse en Contexto Latinoamericano. Son fragmentos del último capítulo —de mayor extensión—, del libro ¡Papá, son los muchachos! Así nació el ELN en Colombia, de las editoriales Ocean Sur y La fogata.
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