En América Latina el triunfo de la Revolución Cubana, ocurrido el 1ro. de enero de 1959, tuvo enorme impacto en muchas conciencias. Los más audaces se lanzaron de inmediato al combate guerrillero. Sucedió así en Nicaragua, Panamá, Guatemala, Haití, Perú, República Dominicana, Paraguay y Venezuela. De los admiradores de la gesta de Fidel Castro, solo la Unidad Popular encabezada por Salvador Allende en Chile, mantuvo la voluntad de alcanzar el poder por la vía electoral. En Nicaragua, los sandinistas supieron eludir o superar las tendencias «foquistas», vanguardistas y militaristas, así como los momentos de división y demás peligros escisionistas, tomar el poder y durante una década llevaron a cabo acertadas transformaciones revolucionarias.
La Revolución Bolivariana fue engendrada por el estallido de violencia popular conocido como «El Caracazo», cuando las masas fueron reprimidas con brutalidad por las fuerzas armadas. Esto motivó el rechazo de la oficialidad progresista y nacionalista nucleada alrededor de Hugo Chávez, quien a los tres años intentó una fallida sublevación militar. Excarcelado, organizó con civiles y antiguos compañeros un movimiento a favor de una nueva república que obtuvo la victoria electoral.
Por esa época, en algunos países de América Latina que sufrieron dictaduras fascistas-militares, se engendraron novedosos movimientos políticos comprometidos con el regreso a la democracia. En Brasil el dirigente metalúrgico Luiz Inácio Lula da Silva y su partido —aliado además a otras pequeñas fuerzas políticas—, ganaron las elecciones de octubre del 2002 con el respaldo del 61% de los votos. En su segunda vuelta electoral el fundador del «trabalhismo» obtuvo el respaldo del 60.8% de los ciudadanos para su nuevo mandato presidencial.
Un proceso político semejante se desarrollaba en la vecina República Oriental del Uruguay, donde también la represión fascista del ejército empezó a ser puesta en jaque por el reinicio de las movilizaciones populares, en buena parte impulsadas por el novedoso Frente Amplio (FA). Con el objetivo de brindar una salida política al régimen que se deterioraba, la cúspide militar decidió en 1980 legalizar los tradicionales partidos Blanco y Colorado. Transcurrió casi una década de incesantes luchas políticas y avances de la izquierda, hasta que al final, en las nuevas elecciones municipales un militante del Partido Socialista y líder de la coalición Encuentro Progresista (EP) —Tabaré Vázquez—, ganó en la importantísima Intendencia de Montevideo. ¡Por vez primera en la historia de esa ciudad se rompía la tradicional hegemonía bipartidista «colorado-blanca»! Los éxitos en la conducción de los asuntos públicos de la capital bajo la égida del EP-FA produjeron un enorme crecimiento electoral de la izquierda; dicha urbe, que representaba el corazón económico del país y albergaba la mitad de su población, experimentó bajo el nuevo gabinete municipal una efectiva descentralización democrática, la equitativa redistribución de los impuestos y recursos, una profunda reforma del aparato estatal en el ayuntamiento, así como el desarrollo de vastas obras de infraestructura citadina. Para las nuevas elecciones presidenciales, Tabaré lanzó un llamado Proyecto de Reconstrucción Nacional sintetizado en el lema de un Uruguay Social y Mejor, en interés de las grandes mayorías.
La lucha de la izquierda en América Latina se caracterizó entonces por victorias electorales de diversos movimientos populares, enemigos de las concepciones neoliberales. Ellos con frecuencia originaron una corriente de simpatía hacia lo que de forma genérica se había denominado «socialismo del siglo XXI», así llamado para diferenciarlo de la fallida experiencia soviética, estatista, burocrática y monopartidista.
Los propugnadores de esta novedosa concepción, conformaron partidos de masas que rivalizaron con éxito en las sistemáticas elecciones pluripartidistas, o en las convocatorias a referendos para asegurar trascendentes cambios constitucionales. Al mismo tiempo, fomentaron en los barrios —y a veces en algunas fábricas— el autogobierno local mediante consejos comunales no partidistas, para eludir la tradicional burocracia, ineficiente, hostil y corrupta.
La política de los proclives al socialismo del siglo XXI, por lo general enfrentó a los elementos más retardatarios o derechistas de la sociedad, mediante una alianza social o electoral interclasista de aquellos deseosos de empujar en sentido del progreso. Este movimiento de integración, culminó en la conformación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), como expresión de la más grande alianza de fuerzas, clases y grupos sociales de toda la región contra la injerencia extranjera, cuya presidencia pro-tempore Cuba ocupó —durante un año— en el 2013.
La muerte de Hugo Chávez en marzo de ese año, representó un fuerte golpe a la corriente progresista que se desarrollaba en América Latina. A partir de entonces el movimiento de izquierda continuó su regresión. Esto se evidenció en Venezuela desde ese mismo momento, cuando en los comicios presidenciales Nicolás Maduro ganó con solo 50.66% del total de votos. Luego se produjo el triunfo opositor (56.2%) en las elecciones legislativas de diciembre de 2015, lo cual puso al gobierno del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) en una difícil posición. Este ya se encontraba muy afectado por el desplome de los precios del petróleo —90% de las exportaciones del país— a la tercera parte de su cotización tradicional.
En Brasil la reelección presidencial de Dilma Rousseff, en 2014, se produjo de igual manera que en los comicios precedentes, cuando el PT ganó el poder ejecutivo pero con una participación minoritaria en el Congreso. La coalición gubernamental se rompió cuando el escándalo Lava Jato de Petrobras salpicó a corruptos políticos del Partido Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que tenían el control del Congreso y la presidenta se negó a respaldarlos. Esto condujo a una artimaña legal mediante la cual se acusó a Dilma de «maquillaje de déficit fiscal», y fue depuesta de la presidencia en 2016 mediante un «golpe parlamentario», que no le pudo probar malversación alguna.
En Argentina, el desgarrado peronismo fue revitalizado por la renovadora gestión presidencial de Néstor Kirchner y su esposa Cristina Fernández. Sin embargo, tras doce años de permanencia en el poder ejecutivo, su innovador Frente para la Victoria (FpV) no logró superar las disensiones internas de esa fuerza política, ni evitó los conflictos con la compleja cúpula de la peronista Confederación General de Trabajadores (CGT), que agrupaba a los asalariados afiliados al oficialismo. Tampoco alcanzó un entendimiento con la progresista y rival Central de Trabajadores Argentinos (CTA), ni con las fuerzas de izquierda. Se llegó así a las elecciones generales del 2015, donde los desunidos políticos proclives al «Socialismo del siglo XXI» presentaron sus propias candidaturas. A su vez el peronista FpV hizo una mala selección de su candidato, debido a las características personales y sociales de Daniel Scioli. Esto condujo a la presidencia al neoliberal Mauricio Macri, quien obtuvo el 51.34% de los votos.
En Ecuador —desde su reelección en 2013— Rafael Correa denunció los intentos desestabilizadores de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), del partido PACHAKUTIK y de una «izquierda infantil». El presidente los acusó de hacerles el juego a la derecha con su exigencia ultraizquierdista de «todo o nada» y esgrimiendo el «pachamamismo» ecologista, opuesto a las actividades extractivas que permitirían el desarrollo de la sociedad ecuatoriana. Este lamentable fenómeno político, unido a las peleas entre facciones o cacicazgos en la propia Alianza PAIS oficialista, provocaron que en 2014 los partidarios de la Revolución Ciudadana perdieran las elecciones en las tres más importantes ciudades: Quito, Guayaquil y Cuenca. En ese contexto se estructuró la coalición UNIDOS, que aglutinaba a PAIS, a dos partidos comunistas y a escisiones de la «izquierda infantil», así como de los movimientos indígenas. Esta novedosa alianza pidió a Correa que se presentara a una nueva reelección en el 2017, a lo cual el presidente se negó rotundamente alegando la pervivencia de tradiciones contrarias a ello en gran parte de América Latina.
En Bolivia en el 2016, tras múltiples éxitos electorales durante una década, el Movimiento Al Socialismo (MAS) perdió el referendo que permitiría a Evo Morales reelegirse nuevamente a la presidencia. Eso denotó la creciente fisura en el movimiento indígena entre quechuas y aymaraes, así como las diferencias entre obreros de las minas en el Altiplano y campesinos de la Amazonía. Tal vez una manifestación del repunte opositor haya sido el secuestro y asesinato del viceministro del interior a manos de cooperativistas mineros, que rechazaban el diálogo con el gobierno. También surgió una tendencia «pachamamista» que se oponía al desarrollo de la economía extractivista. A ella, el presidente ripostó con la pregunta: ¿De qué va a vivir Bolivia si no explota sus recursos naturales?
En Chile, la coalición progresista encabezada por Michelle Bachelet —ya en su segundo período presidencial— fue derrotada en las elecciones municipales del 23 de octubre de 2016. En ella votaron algo menos del 35% de los electores, y de los que ejercieron el sufragio, el 38.45% lo hizo por la oposición derechista, mientras el 37.05% favoreció a los candidatos gubernamentales, que perdieron hasta en Santiago, la capital. Al parecer, los partidarios de la primera mandataria fueron afectados por acusaciones de corrupción lanzadas contra el gobierno, entre cuyos encumbrados políticos algunos también habían sido señalados de financiamiento irregular en sus campañas electorales. Esos resultados adversos se convierten en malos augurios para el oficialismo en Chile.
En Colombia, casi al mismo tiempo, las fuerzas progresistas perdieron el trascendente referendo por la paz. Este era el resultado de años de negociaciones entre el gobierno y las FARC. Pero de nuevo el elevadísimo abstencionismo (aproximadamente las dos terceras partes de la población), provocó la derrota —por unos sesenta mil votos—, del esperanzador proyecto pacificador, que incluía además del cese de hostilidades, múltiples acápites complejos de gran controversia en la población.
En Nicaragua, luego de dieciséis años de gobiernos neoliberales, el sandinismo se recuperó al impulsar una política de alianzas que predicaba Paz y Reconciliación, la cual incluso acogía a ex-contras. De esa manera, en el 2006, Daniel Ortega regresó a la presidencia, en una república muy cambiada. Sus predecesores habían privatizado la mayoría de las propiedades públicas, incrementado al triple el analfabetismo, sumido en la pobreza a gran parte de la población y generalizado la insalubridad. Mientras, una ínfima minoría se enriquecía sin cesar. Entonces se profundizaron los planes sociales, se hicieron completamente públicos los nuevos sistemas educativo y de salud, a la vez que se consolidaba el seguro social antes semi-privatizado. También se creó el Banco de Fomento para financiar en campos y ciudades la producción de los pequeños y medianos empresarios. Se avanzó en la electrificación rural debido a los proyectos conjuntos del ALBA; con la ayuda de Venezuela se construyó un enorme complejo petrolero, que aspiraba a suministrar sus producciones a toda América Central. Se disminuyó la mortalidad infantil. Se declaró al país libre de analfabetismo y se impulsó la Campaña por el Sexto Grado. Se entregaron miles de títulos de propiedad a nuevos dueños en campos y ciudades. A la par se entregaron microcréditos y se estructuró un sistema de Seguridad Alimentaria y Hambre Cero. Con esos avales Ortega prometió un futuro socialista, cristiano y solidario si era reelecto en el 2012. Triunfador, el presidente sandinista acometió en su nuevo período el impactante proyecto de construir un gigantesco canal inter- oceánico a través de Nicaragua, financiado por la República Popular China, lo que dinamizó la economía. Además, en estos años el sandinismo restituyó la propiedad comunal sobre las tierras de los pueblos originarios de la Zona Autónoma antes llamada Costa Atlántica, ahora renombrada —correctamente— como Costa Caribe. Esos éxitos le permitieron a Ortega ganar nuevamente la presidencia —el 6 de noviembre de 2016—, al obtener el 73% de los votos con solo un 32% de abstención.
En síntesis, en América Latina el ciclo revolucionario hacia el socialismo —que se inició en Cuba con Fidel Castro—, avanzó mientras las vanguardias interpretaron correctamente la idiosincrasia o costumbres y aspiraciones socioeconómicas de la mayoría de la población. Después las amplias masas metamorfosearon su moral cuando participaron activamente en la deseada transformación de la sociedad. Pero donde permanecieron pasivas en la consecución de esos cambios —solo como simples espectadoras beneficiadas— su conciencia no se alteró. Ellas mantuvieron volubles sus simpatías o preferencias políticas, lo que permitió la regresión. Los empeños revolucionarios, diversos y múltiples —armados o electorales— también retrocedieron cuando no se tejieron las alianzas necesarias o no se comprendieron suficientemente los anhelos y tradiciones de los habitantes. Pero ese retroceso puede ser revertido en cualquier momento, con disposiciones acordes a la realidad objetiva y subjetiva de cada país. Las vanguardias asimismo deben hacer énfasis en la lucha contra la corrupción y en brindarles a los ciudadanos una ideología revolucionaria, que los comprometa políticamente y les impida incurrir en la indiferencia o la abstención.
BIBLIOGRAFÍA
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