EL 27 de junio seguramente la mayoría de los titulares de prensa que refirieron el fin del desarme de las FARC pudieron ser halagüeños, varios medios calificaron de histórico el día, hablaron de paz concretada, y los más reacios se limitaron a declarar la extinción de ese grupo como fuerza armada. Y ciertamente el día tuvo una significación mayúscula, impensable para muchos desde que comenzara el proceso de negociación que se creía uno más, otra vez fallido. Impensable además si se tiene en cuenta que el camino post acuerdo final no ha sido llano o fácil, por el contrario, incumplimientos, demoras, y la muerte pisando los talones a cada guerrillero salido de la cárcel o desprovisto de fusil es lo que ha primado.
Lo primero es aclarar que contrario a lo que dijera el propio presidente Juan Manuel Santos, las FARC no dejaron de existir con la entrega del 100% de su dotación de guerra, aún no se declaran oficialmente un movimiento político —eso sucederá en agosto, según lo previsto— es una organización que comienza a transformarse, cuando más, ha dejado de tener la A de «armadas» de sus siglas. Pero son, en este minuto, guerrilleros desmovilizados hasta que cambien de nombre y estructura, excombatientes que atraviesan un proceso de tránsito de la ilegalidad a la legalidad, de lo militar a lo civil, en tanto siguen existiendo y por más tiempo sin dudas se le llamará así.
Otro elemento importante de esclarecer es que la totalidad de las armas que se abandonaron en tres fases —primero el 30%, después el segundo 30% y finalmente el 40% restante— hasta llegar al acto formal que tuvo lugar en la Zona Veredal de Normalización de Buenavista, también llamada La Guajira y ubicada en Mesetas, departamento del Meta, son las armas individuales. Naciones Unidas tiene en su poder el 100% del arsenal personal: 7132 de acuerdo con el registro de la ONU. Existen además unas 900 caletas o depósitos ocultos con el armamento pesado adquirido en estos más de 50 años de conflicto y con el inestable de fabricación artesanal. Si bien ya los insurgentes han entregado las señas de su localización geográfica y contenido, aún no se han incautado para su posterior destrucción, apenas se han revisado 77, tal y como expresara el jefe de la Misión de la ONU, Jean Arnault, en la ceremonia oficial del desarme. Por tanto, a partir de ahora, hay 7 mil fusiles menos que empuñar en una guerra que continúa a pesar del discurso oficial; continúa porque hay otros actores del conflicto en acción, dígase el Ejército de Liberación Nacional, dígase ese otro grupo más sangriento, desideologizado y mercantilista que son los paramilitares. Podría ser el vaso a la mitad, pero definitivamente desde la óptica optimista de verlo medio lleno, porque sin las FARC y el Ejército dándose plomo habrá mucha menos sangre derramada.
Lo que sí hay que reconocer es que, si se compara con procesos anteriores de desarme, el de las FARC es el per cápita y porcentualmente más alto de la historia colombiana. Algunas cifras oficiales dan cuenta que en la desmovilización de los paramilitares, se entregó un arma por cada dos mercenarios. En el caso de la negociación con el M-19, se entregaron menos de 300 armas cuando el estimado de integrantes de la organización rondaba los 700. Y en el caso del Ejército Popular de Liberación, EPL, eran 2500 combatientes y se deshicieron de unas 600 armas.
Visto así, como el silenciamiento de los fusiles, coincido con Santos en que la paz es «real e irreversible», o sea, no hay punto de retorno pero con esta masa insurgente con la que hoy implementa un pacto de caballeros desde múltiples aristas. «Hoy 27 de junio para mí y para los colombianos es un día muy especial, un día que jamás olvidaremos, el día en que las armas se cambiaron por las palabras» afirmó el presidente colombiano, pero será verdaderamente especial si la violencia queda realmente proscrita de toda la vida política del país, porque no solo los guerrilleros la generaban.
Ciertamente las FARC le cumplieron a Colombia, como expresara su máximo líder, Timoleón Jiménez (Timochenko) y dieron su «adiós a las armas», su «adiós a la guerra». Esperan ahora que el gobierno —el que está de salida y los por venir— le cumplan a ellos la letra chica del acuerdo. Timochenko recordó que «la guerra interna nació del cierre de las vías legales» y que «la paz significa que la participación política estará abierta a todos».
La parte oscura de esta realidad es que con los guerrilleros de las FARC desarmados, la inminencia de promesas rotas por parte del ejecutivo crece. De hecho, uno de los rostros más conocidos de la insurgencia, Jesús Santrich, el rebelde invidente de verbo audaz que fungió como negociador plenipotenciario en La Habana, se declaraba en huelga de hambre ante lo que considera «el incumplimiento sistemático de los acuerdos por parte del gobierno». La protesta estaba directamente relacionada con la no aplicación de la Ley de Amnistía, aprobada en diciembre del año pasado, y por la cual 3 mil 400 presos de las FARC debían ser beneficiados, sin embargo, hasta la fecha solo se han liberado 832.
Ahora bien, a pesar de todo, la dejación de armas de la que, como aseguraron las FARC, jamás hubo una foto de un guerrillero entregándola a su adversario o la ONU, es el acontecimiento más importante en 53 años de guerra, mucho más que la firma del acuerdo final de paz en noviembre pasado. Es punto de partida, que si sale mal, generará un efecto contrario en un país en el que la violencia tiene una triste tendencia a volverse endémica.
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