Los cubanos estamos acostumbrados a despertar pasiones políticas por doquier. Los amigos nos aman de manera incondicional, los enemigos nos odian sin importar razones. Es algo que no podemos evitar. Cuba y su Revolución despiertan un magnetismo, aun en estos días, del que nadie puede escapar. Los que vivimos en la Isla lidiamos a menudo con preguntas capciosas, con dudas que parecen irreales. Una y otra vez, con paciencia de monjes, nos damos a la tarea de recordar la historia para aquellos que solo han escuchado distorsiones al respecto.
Para dañar la Revolución existen todo tipo de historias siniestras. Por estos días se reviven aquellas relacionadas con la muerte de Camilo Cienfuegos. Abundan los videos, las hipótesis, las muchas versiones de su desaparición. Algunos aseguran que no murió, que solo huyó de Cuba; otros hablan de un plan para «desaparecerlo del mapa…». Tantas mentiras consiguen confundir a no pocos. Las promotoras culturales de la Editorial Capitán San Luis, que ofertan nuestra literatura en el mercado de frontera, cuentan anécdotas de personas que llegaron con «la verdad de la muerte de Camilo» y se quedaron absortos leyendo[1] las verdades de su amistad con Fidel, de la devoción que le profesaban todos los cubanos, de las largas horas buscando su avioneta desaparecida, de las lágrimas incontenibles ante la irremediable tragedia, de su último discurso en la terraza norte del Palacio Presidencial donde arremetió contra el traidor Huber Matos ante una multitud.
Mucho se ha hablado sobre el tema. Fidel lo dijo hace muchos años; la guerra más importante es la de las ideas. Atrás van quedando las trincheras tradicionales para dar espacio a la guerra de las ideas y los símbolos. Cada generación con sus retos. Hoy, el nuestro es contar nuestra Historia, humanizar a nuestros héroes, sentirlos en carne propia, vibrar con el pasado, pues solo así seremos capaces de defender nuestro presente.
No soy especialista en el tema. Soy apenas una cubana que vive en Cuba, que sale todos los días a la calle sabiendo que en su camino puede encontrar a un amante de la Revolución, de esos que puede besar nuestro suelo, que se abraza al país y deja un pedazo de su corazón cada vez que se aleja o por el contrario, con alguien que no comprende, que aprovecha la ocasión para echar sal sobre la herida que aun duele por la pérdida de Camilo Cienfuegos.
De aquellos terribles días de octubre de 1959, todavía no se olvidan quienes lo vivieron. De la angustia, la incertidumbre, del dolor de Cuba se aprovecharon los enemigos de entonces, algunos todavía insisten en inyectar su odio. La siguiente anécdota lo recoge:
Algunas radioemisoras locales —luego se supo que eran extranjeras— sin la debida confirmación oficial, difundieron la falsa noticia de que Camilo Cienfuegos y sus compañeros habían sido hallados a bordo de una embarcación en las inmediaciones de Cayo Largo, provocando las más emocionantes demostraciones de júbilo popular.
Espontáneamente, más de 3 mil personas abandonaban sus ocupaciones cotidianas cuando cerraron los centros laborales tres horas antes de lo usual para, con la consigna ¡A Palacio!, congregarse a las cuatro de la tarde frente al Palacio Presidencial. Portaban en alto retratos del Héroe de Yaguajay, las fachadas se engalanaron con banderas cubanas, los automóviles hacían sonar sus bocinas en coro revelador de la alegría ciudadana. En pocos minutos La Habana se desbordaba de la gran emoción y entusiasmo que sentía el pueblo al creer a salvo a Camilo y sus acompañantes.
Tan pronto se conoció la infame noticia, Raúl Castro, entonces Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, se comunicó con los mandos de todos los cuerpos. El comandante Juan Almeida, tras el viaje que hizo en helicóptero para confirmar el anuncio, expresó ante la prensa: «desgraciadamente no hemos encontrado a los compañeros desaparecidos, hemos registrado toda la zona de Cayo Largo sin encontrar señales de ninguna clase».
La tristeza entonces fue mayor que la de una semana atrás. A las cinco de la tarde la bulliciosa emoción se tornó en intenso dolor. Algunos se retiraron en profundo silencio; otros se negaban a admitir la nota oficial dada por la Secretaría de la Presidencia. Jamás un pueblo había visto burlados tan infamemente sus sentimientos.[2]
De Camilo pudiera decirse mucho, su sonrisa ancha, su sombrero alón, el hombre que compartió su lata de leche condensada con el Che, el Héroe de Yaguajay, el Señor de la Vanguardia… los epítetos no consiguen recogerlo íntegramente. Cuentan los abuelos que cuando él llegaba, la gente no lo dejaba avanzar, querían abrazarlo, tocarlo, tenerlo siempre cerca. El hombre que siempre tenía una broma a flor de labios, el amigo entrañable del Che, de Fidel, de la Revolución. Cuando se acerca octubre volvemos a sentirlo de cerca, a pesar de los esfuerzos por manchar su nombre con historias terribles. Cada octubre nos trae el dolor de no tener su sonrisa; pero nos trae también la fuerza necesaria para defenderlo de mentiras y odios, porque Camilo fue y será siempre un hombre de pueblo.
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