Proposiciones

Cuentos de Playa Girón

19 abr. 2017
Por

La balsa de goma se separó de la embarcación rápida y sus ocupantes, cinco hombres ranas y el oficial al mando Grayston Linch, (Gray), silenciosos, la dirigieron hacia la costa. Sus rostros, al igual que las ropas que usaban, trusas, camisetas y patas de rana, estaban teñidas de negro.

Remaron hacia el extremo derecho, donde un alto malecón les ocultaría de cualquier mirada furtiva, aunque los informes de Inteligencia señalaban que la zona estaba prácticamente despoblada, y los pocos cubanos en tierra eran constructores que edificaban un centro turístico y que por ser domingo, se encontrarían en sus casas, en lugares distantes.

La información era exacta.

Un rato después, al comprobar que la profundidad era aproximadamente de dos brazas, los cinco nadadores se sumergieron. Grayston permaneció tendido sobre la balsa, con el cañón de su fusil automático apuntando sobre la proa.

Los hombres ranas se estacionaron a intervalos, y comenzaron a nadar hacia la playa observando el fondo del mar en busca de obstrucciones.

Los pasos entre los obstáculos que se alzaban en el fondo marino fueron señalados con boyas y los puntos más convenientes para varar los lanchones LCU y LCVP que conducirían los equipos blindados, las armas pesadas y las tropas, marcados con luces de posición, visibles solo desde el mar, donde aguardaba la flota.

Era la Hora H del Día D. La Brigada de Asalto 2506 se aprestaba a realizar un desembarco anfibio y aéreo, con la misión de conquistar una cabeza de playa en una franja de tierra firme, de naturaleza inhóspita y vegetación exuberante, aislada del resto de la isla de Cuba por una vasta ciénaga. Allí establecerían una base desde la cual realizarían operaciones terrestres y aéreas contra el gobierno de Fidel Castro, y entre los días D+3 y D+5, se constituirían en un gobierno provisional, y solicitarían a las naciones occidentales, en particular latinoamericanas, reconocimiento oficial y ayuda militar para su consolidación. A tales fines, un mes antes se había anunciado al mundo la formación del Consejo Revolucionario Cubano (CRC).

Un hombre no comprometido con los gobiernos anteriores, quien había ocupado el cargo de Primer Ministro en el gabinete revolucionario de enero de 1959, José Miró Cardona, emergió como presidente. Media docena de otras personalidades de la vida política cubana figuraban en el ejecutivo, que era considerado el núcleo del gobierno provisional.

Aunque toda la operación corría a cargo del gobierno estadounidense, se habían tomado las medidas para que apareciera ante el mundo como una acción de los exiliados cubanos contrarios a Fidel Castro. Esa era la condición básica.

Antes de aprobar el plan, el presidente John F. Kennedy había insistido en que no habría una abierta participación de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Su decisión estaba determinada por la correlación de fuerzas entre el este y el oeste en ese momento. El Presidente norteamericano sabía que si autorizaba la intervención de la marina o la aviación, no podría pensar en la derrota, y ello supondría un probable ataque masivo contra Cuba, lo que podría llevar a EE.UU. a una guerra con la URSS o la pérdida de Berlín, donde esta potencia podría tomar la iniciativa; sin anular su acción en cualquier otro lugar del planeta. Además, y no menos importante, un ataque contra Cuba supondría una resistencia enconada de los partidarios de la Revolución, que según algunos estimados de Inteligencia constituían una abrumadora mayoría.

Teniendo en cuenta la decisión del ejecutivo, la Operación Pluto había sido preparada y aprobada por sus gestores para ser ejecutada con éxito sin la ayuda masiva norteamericana. El desembarco estaba inspirado en la operación anfibia más compleja de toda la guerra del Pacífico: el asalto a Okinawa; y en la de Inchón, en Corea del Norte. Allí, los norteamericanos se habían tenido que enfrentar a costas sin puertos, donde los puntos de desembarco eran playas. No era casual entonces que al frente de la Brigada 2506 se encontrara el coronel del US Marine Corp. Jack Hawkins.

Pero a diferencia de las playas de Okinawa, infestadas de nidos de ametralladoras, las de Bahía de Cochinos se encontraban prácticamente desguarnecidas. Fidel Castro conocía de los preparativos de una invasión. No es posible ocultar del enemigo la preparación de un ataque convencional, frontal y masivo. La historia es testigo de ello. Pero la dirección del Gobierno Revolucionario desconocía dónde, cuándo y cómo sería la invasión. Debido a esto había tenido que diseminar sus fuerzas a lo largo de una isla con 5 746 kilómetros de costas. Otro golpe de suerte para la Brigada de Asalto se sumaba a lo anterior. El comandante Fidel Castro, varios días antes, había ordenado situar un batallón de las milicias en el lugar de desembarco, pero dificultades y carencias en la organización militar de aquellos días, impidieron ejecutar la orden, y en la madrugada del Día D, Playa Azul (Playa Girón), principal punto de la cabeza, estaba defendida sólo por media docena de carboneros integrados en la milicia del lugar.

Las fuerzas militares de cierta consideración más cercanas al área de desembarco se hallaban en el central Australia, a 30 kilómetros de Playa Roja (Playa Larga) y a 74 de Playa Azul.

La información sobre la ausencia de fuerzas enemigas de consideración en las costas se le había brindado al estado mayor de la Brigada durante el briefing de despedida. Por eso ahora, sobre la cubierta de los barcos que los habían trasladado desde la costa del Atlántico en Nicaragua hasta la sur de Cuba, los jefes militares observaban con inusitada ansiedad las señales lumínicas que marcaban los pasos entre los obstáculos y los puntos de desembarco. Aparecían ante sus ojos en línea recta, paralelas a la costa, brillantes como las estrellas.

(…)

La batalla inevitable

Jesús Villafuerte Vázquez regresó con un ramo de flores. Las había tomado de los jardines de las casas que se alzaban en los alrededores del central. Entró al cuarto donde dormían los milicianos de su escuadra y las colocó junto al retrato de su novia; luego llenó un vaso con guarapo y lo situó sobre la pequeña mesita frente al rostro sonriente de la joven. La novia de Jesús había muerto el 17 de abril de 1960, justo un año atrás, luego de caer de una escalera y golpearse la cabeza. Además, el día de la tragedia la muchacha cumplía 18 años. Las flores eran para recordar su muerte y el guarapo, para celebrar el cumpleaños. Él la recordaba con mucho amor y desde que el batallón había sido movilizado el 5 de enero, cuatro meses atrás, su retrato le acompañaba siempre.

Jesús era jefe de escuadra y entre sus subordinados se encontraba su padre, Ángel Villafuerte. Ambos habían participado en las operaciones de la Limpia del Escambray.

En los primeros días de abril de 1961, el batallón 339, integrado por 528 obreros y estudiantes de la ciudad de Cienfuegos, recibió la orden de abandonar esas montañas. Para entonces, la insurgencia había sido derrotada. En la finca La Campana entregaron los fusiles automáticos FAL, de fabricación belga, muy superiores a los que usaba el ejército norteamericano. En el aeropuerto, donde se concentraron para salir hacia su nuevo destino recibieron M-52, de fabricación checa, que no disparaban ráfagas, muy inferiores a los FAL. El cambio reducía considerablemente el poder de fuego del batallón y muchos lo maldecirían en la madrugada del 17 de abril.

Nueve días antes de aquella noche, que sería la última en la vida de Jesús Villafuerte, y después de una semana de descanso, los efectivos del batallón fueron citados para el club asturiano.

—Pipo, ¡qué bueno!, otra vez juntos— le dijo Jesús cuando conoció que estaría nuevamente al mando de la escuadra.

El 10 de abril llegaron al central Australia y dos días después, se enviaron a cinco milicianos hacia Playa Larga, distante 29 kilómetros del central, con la misión de montar un puesto de observación y custodiar la microonda que había en la playa. José Ramón González Suco marchó al frente de estos hombres. Fue él quien en la madrugada del 17 comunicó que se observaban luces y movimientos en el mar. Néstor Ortiz, el operador de guardia, entregó el mensaje al capitán Cordero, jefe del batallón; un rato después recibía otro de Suco: «Una lancha está desembarcando y dispara hacia la playa. Tenemos esta gente encima. Vamos a romper la planta y nos vamos para la trinchera».

El mensaje no dejaba lugar a dudas y Cordero ordenó formar el batallón.

Jesús salió del cuarto y antes de cerrar la puerta, lanzó una última mirada al retrato de su novia. La vela que lo iluminaba estaba a punto de consumirse.

«Mi hijo Jesús era jefe de escuadra del tercer pelotón de la tercera compañía, que fue la designada por Cordero para moverse para Playa Larga. No había transporte para el resto de la tropa. Habíamos adelantado como 20 kilómetros cuando el chofer del camión, que era civil, de esos que tiran azúcar, se acobardó. Nos dijo que el petróleo se le estaba acabando y que no podía llegar allá. En una de esas, detuvo el camión. Entonces Jesús le dijo: ‘Mira, si tú no puedes seguir, mi papá sabe manejar camiones y él nos lleva hasta la playa’. Entonces el hombre siguió. Cuando llegamos a una curva, muy cerca de la playa, nos apeamos, nos desplegamos», contó Ángel. El parque que llevaban estos hombres era sumamente escaso: 60 y 80 cartuchos para cada fusil M-52; 90 para las subametralladoras checas y 200 para las 3 ametralladoras BZ. Algunos milicianos llevaban cargas inferiores.

El pelotón agazapado. ‘Cuéntame la gente, Solís’. ‘Veintisiete y tú veintiocho’. Le digo a la gente de las tres BZ que le quiten las cintas y le pongan los peines. Teníamos 200 tiros para cada BZ y 80 por cada fusil, una mierda en comparación con lo que nos pusieron ellos. Por último le digo a la gente que no tire si yo no lo hago. Empezamos a avanzar en medio de aquella noche por el terraplén. Habíamos avanzado poco, cuando uno de los hombres me dice, bajito: ‘Teniente —yo no era teniente, parece que el hombre estaba nervioso—, por ahí viene gente’. Al colocar la BZ al suelo, las paticas sonaron. Entonces oímos a uno de los que venía. ‘¡Alto ahí! ¿Quiénes son ustedes?’ ‘El 339 de Cienfuegos —le respondí—, ¿y ustedes?’ ‘La compañía E del segundo batallón’. ‘Eso no existe en Cuba’. Entonces un mercenario por el otro flanco nos grita: ‘Somos del Ejército de Liberación, no vinimos a pelear contra ustedes’.

‘¡Ríndanse!’ ‘¡Fuego!’ —grité.

Se formó un volumen de fuego del carajo. Un rato después ellos dejaron de disparar y nosotros también. Se hizo tremendo silencio. Entonces escuché claramente cuando uno de ellos le decía a otro:

‘Oye, tengo un ruido de teléfonos en el oído’. ‘Y yo sed’. Escucho que dicen que uno está herido y se lo llevan. Entonces volvieron a disparar, ahora con ametralladoras pesadas y nosotros con lo que teníamos. Nos habíamos replegado al otro lado de la cuneta y desde allí ripostábamos, pero la diferencia era mucha. Los fusiles checos eran tiro a tiro. Yo sabía que si nos venían para arriba, nos acababan, pero ellos no se atrevieron. Escuchábamos las señas y contra- señas que se daban: ‘Águila, Águila:’, y el otro respondía: ‘Águila negra’, ‘si no me dices la contraseña rápido, te disparo’. Se notaban nerviosos. Otro habló, al parecer por un equipo de radio y decía:

‘Señor oficial: —porque ellos se trataban de usted—, desde que estoy aquí, en la pieza, no nos han mandado agua ni municiones ni relevo. Si no me manda el relevo, abandono la pieza’. Al menos, ese podía pedir. Nosotros no teníamos equipos de comunicaciones, ni agua y las municiones se nos estaban agotando.

Jesús Villafuerte Vázquez había ordenado a sus hombres separarse entre sí varios metros. Él se había situado al centro, junto al operador de la BZ. El padre se había corrido y al clarear, Jesús descubrió que lo tenía a su lado. No le llamó la atención por haber abandonado su puesto, sabía que el viejo no se iría de allí. A la BZ se le había acabado el parque y ahora los hombres disparaban esporádicamente hacia las líneas enemigas, más bien para decirles que seguían ahí, que no se habían retirado. Pero ahora, con la claridad, en medio de aquella tierra desbrozada por las bulldozers, los milicianos del 339 ofrecían un fácil blanco.

Edgar Butari, el jefe de la escuadra de la compañía E donde se encontraba José Ramón Pérez Peña, el exempleado del Ten Cents de Camagüey, se colocó su Garand de precisión al hombro y comenzó a cazar a los milicianos que se aplastaban contra la tierra, 80 metros más allá, al pie del terraplén.

Jesús cambiaba al personal de un lugar para otro, tratando de ofrecer un menor blanco. En eso escuchamos el motor de un camión, venía derecho hacia las posiciones de los mercenarios. La parte de atrás estaba sin barandas y desde nuestra posición pudimos ver a varias mujeres. En ese instante le dispararon con un cañón o con una bazuca. El camión saltó por los aires.

Aquello hizo explosión, así, ¡POW! Saltó en el aire y cayó envuelto en llamas. Entonces vimos que había tres mujeres y dos niñitas. Eso era todo en el camión, y un par de milicianos. No sé cómo sucedió aquello, pero eso fue lo que sacamos: tres mujeres y dos niñas muertas.

(…)

Unos metros más allá del lugar donde aún ardía el camión, Ángel y Jesús Villafuerte buscaban algún abrigo en aquel claro. No veían a los hombres de la compañía E, pero estos sí a ellos. Se habían posesionado de una pequeña elevación donde existían varios hoyos, pues en el lugar se construía una gasolinera y desde allí divisaban perfectamente la carretera a ambos lados. Los hombres de la escuadra de José Ramón Peña continuaban cazando milicianos. «Después que había aclarado, las balas nos picaban muy cerca y habían matado y herido a varios del batallón. Fue entonces que Jesús dijo: ‘Pipo, estoy herido’; me acerqué a él y lo toqué, pero no le vi ninguna herida. Entonces le hablé y no me respondió. Se había desplomado. Lo volteé y la bala le había entrado por el otro costado. Le di un poco de agua y le corrió por la cara. Estaba muerto. Entonces me quedé allí, mirándolo, sin saber qué hacer. Me dio por ponerle la gorra. No lo quería creer. Un compañero me dice: ‘No te muevas, que nos están cazando’».

Poco después, Ángel era herido a sedal y retirado hacia el pueblo de Jagüey Grande.

Después que me curan en el hospital fui para la funeraria a buscar el cadáver de mi hijo. Pero allí no estaba. Me dijeron que como era de Cienfuegos lo habían mandado para allá.

Al llegar a la ciudad, fui derecho a la funeraria Pujol, donde yo trabajaba, pero tampoco estaba allí. Entonces fui a mi casa. Cuando mi mujer me vio sin el muchacho, se asustó. No tuve el valor de decirle la verdad. Le dije que estaba herido. Entonces fui para Aguada de Pasajeros y allí tampoco estaba. Todo este recorrido fue pidiéndole a la gente que me llevara. Nuevamente regresé para Jagüey. Jesús estaba tendido en la funeraria. Llamé a mi patrón y me mandó el coche fúnebre. Le eché hielo seco en la caja y salimos para Cienfuegos. Por el camino iba pensando cómo le iba a decir a mi mujer que al muchacho nos lo habían matado. Poco tiempo después ella murió. No se repuso.

Para Ángel Villafuerte Ayala, la guerra acabó allí, en aquel instante. Sin saberlo, su resistencia, la de su hijo y sus compañeros, desde la madrugada, había deshecho una parte del plan de la Brigada de Asalto. Habían impedido que la compañía E avanzara hacia el norte, cuatro kilómetros, hasta el poblado de Pálpite, justo donde se iniciaba la Ciénaga, en el extremo de la cabeza de playa, lugar donde se unirían con los paracaidistas. Los efectivos del batallón dos detuvieron su avance apenas establecieron combate con los milicianos de 339. Se les había asegurado que la mayoría de las milicias se les unirían. Por eso quedaron sorprendidos con aquel « ¡Fuego!» como respuesta a la proposición de rendirse.

Con palos y piedras

Mejor suerte corría la compañía lanzada en las proximidades del central Covadonga. Inmediatamente ocuparon los caseríos y bateyes a lo largo del camino hacia Girón y situaron un puesto de avanzada en un punto muy próximo al central Covadonga, pero no se aventuraron a avanzar sobre este.

Testimonio de Julio Somoza, poblador de Jagüey Grande:

Como a las 6:00 de la mañana sonó distancia, un timbre largo y descuelgo:

—Mire, de acuerdo con lo que está sucediendo ahí, vamos a establecer una línea directa con el Punto Uno. La seña es ‘Muerte al invasor’ y la contraseña ‘Venceremos’. Entonces oigo la voz inconfundible de Fidel.

—Oye, ¿qué cosa tú eres ahí?

—Yo, el telefonista, Comandante.

—Pero, ¿qué más, cojones?

—Yo soy miliciano aquí.

—Bueno, ¿qué está pasando por ahí?

—Que están invadiendo por Playa Girón, son gente con trajes pintorreteados. Fidel, lo que nosotros necesitamos es que nos mandes armas para acá, chico.

—¿Y cuántos milicianos son ustedes?

—En el central tenemos 180 milicianos, pero sin armas. Necesitamos armas.

En eso me dicen que están tirando paracaidistas. Se lo digo a Fidel y voy a verificar. Salgo al portal de la oficina en el central y alcanzo a ver a algunos todavía en el aire. Alguien me grita que contó 24. Regreso al teléfono. Lo levanto.

—¡Muerte al invasor! —era Fidel.

—¡Venceremos! —respondo— los que se han tirado son 24.

—¿A qué distancia?

—A dos kilómetros.

—Deja ver —parece que estaba frente a un mapa—. ¿A qué distancia de Covadonga y en qué lugar?

—¿Usted ha estado en Covadonga?

—Sí.

—Saliendo de Covadonga, por la carretera que va para Playa Girón, en una curva donde hay un molino de viento, ahí, en ese limpio que hay ahí, se tiraron.

—¿Tú sabes si ellos están avanzando o se repliegan?

—No sé, parece que no avanzan porque con los pocos fusiles que nosotros tenemos aquí, hay unos compañeros regados que les están haciendo disparos esporádicos. Fidel, ¿por qué tú no nos mandas armas?

—¿Y cuántas armas tienen ahí?

—Tenemos 11 armas, tenemos ocho fusiles M-52, dos Springfields y una carabina brasileña.

—¡Cojones!, con esas armas me paro yo ahí y no dejo caminar a esa gente. Ustedes lo que están es apendejados.

—No, chico, no; si estamos pidiendo armas cómo vamos a estar apendejados.

—Oye, no me plantees más problemas de armas, ármense ahí con machetes, con palos y con piedras, pero no se dejen coger el central, ¡cojones!

De inmediato le dije a la gente lo que decía Fidel. Entonces los compañeros de las Organizaciones Revolucionarias Integradas dudaron de que yo estuviese hablando con Fidel y vienen a verme.

‘Oye Chelé, ¿tú estás seguro que ese que está hablando contigo es Fidel?’ Me puse cabrón. Levanté el teléfono, sale Fidel.

—¡Muerte al Invasor!

—¡Venceremos! Oye Fidel, aquí los compañeros de las organizaciones dudan que sea usted el que me está dando orientaciones.

—Pónmelos ahí.

Escucho el de las ORI decir: ‘Sí, Comandante; sí Comandante; sí Comandante’. Y colgó. ‘Es Fidel, hay que armarse con machetes, pero no pueden coger el central’ y salió disparado.

Como a las nueve de la mañana ya la gente del central se había posesionado con lo que tenía. Había mucha efervescencia y la población estaba enardecida. Hubo gente que fue a Cienfuegos a buscar un arma y regresó. El pueblo pedía armas. A los contrarrevolucionarios del pueblo que eran como 40 los habían recogido y se los llevaron para Rodas.

A las 12:30 o la 01:00 aproximadamente, pasan varios camiones con milicianos. Cojo el teléfono.

— Punto Uno, ¡Muerte al invasor!

— ¡Venceremos!

— Fidel, ya se jodieron estos cabrones.

— ¿Por qué?, ¿qué pasó ahora?

— Están pasando las tropas.

(…)

A las 5:30 del 19 de abril

Al oeste, los policías y milicianos irrumpían en Girón, luego de un ataque de la Fuerza Aérea Revolucionaria donde participaron dos B-26, dos Sea Fury y dos T-33, en lo que sería el colofón de tres jornadas ininterrumpidas de misiones con el saldo de ocho B-26 derribados, dos barcos y tres barcazas de desembarco hundidos y otras tantas misiones de cobertura aérea al desplazamiento de las tropas revolucionarias.

A las cinco y treinta de la tarde entramos todos a Playa Girón. En la segunda curva, en la cuneta, detrás de un montículo de arena se ve un tanque destruido y un mercenario muerto sobre el mismo. Más adelante hay otro tanque destruido y a continuación un camión comando con la plataforma donde tenía una calibre cincuenta destrozada. En la cuneta hay una pierna cercenada. El cuerpo a lo mejor está con vida por ahí. No alcanzan los ojos para ver tanto armamento abandonado por distintos lugares de la playa y el pueblecito, sobre todo, los cañones, morteros y bazucas. Hay tres tanques y varios camiones artillados con ametralladoras cincuenta. Es una explosión de alegría, de inmensa alegría en todos los rostros de aquel mar de gentes que entra en Girón: policías, civiles, milicianos, rebeldes [...].

El capitán Fernández también entraba en Girón encima de un carro blindado; a lo lejos, en el mar, las siluetas de dos destroyers norteamericanos se habían disipado. Pero dos horas antes llegaron a estar a tiro de los cañones bajo su mando.

«A los barcos, capitán, a los barcos, capitán». Fernández miró al mar y descubrió dos barcos de guerra que estaban en los límites de nuestras aguas jurisdiccionales, entonces de solo tres millas y se acercaban peligrosamente a la costa, frente a Playa Girón. Desde que la clase de guardia en el campamento de Managua lo despertaran diciéndole que Fidel lo llamaba por la micro, habían transcurrido 62 horas; y al igual que los hombres que le acompañaban, estaba sediento, hambriento y agotado. Pero hasta unos segundos antes se había sentido eufórico, la victoria era cuestión de horas, tal vez un par. En el ancho bolsillo de su camisa verde olivo, se agolpaban decenas de mensajes, él recordaba uno, el último, recibido al mediodía, en él le decían provocativamente: «Te van a tomar los otros compañeros Girón si no te apuras».

Y ahora, a través de los los prismáticos Zeiss, los cañones del destroyer US Eaton aparecían desenfundados, listos para abrir fuego. A su espalda, sobre la nuca, Fernández sentía la presión de las miradas de todos sus hombres que enardecidos seguían clamando: «A los barcos, capitán, a los barcos».

De pronto se halló en una encrucijada dramática, como en las tragedias griegas: «¿Por qué a mí?», tal vez se preguntó. La Revolución, a la que se había entregado en cuerpo y alma, había acelerado su ritmo cardiaco, en lo adelante, como toda la nación cubana, había vivido de taquicardia en taquicardia. Pero ahora, parado sobre los acantilados, sosteniendo los prismáticos ante sus ojos, experimentó una sensación de engarrotamiento en sus sentidos y un peso descomunal sobre su cabeza, como nunca antes y deseó tener a su lado otros compañeros de jerarquía con quien consultar.

Mas estaba solo, completamente solo. No habían equipos de comunicaciones, durante toda la batalla había utilizado mensajeros que debían recorrer largas distancias. Y él no disponía de tiempo. Tenía que tomar una decisión sin demora.

Para complicarlo todo aún más, descubrió pequeñas embarcaciones que se estaban moviendo entre la costa y los barcos. Al parecer, unas venían, otras iban. Si daba la orden por la que clamaban sus artilleros, con seguridad impactaría en los destroyer, ocasionando bajas a la marina estadounidense. Desconocía que ese sería el ansiado pretexto que buscaban los halcones en el Pentágono y la CIA para evitar la catástrofe.

El almirante Burke, el general Lyman Lemnitzer, Dulles, Bissell, y otros, en la madrugada, en la oficina oval de la Casa Blanca, en medio de una atmósfera cargada de reproches y miradas enconadas, habían exigido al Presidente la escalada que conduciría irremisiblemente a la intervención directa, pero este se había negado de forma tajante. Con un sinnúmero de oficiales y marines muertos y heridos, y el consiguiente escándalo en la prensa sensacionalista, a Kennedy no le hubiera quedado otro remedio que darles luz verde a los militares. La nación cubana se hubiera visto enfrascada en una guerra sin cuartel, defendiendo pulgada a pulgada el suelo patrio, ciudad por ciudad, casa por casa, montaña tras montaña, al precio de cientos de miles, tal vez millones de vidas humanas, hasta lanzar al mar al último de los invasores, o perecer en la contienda.

El «Gallego» Fernández ordenó alinear los cañones de 85 milímetros y los tanques, casi directamente en el agua. A su izquierda alineó los 10 cañones autopropulsados SAU-100. «¡A los barcos no, a los botes», ordenó.

No estaba dispuesto a dar la excusa para iniciar represalias y escalar la guerra. Además, había razonado que no era lógico que los destructores vinieran en zafarrancho de combate y atacaran sin la cooperación de la aviación.

Fernández era un oficial imponente, profesor de oficiales y cadetes. Nadie se atrevería a moverle el piso bajo sus pies. Los artilleros comenzaron a disparar hacia los botes, aunque muy cerca de los barcos de guerra norteamericanos. Tan cerca, que algún que otro disparo hizo pensar a algunos oficiales en el US Eaton que le estaban disparando.

(…)

Durante la Conferencia Académica «Girón 40 años después», el Comandante en Jefe Fidel Castro, acostumbrado a tomar decisiones trascendentales, en tono de broma, y reafirmando su aprobación por la decisión adoptada por el capitán Fernández, le preguntó:

—¿Con quién consultaste?

Fernández abrió los brazos en plegaria, y dibujando una sonrisa, respondió:

—Estaba solo, con quién iba a consultar, ¿con los dioses?

Días después, el presidente norteamericano John F. Kennedy, reconocía ante el mundo que la invasión había sido obra de su administración y asumía toda la responsabilidad. Casi al finalizar expresó: «La victoria tiene muchos padres, la derrota es huérfana».

enviar twitter facebook

Comentarios

0 realizados
Comentar