13 dic. 2021
El presidente Joe Biden inauguró un encuentro virtual sobre democracia en el que se dieron cita representantes de más de un centenar de gobiernos, algunos tan cuestionablemente democráticos como Pakistán, Brasil y Turquía; Taiwán, un país legalmente inexistente, además de Juan Guaidó, un señor venezolano que desde 2019 se dedica a robarse los activos de su país con respaldo de Washington, pese a que la Asamblea General de la ONU ha reconocido a Nicolás Maduro como representante legítimo de Venezuela –con la oposición de sólo 16 de 193 representantes–, entre otras razones, porque ostenta la presidencia como resultado de la voluntad popular.
Lo que más ha llamado la atención de los comentaristas de la gran prensa es, en efecto, la lista de invitados al encuentro. Es raro que Biden haya excluido a sus aliados de Hungría, Ucrania y Turquía, que podrán ser impresentables, pero que llegaron al poder en elecciones democráticas; raro, que no haya invitado a Bolivia, donde Washington coauspició, junto con la OEA, un golpe de Estado manifiestamente autoritario y donde la institucionalidad se recuperó gracias a la convicción democrática de su pueblo; raro, que haya excluido a Honduras, donde, a pesar de todo, se reconoció el triunfo contundentemente democrático de la opositora Xiomara Castro en las elecciones de hace unas semanas.
Pero lo más raro es que el gobierno de Estados Unidos pretenda presentarse como un humilde promotor de la democracia, porque su sistema político no entra ni con lubricante en la definición clásica, su historial de destrucción de la democracia en otras naciones es pavoroso –Guatemala 1954, Chile 1973, Honduras 2009, Bolivia 2019, para citar la lista clásica– y encima tiene la arrogancia de definir quién es o no demócrata.
Para decirlo con claridad: el poder en Washington no se conforma de manera democrática, sino que pertenece a una partidocracia bicéfala, en el mejor de los casos, o incluso a una oligarquía: no hubo, ni en el siglo XX ni en lo que va del XXI, un solo presidente que no perteneciera al Partido Demócrata o al Republicano, que no fuera integrante de la clase política o que no poseyera una respetable fortuna en millones de dólares, y los outsiders sólo por excepción justificatoria logran llegar a las cámaras del Capitolio. Y la mayoría de los estadunidenses está de acuerdo con esto: según un sondeo divulgado por AP, en febrero pasado, sólo 16 por ciento de ellos considera que la democracia funciona bien en su país.
Más: si alguien anda en busca de fraudes electorales, puede encontrar varios ejemplos en la historia de Estados Unidos, empezando por el de 1876, que se caracterizó por la intimidación masiva de votantes negros en estados como Carolina del Sur, Florida y Luisiana y que, ante la indefinición de los resultados, culminó en el Compromiso de 1877, que entregó la Casa Blanca al republicano Rutherford B. Hayes y dejó a los confederados manga ancha para construir un sistema legal de apartheid en el sur; o el de 1888, cuando el republicano Benjamin Harrison compró votos al por mayor para ganar la mayoría en el colegio electoral y quedarse así con la presidencia, pese a que la mayoría del sufragio nacional favorecía a su rival demócrata Grover Cleveland; o el de 1960, cuando los demócratas hicieron alquimia en Texas e Illinois para asegurarle una mayoría de electores a su candidato John F. Kennedy; o el de 2000, cuando el gobernador de Florida, Jeb Bush, instauró un sistema de votación tramposo para conseguirle a su hermano unos pocos centenares de votos que le dieron la mayoría del Colegio Electoral, el cual lo declaró presidente a pesar de que en los votos totales el ganador fue el demócrata Al Gore.
¿Derechos humanos? Seamos serios: Estados Unidos es responsable de las atrocidades de Guantánamo y Abu Ghraib, en sus ciudades es necesario salir a las calles a gritar que las vidas de los negros sí importan, porque las corporaciones policiales no lo saben, y un afroestadunidense o un latino tienen muchas más probabilidades de acabar en la cama de la inyección letal o de ser condenado a penas severas de prisión –sea culpable o no– que un integrante de la mayoría blanca; el Poder Judicial ha obligado a Biden a proseguir la inhumana política de su antecesor hacia los migrantes, y tanto demócratas como republicanos están empeñados en culminar una odiosa venganza judicial contra Julian Assange por el hecho de haber contado al mundo la verdad sobre una institucionalidad corrupta, sangrienta, autoritaria y nada democrática, como la de Washington.
Con perdón de los simpatizantes de Bernie Sanders, no parece fácil, probable ni próximo que la superpotencia vecina logre transitar a la democracia. Lo que sí podría hacer, si el reclamo de humildad fuese genuino, es aprender a respetar a otros países y, ya que está tan interesada en los derechos humanos, empezar a observarlos en su propio territorio.
Tomado de La Jornada