8 dic. 2021
“Cumbre para la reconstrucción del liderazgo estadounidense” podría ser el nombre de la “Cumbre para la Democracia” que convocó el presidente Joe Biden para los días 9 y 10 de diciembre. En un escenario de transición y un nuevo contexto geopolítico, la política exterior de la Casa Blanca parece dar patadas de ahogado e ignorar una crisis de hegemonía tan real como indetenible.
Desde la derrota en Afganistán hasta transformaciones en el escenario latinoamericano, pasando por la consolidación de China como potencia global y la pandemia de COVID-19, Biden ha tenido que enfrentar numerosos desafíos al frente de un país que busca preservar a toda costa su posición en el sistema internacional.
“America is back” (Estados Unidos está de vuelta), dijo a comienzos de este año, en uno de sus primeros discursos como presidente. “La diplomacia está de vuelta en el centro de nuestra política exterior”. También aseguró que Estados Unidos repararía sus alianzas y se “comprometería” con el mundo.
Esas promesas eran consistentes con lo que había sido su campaña electoral, y aquella imagen de Anti-Trump con la que se presentó a los estadounidenses y al mundo. En un artículo publicado en 2020 –en plena competencia por la Casa Blanca– en la revista Foreign Affairs, Biden escribió que Trump había disminuido la credibilidad e influencia de Estados Unidos, y su misión era reparar el daño para hacer que su país “liderara al mundo una vez más”.
Esa frase ambigua, en línea con la política exterior tradicional estadounidense, puede ser interpretada de muchas maneras. Pero en la práctica, ¿cuánto ha transformado Biden el legado de Trump?
Como he venido explicando en comentarios anteriores en este espacio, Estados Unidos vive una crisis política profunda que trasciende el cambio de presidente. La permanencia de la crisis sanitaria, el asalto al Capitolio el 6 de enero, el aumento del extremismo ideológico y la violencia política, el crecimiento sostenido de la desigualdad y la polarización, el racismo sistémico, la desconfianza en su sistema electoral y la corrupción en ese ámbito, son algunas de las señales.
Todo eso puede ser leído como una quiebra del modelo de democracia liberal estadounidense, que ya de por sí encierra las limitaciones propias del predominio de las élites. Al mismo tiempo, hay sectores entre las élites que no aceptan la decadencia relativa de Estados Unidos y afirman que sus problemas y fracasos son resultado de presidentes débiles.
Todo lo anterior afecta el diseño y la implementación de la política exterior, si entendemos que se trata de una política pública que como tal está condicionada por ciertas dinámicas internas.
Hay que añadir aquí los mecanismos de funcionamiento del sistema de gobierno, y la interrelación de la Casa Blanca con el Congreso y las Cortes Federales. Todo ello, además, en un escenario mundial cambiante, donde Estados Unidos dejó de ser la única voz líder, aunque esa idea no niega su poderío militar y económico.
De hecho, ese poderío les permite sostener una política de sanciones contra otros países. Esa forma de castigo a naciones soberanas es uno de los principales puntos de continuidad con respecto a la administración de Donald Trump. En Cuba lo sabemos, como lo saben venezolanos, rusos, iraníes, y otros que Washington percibe como rivales.
Aunque parezca a primera vista contradictorio, algunos autores señalan que esas medidas coercitivas unilaterales son un síntoma de la pérdida de hegemonía estadounidense.
Si la entendemos en términos Gramscianos, como dominación más consenso, es evidente que Estados Unidos perdió la capacidad de cooptación que tenía en décadas anteriores. Por eso, su necesidad de emplear otros mecanismos de presión, que si bien no logran sus objetivos en la mayoría de los casos, sí afectan a millones de personas.
Y aquí quiero añadir un punto clave. La pérdida de hegemonía de Estados Unidos junto a la emergencia de otras potencias, no significa necesariamente que el mundo vaya a convertirse automáticamente en un lugar mejor. De hecho, el multipolarismo puede aumentar los conflictos, en dependencia de cómo cada potencia interprete cuál debe ser su lugar en el concierto de naciones.
Tomando en cuenta todo lo anterior, la Cumbre para la Democracia puede ser interpretada como un intento por reconstruir alianzas y renovar el liderazgo perdido, y al mismo tiempo enmascarar las múltiples crisis a las cuales se enfrenta Biden.
Incluso la pandemia de COVID-19 dio a Estados Unidos una oportunidad para “destacarse” como el líder del mundo que pretende ser. Pero el resultado es que ni siquiera han logrado contener la transmisión dentro de sus fronteras, mucho menos contribuir activamente a su disminución en el mundo. Países que ellos perciben como rivales, como China, Cuba o Rusia, han hecho más que Estados Unidos por la contención de la enfermedad a nivel global.
Por eso, los temas de la Cumbre no son la pandemia, las vacunas o las desigualdades en el acceso a sistemas de salud de calidad, sino la “democracia”, los “derechos humanos” y la “lucha contra la corrupción”. Aunque no son asuntos sobre los cuales Biden pueda dar lecciones, están más a tono con lo que ha sido su discurso como candidato y presidente.
Uno de los aspectos más cuestionados ha sido la lista de invitados. Guaidó pero no Venezuela, Taiwán y no China, tampoco Rusia, Cuba, Bolivia, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala. A la cita, que se realizará de forma virtual, asistirán apenas un centenar de países. ¿Significa que el resto no son “democráticos” según los estándares de Washington?
Desde muy temprano en su historia Estados Unidos dio señales claras de aspiraciones de expansión territorial y dominación regional y global. Y eso ha sido su política exterior: la búsqueda, construcción y mantenimiento de la hegemonía mundial, que es parte indisoluble de su proyecto nacional y de la manera en la cual los estadounidenses se ven a sí mismos. “Líderes del mundo libre”, si estuviéramos en una película hollywoodense.
Si pensamos las cosas desde esa perspectiva entenderemos mejor, por ejemplo, las relaciones con Cuba. El conflicto desatado a partir de 1959 tiene raíces profundas que tienen que ver con contradicciones antagónicas entre dos proyectos nacionales: uno imperialista, de dominación global, por parte de Estados Unidos, y uno de soberanía, por parte de Cuba.
Podría haber mejores relaciones que las que tenemos ahora mismo; de hecho, hemos pasado por diferentes etapas con momentos de mayor o menor agudización del conflicto, y la historia ha demostrado que es posible el diálogo y la cooperación en temas de interés común, pero hay cosas que nunca van a cambiar en tanto ambos países defiendan sus respectivos proyectos de nación.
Ese análisis es válido para cualquier país que busque un camino de soberanía frente a Estados Unidos, más aún si se encuentra geográficamente ubicado en América Latina y el Caribe, como Venezuela o Nicaragua en el contexto actual. Ese proyecto de dominación choca también con la emergencia de otras potencias, como China, Rusia y otros actores regionales.
Así, la llamada Cumbre para la Democracia hay que interpretarla como parte del diseño de una política exterior que se enfrenta a una crisis de hegemonía, y busca reconstruir el liderazgo estadounidense con elementos de cambio y continuidad con respecto a la administración anterior.
Tomado de Cubadebate