Como sabueso viejo en las lides reporteriles, Jon Lee Anderson toma el casete que saca de una de las medias de sus pies. Enfrente, el general Reynaldo Cáceres Quiroga, alto oficial de las Fuerzas Armadas de Bolivia, lo calumnia: que si el periodista emborrachó al general (retirado) Mario Vargas Salinas, que si le pagó dinero. Todas las injurias del mundo, hasta que Cáceres escucha la grabación. Es la voz de su colega asegurando que los restos de Ernesto Guevara y seis de sus guerrilleros yacían en una fosa común debajo de la pista vieja del aeropuerto de Vallegrande desde el 11 de octubre de 1967.
A Cáceres no le queda otro remedio que tragar en seco y admitir que la entrevista publicada por Anderson en The New York Times el 21 de noviembre de 1995 no era hija de su mente pródiga.
El revuelo internacional que provocó la noticia no se hizo esperar, rememora hoy en su oficina del Instituto de Medicina Legal, de La Habana, el antropólogo forense Héctor Soto Izquierdo, uno de los integrantes del equipo de expertos cubanos que encontró el 28 de junio de 1997 la tumba secreta del Che.
Sin embargo, la noticia de The New York Times no era tal. En 1987, al conmemorarse los 20 años del asesinato del argentino-cubano en La Higuera, varios de los jefes militares que intervinieron en la lucha antiguerrillera escribieron libros, los cuales señalaban, casi en su totalidad, que el combatiente estaba enterrado en Vallegrande. Incluso, seis días antes de la publicación del Times, el diario boliviano La Razón difundió declaraciones similares de Vargas Salinas; pero sin trascendencia.
Lógicamente, previo a que Soto Izquierdo se asentara de modo definitivo el 12 de enero de 1997 en Bolivia, la búsqueda de los restos transitó varios episodios, según lo indica el antropólogo forense cubano, figura notoria de su especialidad en el mundo.
Ese propio año, Cuba organiza una Comisión Central, presidida por el entonces ministro de las FAR, General de Ejército Raúl Castro, con un grupo ejecutivo que encabeza el proceso de la búsqueda en Bolivia, apoyado por decenas de instituciones aquí.
Todos los ojos se vuelven hacia la pista antigua de Vallegrande. Vargas Salinas dice no recordar el sitio exacto del enterramiento. Más periodistas llegan para revelar la posible primicia; más excavaciones en la zona del aeropuerto, que de un día a otro semeja el suelo lunar por tantos cráteres abiertos.
Héctor Soto rememora que en diciembre de 1995 el testimonio de Vicente Zabala lleva a los colegas argentinos del EAAF hasta la finca de ese campesino en Cañada del Arroyo, a 5 kilómetros de Vallegrande, donde localizan los restos de tres guerrilleros, no identificados inmediatamente.
A mediados de ese mes, arriba a Vallegrande el cubano Jorge González Pérez, en aquel momento director del Instituto de Medicina Legal y representante de los familiares del Che, Tania y de los guerrilleros cubanos. El médico legista no se abstrae de su condición de perito y se incorpora a las excavaciones en Cañada del Arroyo. “Surgió una hermandad desde el primer día con los antropólogos argentinos”, comentó a la prensa.
Enero de 1996 trae escasas novedades. La búsqueda retorna a la pista, ahora con el auxilio de geofísicos cubanos. Un propósito rige las acciones: delimitar las áreas principales de excavación. A mediados de marzo sobreviene el aliento con el hallazgo de los restos de un cuarto combatiente en Cañada del Arroyo; sin embargo, el EAAF decide retirarse por cuanto sus miembros eran, básicamente, especialistas en identificación.
Solo a partir de ahí, Cuba llevaría sobre sus espaldas la responsabilidad de la búsqueda, dirigida por el doctor González Pérez, quien, unido a expertos de la isla tanto en Bolivia como en nuestro país, delinea una nueva estrategia, compuesta por varias etapas: la investigación histórica, los estudios básicos del suelo de la pista vieja, la prospección geofísica, la excavación arqueológica y la identificación antropológica.
Ninguna acción emprendida por los cubanos resulta de menor o mayor valía. Toda indagación importa; la histórica, ni decir. A más de 28 años de la muerte del Che, no se disponía de una versión consolidada y convincente acerca del paradero de sus restos.
La desinformación, propalada por las fuentes oficiales bolivianas, era daga siempre. El cadáver fue incinerado y las cenizas esparcidas desde un avión, repetían estas. Otras apuntaban que lo arrojaron desde un helicóptero en la selva profunda para alimentar los perros salvajes; algunas, que estaba en Virginia, Estados Unidos, en sótanos de la CIA. “Si algo no faltaba eran las versiones del sitio del enterramiento”, alega Soto Izquierdo.
De las 13 referidas a los posibles destinos de Guevara reunidas por Cuba hasta esa fecha, al final la cifra superó las 80. Aquel laberinto de supuestos tiene en la historiadora y socióloga cubana María del Carmen Ariet una pieza clave para interpretarlo. Entre los más de mil entrevistados se hallaba el tractorista que estuvo en la excavación de la zanja para depositar los cadáveres aquella noche; mas, no retenía el lugar en lo hondo de su memoria.
Llega la hora de dar el todo por el todo en un área al fondo del cementerio viejo, en la antigua pista aérea, estudiada milimétricamente por los geofísicos y otros expertos de la isla. Más que los restos de Guevara, en ese momento lo que buscaban era la zanja tapada. Para localizarla habría que sortear varios obstáculos.
Mirando por encima de los espejuelos, recuerda al agente de la CIA de origen cubano Félix Rodríguez, quien, ante la cercanía del hallazgo, se aparece en una avioneta en Vallegrande, acompañado por las cámaras de la CNN, y ubica el enterramiento en un lugar opuesto adonde buscan los cubanos. “Quería desinformar y desprestigiar el trabajo historiográfico, científico, realizado por nosotros”, agrega el perito.
Al mismo estilo, resurge el también participante en el asesinato del Che, Gustavo Villoldo. Este oficial de la CIA le remite una carta a Aleida Guevara y se ofrece para dar la información sobre la tumba del padre. La callada por respuesta. El hombre se queda con las maletas hechas en Miami y las cámaras apagadas; al final, opta por comunicarse con el gobierno sudamericano y le expresa su interés en brindarle los datos; pero con una condición: los cubanos debían retirarse. Acto seguido, el mandatario boliviano anuncia el ultimátum para hallar los restos.
Existía otra incógnita —indica Soto— el exdictador Hugo Banzer había ganado las elecciones presidenciales celebradas a inicios de junio y no se conocía que actitud asumiría cuando tomara posesión de su cargo en agosto con respecto al tema.
“Cuando se apretó aquello —relata—, reestructuramos los procesos técnicos de una excavación arqueológica. Ya teníamos estudiada geofísicamente la profundidad en la que podían hallarse los restos, y dijimos: podemos meter una excavadora para que, por los menos, nos baje 1.50 metros; a partir de ahí seguimos nosotros a mano. Al inicio, la gente creía que era llegar a la pista de Vallegrande y ya. Teníamos que jugárnosla ese fin de semana”.
Son pasadas las nueve de la mañana del 28 de junio de 1997. La noche anterior, el Jefe de Seguridad del Estado les recordó a los cubanos que tenían dos días para concluir la exploración.
—¡Soto, baja, baja! ¡Allí, allí!, insiste el médico legista, casi petrificado, al ver el primer indicio de un esqueleto.
—¿Qué cosa es allí?, le pregunta Héctor.
—Un radio, un radio, le dice Jorge con la vista en el hueso.
—Un cúbito, un cúbito, discrepa el antropólogo, quien miraba hacia otro punto de la fosa común por fin encontrada.
A Jorge y Héctor el alma al cuerpo les viene. El secreto militar sobre el paradero de los restos del Che vuela en pedazos.
“Aquellos primeros huesos pertenecían a Aniceto Reinaga”, añade Soto, quien junto a los científicos de la isla laboran del 28 de junio al 4 de julio en el desenterramiento, también con la cooperación de los antropólogos argentinos, reincorporados a solicitud de Cuba.
En total son siete las osamentas, numeradas en orden de aparición; la de Guevara resulta la segunda.
“Yo estaba excavando allá abajo y veo una chaqueta verde olivo; al Che lo habían enterrado con una —apunta Héctor. Lo primero que buscamos fue si tenía manos o no. Ese cadáver no tenía. Es cuando Jorge me hace una pregunta en clave desde arriba y le digo: ‘positivo el interesado’. Sabíamos que el único cuerpo sepultado sin manos era el del Che”.
Decían que había una bomba en la fosa para evitar que alguien desenterrara su cadáver. “Había información de que posiblemente la fosa estuviera dinamitada. Y dije: ‘Denme un bisturí y quítense del lado mío. Si vuelo, vuelo yo solo’. Cogí con el bisturí y le di un corte a la chaqueta. Lo que había allá abajo no era metal, era un cráneo”.
Gracias a la incisión, el científico introduce su mano y comprueba el gran desarrollo de la frente y de los arcos supraorbitarios del cráneo, característico del Guerrillero Heroico.
Uno de los argentinos, Alejandro Incháurregui ha contado la reacción de su colega Soto cuando levantaron la chaqueta del Che. El cubano permanecía absorto.
—¿Qué te pasa? Dale, lo anima Alejandro.
Apenas se escucha la lluvia de flashes en el borde de la fosa.
—No lo puedo tocar, se excusa Héctor.
Transcurren unos segundos. Ya de frente a los restos y en gesto de reverencia, Soto se coloca una mano detrás de su cuerpo y se inclina. Solo después puede continuar.
Observa, además, una bolsita con la picadura de la cachimba y residuos del yeso de la mascarilla mortuoria realizada al Che, pegados a la chaqueta, aún con olor a formol.
“Desde el punto de vista morfológico y odontológico, yo tenía casi el 99.9 de papeletas de que era el Che —expresa cubanamente—. Pero eso no basta en este tipo de trabajo”, reconoce.
Por unos segundos, pone a descansar los espejuelos a orillas del teclado. Aún falta mucho por verificar. En la morgue del hospital, se encuentra el resto de los expertos cubanos y argentinos dedicados, también, a la identificación de los esqueletos.
Para los estudios odontológicos del Che cuentan con una radiografía dental practicada a él en México en la década de los 50 del siglo anterior, y los moldes de la dentadura implantada al Comandante por el doctor Luis García Gutiérrez (Fisín) para cambiar su fisonomía al salir de Cuba con el objetivo de enmascaramiento. La analogía es irrefutable. “Por ahí se iba la identificación; independientemente de que después se hiciera el ADN. Hablo de esto porque hace unos años estaba el runrún de que si no eran sus restos, que si era una farsa. La identificación de los restos del Che no fue una farsa”, sostiene.
Diez años más tarde, Cuba ratifica la identidad plena de la osamenta del héroe mediante las técnicas de ADN, incluido el establecimiento de la paternidad en dos de sus hijos, resultados que constan en un dictamen emitido en noviembre de 1997.
“El hallazgo fue un logro de la ciencia cubana, de muchas instituciones y personas. Fue una alegría científica; pero un dolor enorme también, porque esa persona que estábamos identificando, trabajando, palpándola, es un ícono de la humanidad ¿Ven esto? Esos huesos del Che fueron estudiados por mis manos”.
– ¿No desconfiaron de que alguien intentara desaparecer los restos?
-“No confiábamos en nadie. Los días que estuvimos en la morgue del Hospital Japonés dormimos junto con los esqueletos; no nos fuimos a un hotel, ni a una casa. Estuvimos ahí hasta que los restos se trasladaron a Cuba”.
“Incluso, miren esta casa de campaña; está pegada a la fosa del hallazgo. Ahí nos quedamos uno o dos todas las noches, hasta el día de la exhumación. Eso lo hacíamos cada vez que había un hallazgo en cualquier lugar, no porque eran los restos del Che”.
Posterior a este descubrimiento, prosiguen la búsqueda y la identificación de otros combatientes de la guerrilla en Bolivia. Cinco, de los 36 caídos no se han encontrado aún: el cubano Jesús Suárez Gayol (El Rubio) y cuatro bolivianos.
Hoy, con sus 67 años, Soto habla de la llamada que recibió a fines de 1995 en Montevideo, Uruguay, donde impartía conferencias, para anunciarle una misión sin par. Desde entonces, quizás, más de una vez recordara la imagen de Mario Terán dando un paso atrás, hacia el umbral de la puerta de la escuelita de La Higuera. “Póngase sereno y apunte bien, usted va a matar a un hombre”, le había advertido el Che, segundos antes. El sargento boliviano aprieta el arma entre sus manos. Y cierra los ojos.
Tomado de Cubadebate