12 abr. 2021
Yuri Gagarin supo que quería ser piloto cuando, en plena Segunda Guerra Mundial, vio cómo los nazis derribaban un avión soviético. Quizás la escena hubiera sido la excusa perfecta para no soñar jamás con tripular una aeronave.
Junto a un amigo del pueblo, por la lejana Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Yuri escondió al aviador del enemigo y le salvó la vida. Quiero ser piloto, le habría dicho a su padre, un humilde carpintero de la aldea campesina de Smolensk, al oeste de Moscú, donde nació Yuri. Era un niño entonces y los niños sueñan con lo que serán de adultos, tal vez porque siempre se les pregunta lo mismo. Bomberos, médicos, policías, pilotos… No está permitido arrebatarles la utopía.
A los 27 años, después de cursar la Escuela Militar de Pilotos de Oremburgo en 1955 y con algunas horas de vuelo, se convirtió en la primera persona en viajar al espacio exterior. Lo habían seleccionado solo a él entre los 3 500 jóvenes que se presentaron en 1960 al programa de la Unión Soviética para enviar un ser humano al cosmos. La URSS ya había puesto el primer satélite en órbita, el Sputnik, en 1957, y la perra Laika acaparó titulares cuando abandonó el globo terrestre. Cuatro años después, los soviéticos seguían en la delantera de la carrera espacial.
Era miércoles, un miércoles de Guerra Fría. 12 de abril de 1961. La nave Vostok 1 había sido alistada en el cosmódromo de Baikonur, en la actual Kasajstán. Gagarin subió a la cápsula que lo llevaría al espacio, a ver con sus propios ojos la inmensidad y la beldad de la Tierra y, sobre todo, a orbitar para siempre en la historia de los personajes legendarios.
A las 9:07 de la mañana de aquel abril –histórico desde que los relojes marcaron esa hora– el cohete despegó.
–Válvulas cerradas. Listo para ignición –comunicó Gagarin.
–Kedr, soy Zaria 1. ¡Ignición!
–Comprendido, ignición.
–Le deseamos un feliz vuelo.
–¡Vámonos! (Poyéjali, en ruso).
Pocos minutos después, el piloto soviético se adentraba en la oscuridad del espacio. Atrás quedaban las pruebas físicas y psicológicas como entrenamiento, y en la Tierra lo esperaba su esposa. Nadie sabía si aquel inédito viaje terminaría en final feliz, o lo que es lo mismo: no existía la certeza de que Gagarin regresara a la Tierra.
“¡Ojalá vuele y regrese vivo!”, dijo el ingeniero general Sergei Korolev, uno de los protagonistas de esta hazaña.
Si moría en la misión, Gagarin le había escrito a su esposa, Valentina Gagarina, una carta de despedida cual epitafio: “Si algo sale mal, les pido, sobre todo a ti, Valiusha, que no mueras de dolor”.
Mientras el astronauta le daba la vuelta al globo terrestre, la agencia de noticias soviética TASS, informaba:
“La primera nave-satélite ‘Vostok’ del mundo con un humano a bordo fue puesta en órbita alrededor de la Tierra desde la Unión Soviética. El piloto-cosmonauta de la nave-satélite espacial ‘Vostok’ es un ciudadano de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Mayor de Aviación, Yuri Alekseyevich Gagarin”.
El cosmonauta orbitó a más de 300 kilómetros de la Tierra durante 108 minutos que le bastaron para darle la vuelta al planeta. Vio, en menos de dos horas de ingravidez, la oscuridad de la noche y la luz solar sobre el globo terrestre. Zonas del planeta que duermen y zonas que despiertan.
“La vista más hermosa fue el horizonte: una banda pintada que separaba la Tierra del cielo negro bajo la luz de los rayos del Sol”, confesó el joven piloto de la Fuerza Aérea de la URSS.
La Vostok 1 fue operada desde Tierra. Gagarin solo podía tomar los controles de la nave en caso de emergencia. Así que durante el viaje solo habló por radio, comió y no dejó de asombrarse con la belleza del planeta en el que había nacido 27 años antes.
Durante el descenso, salió despedido de la cápsula a unos 7 000 metros de altitud y tocó tierra en una zona lejana a la prevista, debido a una alteración de la órbita. Llegó en paracaídas a las cercanías del río Volga, justo en un campo de cultivos. Allí –es fácil suponer– cualquiera que lo viese pudiera pensar que se trataba de un mal chiste. Una campesina y su nieta integraron la fortuita comisión de recibimiento del cosmonauta, lejos de “hurras” y aplausos.
Desde entonces, el hombre de la sonrisa “luminosa”, como lo describió Sergei Korolev, se convirtió en un símbolo de una república que ya no existe y en el primer culpable de que un viaje a las estrellas siga siendo la utopía indeleble de muchos, 60 años después. ¡Poyéjali, Gagarin!
Tomado de Cubadebate