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Un libro, un hombre

27 sept. 2017
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En 1993, en el peor momento del período especial, Fidel dijo en una reunión de la Uneac aquella frase memorable: «La cultura es lo primero que hay que salvar». Abel presidía por entonces esta organización de creadores. Nuestra cultura, que había alcanzado dimensiones míticas en el proceso de construcción histórica de la nación, estuvo allí, reverdecida, cuando se le necesitó. Apuntes en torno a la guerra cultural, de Abel Prieto, nos lleva de recorrido por ese nicho de resistencia en el que la vanguardia política y la vanguardia artística cubanas se estrecharon junto a su pueblo para combatir.

 ¿Puede un país surrealista y cimarrón como Cuba crecer sin contradicciones?, ¿puede librarse sin bajas una guerra contra los demonios? A tales interrogantes responde, en este libro, la presentación del dossier de la revista La Gaceta de Cuba dedicado a los años 1960. Entonces Abel dividía su tiempo entre los Beatles, la infortunada Janis Joplin y el primer Bob Dylan, la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana y el ajedrez. Démosle gracias a Monte Oscuro —baluarte granmense del espiritismo de cordón—, porque su carrera en el juego ciencia fuese abruptamente truncada a causa de la derrota ante un «pastillero» adicto a la explosiva mezcla de aktedrón con alcohol, cuya única misión en esta reencarnación —y quizá en la próxima— fue garantizar que nada pudiera interrumpir el verdadero destino del autor de El vuelo del gato y Viajes de Miguel Luna.

 Abel aprovecha este número de La Gaceta para recordar su primera juventud —hoy transita la tercera— y con ese pretexto profundizar en algo que le resulta vital: su país, nuestro país. Entre frases joviales —y hasta nostálgicas para quienes se descubren en este álbum fotográfico de un brillante narrador—, el autor evoca cuán difícil resultó afrontar las tensiones generadas por la vida intelectual de una nación en la que todo se debate, desde la economía hasta la estética, en medio de la embestida que fracturó a la izquierda intelectual latinoamericana y la puso a trabajar para la academia yanqui, vaciándola de su visión humanista. «Las falsas artes de la televisión, de las películas de Hollywood y de los escenarios de Broadway se basan en lo estúpido, lo superficial, lo insubstancial. Abundan en los preceptos morales del racismo, señalando de forma sutil y directa que la América blanca es el centro del Universo» —alertó en el Congreso Cultural de La Habana de 1968 el estadounidense Irwin Silber. Cincuenta años después, su declaración mantiene una vigencia alarmante: «El arte de masas en los Estados Unidos está degradado por el desprecio a la vida y por una creencia cínica de que toda cultura, toda expresión, todas las ideas, son meras mercancías en el gran mercado de la realidad capitalista».[1]

 Otra participante en el Congreso, la escritora francesa Christiane Rochefort, ahondó sobre el tema: «Nuestra enfermedad es la colonización de las conciencias. Nos fue inoculada durante una larga guerra psicológica sostenida por el capitalismo contra los pueblos que gobierna». Y destacó más adelante: «El campo de batalla es el cerebro de cada hombre. […]. La trampa es muy sabia, puesto que suprime al mismo tiempo la conciencia de que hay una trampa. El doble propósito buscado es: servir los intereses inmediatos del capitalismo, transformando a cada hombre en mercado; matar en él todo el espíritu revolucionario».[2]

 Ni siquiera Cuba, auténtico laboratorio de ideas revolucionarias, escapó de la respuesta mediocre a este desafío por parte de un grupo de funcionarios que durante el llamado Quinquenio Gris dictaron pautas viciadas por su enfoque dogmático, sectario y homofóbico. Haciendo dejación de la historia, de la tradición vanguardista de los creadores cubanos y del contexto afrontado por la nación, se propusieron implantar a más de diez mil kilómetros de las estepas rusas el realismo socialista —más otros lastres concomitantes—, corriente artística instaurada como doctrina oficial por el Kremlin en el antiguo «campo socialista», que de realismo no tenía nada, pues detrás de aquel presupuesto estético normativo se escondía el interés de utilizar el arte como instrumento para idealizar el entorno social, con la consiguiente tergiversación de la realidad.

 Abel no comulga con esa progenie que nada entendió de la Revolución —o perdió la brújula— y anduvo todo el tiempo a la caza de víctimas: «distorsionaron de forma grotesca la política cultural unitaria y fidelista. Fue una traición a la política cultural diseñada en Palabras a los intelectuales y al espíritu de “nuestra otra década crítica”» —asevera este fanático de Lennon, al que entonces una muchacha le vociferó, desde un camión: «Nixon», por su apariencia y vestimenta (pelo largo y pitusas gastados y estrechos, botas), lo que constituía una ofensa terrible—. Y con palabras de Silvio Rodríguez le brinda aliento a todo el que padeció: «No soy de quienes ven las manchas en el sol, pero sé que en una sola mancha cabe el mundo»; luego acude al marco internacional y nacional de los sesenta presentado por Fernando Martínez Heredia, «sin el cual no pueden explicarse los choques, bandazos, contradicciones, avances y retrocesos de la década», y se detiene en algo esencial para que la cultura crezca —sin ignorar su lado oscuro—, buscando la luz:

 

De todos modos, es muy evidente que desde hace algún tiempo se está haciendo una lectura canibalesca (ojo, no calibanesca, sino canibalesca) de la historia de la Revolución, una lectura feroz, demoledora, para que no quede nada en pie, para que la gente joven, en especial la gente joven, se pregunte si valió la pena todo lo que hicieron varias generaciones durante cincuenta años para transformar una envilecida colonia yanqui en un país digno y justo, capaz, incluso, como quería Martí, de influir en «el equilibrio del mundo». Un país capaz de lograr en sus hijos eso que decía Fernando: «La combinación de un orgullo inmenso de ser cubanos con los sentimientos y las actitudes internacionalistas».

 

Termina recordando que en los setenta los rebeldes de todo el planeta comenzaron a ser domesticados: «El sueño ha terminado» —declaró Lennon—. «En el caso de Cuba, habría que subrayar que “el sueño no terminó” y que, a pesar de la nacionalización de los timbiriches, a pesar del Quinquenio Gris, a pesar de la sovietización, se conservó el potencial emancipatorio de los sesenta» —apunta Abel cuarenta años después.

 En su ponencia «Cultura, cubanidad, cubanía», presentada en La Habana, en 1994, en la conferencia La Nación y la Emigración, entra a la liza con un punto neurálgico para la sobrevivencia de nuestro proyecto emancipador: el anexionismo, corriente que, si bien fue derrotada en el plano ideológico en el siglo xix y en el político después del primero de enero de 1959, constituye un recurrente y perturbador desafío. Con más de un millón de cubanos en Estados Unidos, sería suicida no abordar de lleno este tema con cada nueva generación. «La cultura plattista […] está viva; existe en un sector de los cubanos de la emigración y tiene todavía allí vigor y poderío, y aparece una y otra vez, en manifestaciones diversas, entre los cubanos de la Isla. El anexionismo duerme en todas las manifestaciones de esta cultura, por muy ruidosamente “cubanas” que se presenten» —advierte—. Una esencia recorre su tesis: «La Revolución ha sido la obra más trascendente de la cubanía». Y para que a nadie engañen, desenmascara a los intelectuales anexionistas que prestaron sus servicios al imperio durante la República neocolonial, que, en este mundo en el que aumenta la erosión de las formas nacionales de expresión, cobran cuerpo en los de nuevo tipo, esos postmodernos que —según ellos mismos dicen—, caminan por «el centro».

 Otro texto: «La Cigarra y la Hormiga: un remake al final del milenio», aborda el papel social del arte y el artista en la Revolución, el aporte de la cultura a la formación de ese ser humanista demandado por el socialismo y el imprescindible diálogo entre la dirección revolucionaria y el movimiento intelectual, no exento de contradicciones:

 

El dogmático ignorante no se disfraza con la bandera yanqui, como el obtuso y frívolo «colonizado», y habla en nombre del «pueblo trabajador»; pero corre el riesgo de ser «anexado» culturalmente por el imperio, y de reunirse con apátridas, marginales y yancófilos en el círculo del Infierno que Dante imaginó para los anexionistas. Y es que el «problema ideológico» más grave que se nos presenta con relación a la cultura, es —precisamente— la falta de cultura.

[…]

¿Cómo diferenciar la obra ética y estéticamente honesta, que indaga en los enigmas de hoy y de mañana, de la que busca interesar —digamos— a algún hipotético jurado extranjero, o hace guiños a un receptor que está a la caza de referencias políticas o de un «costumbrismo» muy directo? ¿Cómo atender institucionalmente esta «zona de conflicto» que provoca el diálogo polémico entre el arte y la realidad, entre el arte y los problemas y tensiones del presente, en nuestra sociedad y en nuestras circunstancias particulares?

 

Estos dos párrafos son apenas un ejemplo de la complejidad de una polémica sobre la que siempre hay algo nuevo por escuchar o por leer. Abel no elude los términos fuertes con su penetrante ironía, enfocada en barrer murallas levantadas a partir de los prejuicios y los dogmas. Pudiera, por momentos, parecer duro hacia los aludidos, pero su humor no ofende, más bien suma; aunque a veces se torne cáustico, en especial cuando le habla al enemigo. Y desde una plataforma martiana convoca a la crítica en la Revolución: «Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es salud; pero con un solo pecho y una sola mente».

 Sin respetar el orden porque sería demasiado extensa esta presentación, quiero destacar la entrevista en la que Abel habla acerca del humor, tan afín a su obra y su personalidad, como componente de identidad y resistencia de la nación, y también de sus complejidades y desafíos; sus «Notas para el acto de graduación de la Escuela de Instructores de Arte en el día de la Cultura Nacional», un proyecto esencial refundado por Fidel, que se impone levantar; su conferencia «El mundo virtual de las TIC refleja los principales problemas y contradicciones del mundo real del presente», ante cuya lectura debió palidecer Crespo, el Endemoniado, ese patético personaje de su Noche de sábado y otros cuentos,[3] y dos ensayos esenciales: la «Intervención en el X Congreso Internacional de Educación Superior Universidad 2016» y sus «Notas para comentar en el foro Cultura y nación: el misterio de Cuba, en la Sociedad Cultural José Martí».

 Aquí están, asimismo, algunos de sus más queridos y admirados amigos: Roberto Fernández Retamar, Cintio Vitier, Enrique Núñez Rodríguez, Miguel Barnet. Con unos ha compartido sueños y lecturas; con otros, además, «rones, confidencias, noches sabatinas, tardes dominicales».[4] No pueden faltar sus presentaciones de textos asociados a la Historia y las Ciencias Políticas, que le brindan la posibilidad de meditar acerca de los desafíos culturales de Cuba y el mundo.

 Pocas naciones poseen un héroe universal; solo casos excepcionales tienen dos. ¿Cuántas pueden mostrar tres? Cuba puede: Martí, el Che y Fidel. Ellos recorren estas páginas de principio a fin, en las voces del autor y de varios de sus homenajeados, con esa aureola transgresora y subversiva que nos hace diferentes.

 En su «Prólogo a la primera edición de la antología de ensayos de Roberto Fernández Retamar Para el perfil definitivo del hombre» y en la investidura de Cintio Vitier como Doctor Honoris Causa de la Universidad Central de las Villas, Abel reverencia la utilidad del Apóstol, «paradigma de todos nuestros escritores y artistas», que le aportó el componente moral a nuestra teoría revolucionaria, y al sentar las bases del antimperialismo contribuyó de manera decisiva a ese otro propósito superior, que es trabajar por el equilibrio del mundo. De Fernández Retamar resalta, entre tanto y tanto de lo valioso de su obra que cobra vida en este ensayo, su universal y descolonizadora «relectura de Martí con la óptica inaugurada por la Revolución Cubana —que en su desenvolvimiento natural sería la óptica del marxismo—»; de Cintio, su «vínculo insondable, hondísimo, sanguíneo» con el Héroe Nacional: «Cintio ha asumido creadoramente el punto de vista martiano para ver la vida y la cultura y ha hecho suyo el sentido ético martiano, y Martí fluye como un componente básico en su mirada», asevera Abel, antes de recordarnos que esta visión del poeta católico se extiende a todo el patrimonio literario cubano.

 Más Apuntes… no constituye un inventario de argumentos políticos; por el contrario, en tono conversacional —y por ratos intimista— desvela el lado humano de sus protagonistas invitándonos a crecer desde su ejemplo, y no pocas veces también desde nuestras estrecheces y errores. En este decurso, Abel se libera de un fardo que por años soportó sobre su espalda, «por exceso de ateísmo, quizá, o por la herencia volteriana de mi padre, o por superficialidad o por soberbia» —explica con amargura—, al dejarse arrastrar hacia el veto de una obra de la entrañable Fina García Marruz, que salvó ese otro grande al que también quiere y asume como paradigma, que es Armando Hart. Y cuando tuvo muy cerca a una persona iniciada en el catolicismo, la invitó a conocer a Cintio y a Fina «como quien lleva a un enfermo de urgencia al cuerpo de guardia, y pedí a Dios o a los dioses, o a quien pueda ayudar en estos casos, que esa persona se convirtiera en una católica tan amplia de alma, tan cubana, tan patriótica y revolucionaria como ellos».

 El Che aparece en una intervención en la Cátedra de Formación Política Ernesto Che Guevara, en Buenos Aires, Argentina. Allí recordó cómo «El socialismo y el hombre en Cuba», publicado como carta en 1965, constituye un texto fundador de nuestra política cultural que rechaza «aquel engendro que se llamó realismo socialista, que es el estilo oficial que se impuso en la Unión Soviética, y se impuso también en otros países del llamado “socialismo real”», que tanto dañó a los creadores y a la cultura. «El Che también funda, como escritor, el género testimonio, que recién se empezó a llamar así años después. Pero ¿qué cosa es Pasajes de la Guerra Revolucionaria si no un ejemplo extraordinario de la gran literatura testimonial?» —aseveró, mientras situaba en contexto el talento y la sensibilidad del comandante guerrillero, cuyo legado intelectual goza de afortunada salud en el arte y la cultura cubanos.

 En la presentación de Fidel Castro Ruz. Guerrillero del Tiempo, nos invita a que observemos al niño que detesta «instintivamente las arbitrariedades, el egoísmo, las trampas para aprovecharse del más débil, la pasión por el dinero y por los bienes materiales y todo tipo de humillación»; al adolescente de hondo sentido ético en el que el dogma perfila «un pensamiento transgresor, inconformista»; al joven universitario enfrentado a los grupos gangsteriles, que repudia la politiquería y la inmoralidad, ese que aparece en Cayo Confites y en el Bogotazo pensando ya en la lucha guerrillera y viviendo la épica de la Revolución Francesa; al recién estrenado legista sin un centavo que, en aquella sociedad en la cual lo más importante era el dinero, no se dejó arrastrar por el interés material. Y termina con una invitación indeclinable: «Guerrillero del Tiempo […] es un nuevo mensaje para Cuba y para la humanidad de uno de los pocos líderes morales y espirituales que quedan en el planeta. Nos habla, ya lo hemos visto, de su propia vida; pero nos habla también, todo el tiempo, de principios, de ideas justas, de humanismo».

 Estuve cerca de Abel cuando nuestro pueblo escoltó en su regreso a Santiago de Cuba al líder histórico de la Revolución, incrustado en el alma cubana para inspirarnos con el estremecedor «Yo soy Fidel» estrenado por los jóvenes en la Plaza. Compartimos una honda tristeza. Esa mañana pensé en la relación particular de afecto que se creó entre el Comandante en Jefe y este «poeta» ocurrente y mal hablado desde los tiempos en que dirigía la UNEAC.

Otro texto imprescindible son sus «Palabras para presentar Raúl Castro. Un hombre en Revolución» de Nikolai Leónov. Abel no solo honra al biógrafo y su meritoria labor —resultado de una gran amistad que superó las barreras de las adversidades y el tiempo—, honra también a un biografiado célebre por no gustarle jamás hablar de sí mismo. Mientras las leía cruzaban por mi mente imágenes de este revolucionario que nunca abandonó a su pueblo, que desde la Sierra Maestra ha combatido contra los abusadores; que ha sido asumido por el imaginario popular como un hombre leal, comprometido y cariñoso, y —al decir de Abel— como «un cubano lleno de ingenio, de gracia, de chispa, del humor nuestro». Y ello explica aquel «Fidel sacude la mata, pero déjale un gajo a Raúl» de los primeros años, y el grito unánime de «sí se puede», cuando le respondíamos en los duros y angustiosos años noventa, que, para los jóvenes y para aquellos que no recuerden la historia, vale aclarar que no lo inventó Obama, sino nuestro General de Ejército. Como apunta Leónov, y Abel menciona en la presentación, en fecha tan temprana como el 3 de abril de 1959, Raúl emitió una «instrucción» dirigida a los jefes de Estado Mayor de las Fuerzas Revolucionarias de toda la Isla, indicando que el Ejército Rebelde tenía que estar siempre al lado del pueblo, que no era posible que el ejército nacido de la Revolución triunfante titubeara a la hora de decidir de qué lado iba a ponerse. La hoja de servicios a la patria de Raúl confirma que, tanto él como las FAR, han sido consecuentes con ese principio, y eso lo hace no solo un estadista excepcional, sino un líder impregnado en lo más genuino del alma de la nación.

Muchas veces me he preguntado cómo Abel puede haber escrito tanto, con todo el tiempo que dedica a hacer política y a intercambiar con los escritores y artistas, lo mismo cubanos que extranjeros; a escuchar a cuanto agraviado se le acerca en busca de justicia o consuelo; que se detiene a conversar con la gente humilde de un pueblo que lo sabe cercano, —quizá más de la cuenta—; que siempre está apto para visitar a un amigo o a un compañero enfermo —y de vez en cuando a sufrir imaginando para sí esa posible dolencia—; que nunca falta a la hora del combate, ni a la de la celebración —con vino y ron incluidos—. Ocho libros: cuatro de cuentos, dos novelas y dos de ensayos, uno de estos últimos en proceso editorial por Letras Cubanas. ¿No duerme?

 Abel no es solo un destacado ensayista de nuestra vanguardia intelectual, ha contribuido también, sin duda, desde la cultura, al liderazgo de la Revolución. Después de leer sus Apuntes…, tengo mayor convicción de que la convergencia entre vanguardia intelectual y vanguardia política resulta imprescindible para encauzar la creación artística y el pensamiento transformador, en un clima de observación del orden social crítico y militante, idóneo para promover los cambios demandados por la nación en cada etapa de su desarrollo, sin traicionar ni a sus bases populares ni su esencia histórica. Solo de la fusión entre una estética renovadora y la gestión eficiente de un gobierno participativo —con el ser humano como centro—, emergerá la nueva cultura del socialismo capaz de derrotar las doctrinas de la ideología neoliberal.

 Ahora quisiera tener el don de Abel para jugar con las palabras, para entre ironías y chistes terminar este prólogo que tanto me agobia y reconforta, en dicotomía propia de un bolerón de los años cincuenta. Pero me acompaña la maldición de la solemnidad, de la cual en ocasiones como esta me resulta imposible deshacerme. Y sabiendo inútil el esfuerzo, percibo que sobran casi todas las palabras, que no necesito ardides para impresionar y que —a fuer de ser sincero—, apenas me resta sugerir la lectura de este libro imprescindible, sobre esencias en las que nos va la vida, expuestas, muy a su manera ?el estilo es el hombre, ¿no??, por un revolucionario entrañable al que quiero como a un hermano.



[1] Irwin Silber: «Algunos apuntes sobre la cultura del imperialismo», Memorias del Congreso Cultural de La Habana, Comisión III/28, 1968, pp. 1-4. 

[2] Christiane Rochefort: «La colonización de las conciencias», Memorias del Congreso Cultural de La Habana, Comisión III/22, 1968, pp. 1-3.

[3] Abel Prieto Jiménez: Noche de sábado y otros cuentos, Editorial Capiro, La Habana, 2015.

[4] Ibídem, p. 160.

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