El aborto es de esos grandes temas que divide a creyentes y ateos, a conservadores y liberales, a los llamados movimientos provida —defensores de la vida del embrión y el feto como ser humano con plenos derechos— y proelección —aquellos que defienden los derechos reproductivos de la mujer, su soberanía sobre la fertilidad y el embarazo, dándole la oportunidad de decidir.
Y en medio del debate general, América Latina tiene un espacio protagónico pues alberga un número importante de países donde está terminante prohibido cualquier tipo de interrupción del embarazo. Ellos son: República Dominicana, Haití, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Surinam y Chile. Otra cifra considerable de Estados da margen a esta práctica solo en casos muy puntuales y en algunos, estos permisos se dan en medio de severas restricciones.
A excepción Guyana, Guayana Francesa, Uruguay, Puerto Rico y Cuba en los que se trata de una decisión personal avalada por la legalidad, el resto de los países latinoamericanos tiene la prohibición como regla, bien sea absoluta como en los casos ya mencionados, o con contadas excepciones. Las condicionales son: cuando el embarazo es producto de una violación, cuando pone en riesgo la vida de la madre y cuando el feto no tiene posibilidades de sobrevida.
Dejando a un lado mi propia postura, puedo hasta entender la defensa a ultranza de la vida de aquellos que consideran punible el acto de abortar. Pero resulta obcecado que en su afán de humanidad no tengan en cuenta la fragilidad de una mujer ante las violaciones, las malformaciones congénitas, o su estado físico y mental en el momento de la concepción, para no hablar de las condiciones socio-económicas o del rol discriminador que se le asigna al ser tratada como objeto reproductivo y no como sujeto de derecho. ¿Es correcto traer un niño enfermo a este mundo, o engendrado como resultado de un abuso sexual, o simplemente una nueva vida que pasará penuria, será abandonado a su suerte o no llegará a los cinco años de vida por el entorno hostil al que se enfrentará?
El puritanismo puede llegar a extremos como el caso de una joven de 18 años en El Salvador que en abril de 2016, tras ser violada durante meses, quedó embarazada y abortó espontáneamente poco después, y fue condenada a 30 años de prisión por «homicidio agravado en perjuicio de su hijo recién nacido». Dice la jueza que dictó sentencia que la chica «no buscó atención prenatal».
El caso de Evelyn Hernández pone al descubierto como las leyes pueden ser la primera causa de injusticia. Tal es así que los médicos en esa nación centroamericana deben denunciar a aquella mujer que haya intentado practicarse un aborto, de lo contrario, podrían ir también a la cárcel. La pena por abortar es de hasta ocho años, pero en muchos casos —como el de Evelyn— se cambia la acusación a la de homicidio agravado, que tiene una pena mínima de 30 años de prisión y una máxima de 50.
Historias de terror, tan o más aberrantes que la de la joven salvadoreña, se repiten tristemente en todos esos sitios de fanatismo religioso y conservadurismo a ultranza. Menores de edad violentadas, y obligadas a tener una descendencia que solo le recordará el resto de sus vidas el trauma y la vejación que sufrieron. O mujeres cuyos bebés en gestación son diagnosticados con alguna enfermedad maligna o atrofia y viven el embarazo a la par que un luto temprano. O aquellas a las que el término de un embarazo puede causarles la muerte, y aun así son sometidas al paredón. Algunos dirán: por qué no se protegió, por qué no lo evitó, y es que en esas mismas naciones sus ciudadanos son bastante reacios al uso de los métodos anticonceptivos; la fe católica y la visión patriarcal tienen su cuota de culpa en esta confluencia de factores. Hay estadísticas regionales que cifran en cerca de un 50% la cantidad de mujeres que tienen prácticas sexuales desprotegidas por cuestiones culturales y presiones sociales.
Lo cierto es que más allá de la permisibilidad, los abortos se producen ilegalmente lo que redobla el peligro de muerte y, en consecuencia, dispara las tasas de mortalidad materna en el hemisferio.
Si vemos en la «civilizada» Europa —que también vivió su medioevo— un modelo de bienestar económico a seguir, bien valdría la pena reflexionar por qué el viejo continente tiene casi superado el debate sobre el aborto.
En la actualidad, un nuevo virus ha venido a complejizar el panorama legal en torno al aborto. El Zika supone un peligro real y varios estudios han certificado la relación de este virus con la malformación congénita cerebral conocida como microcefalia. Son síntomas de que la vida está en constante evolución y sus prácticas sociales, sistemas jurídicos y de ordenamiento deberían ajustarse acorde al momento. No puede permitirse que el sinsentido de grupos retrógrados incapaces de distinguir entre la vida y muerte, aunque se definan provida, lidere el rumbo de nuestras sociedades.
No pude ser que un Estado legalice o estudie legalizar la marihuana o el matrimonio de personas del mismo sexo y deje en el ostracismo el reclamo de las mujeres a decidir sobre su cuerpo. Los políticos no pueden reducir el tema a un asunto de campaña y después no dar la batalla por la aprobación de nuevas legislaciones. Como diría una manifestante pro aborto: «saquen sus rosarios de nuestros ovarios».
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