Contrapunteo

El pretexto sónico: entre la CIA y Marco Rubio (I parte)

22 feb. 2021
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El conocido como “síndrome de La Habana” o “misterio sónico”, está llamando la atención mediática por estos días a partir de la divulgación de dos documentos que habían permanecido en secreto. El pasado 2 de febrero, se reveló el contenido del informe del Centro de Prevención y Control de Enfermedades de Estados Unidos, institución que durante dos años realizó una investigación epidemiológica para esclarecer estos incidentes. Sus conclusiones fueron muy claras: no se pudo determinar ni la causa ni la naturaleza de los daños reportados por los diplomáticos estadounidenses.

Apenas unos días después, el 10 de febrero se dio a conocer el documento emitido por la Junta de Revisión de la Responsabilidad encarga de investigar qué sucedió. En su texto se afirma que la respuesta del Departamento de Estado a esta situación tuvo serias deficiencias en la coordinación interagencial, en la comunicación y en toda la organización del proceso de esclarecimiento. En este informe se plantea que la decisión de reducir drásticamente el personal estadounidense de la Embajada en La Habana fue apresurada y no siguió el protocolo establecido de realizar un análisis riesgo/beneficio.

Estos elementos indican como mínimo que estamos en presencia de una situación políticamente motivada, sin evidencias que apunten a su ocurrencia y no están presentes los tres elementos esenciales que se requieren para sostener una acusación sobre hechos de esta naturaleza: el motivo, el atacante y el arma. Por lo tanto, todo apunta a una fabricación para emplearla como pretexto. En ese sentido, las preguntas claves serían: ¿cómo surgieron? ¿quiénes están detrás?

Después de las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre del 2016, en un contexto en que Trump era presidente electo y Mike Pompeo estaba nominado para Director de la CIA, un diplomático de la embajada de Estados Unidos en La Habana reportó al jefe de esa misión que había escuchado ruidos «agudos y desorientadores» cuando se encontraba en su casa. Eso ocurrió a finales de diciembre de ese año.

Entre mediados de enero y principios de febrero del 2017, se reportaron tres casos más con síntomas similares. Según el medio de prensa estadounidense ProPublica, especializado en periodismo investigativo, todos los supuestos afectados eran oficiales de la CIA con fachada diplomática. El tema comenzó a debatirse en Washington con discreción, pero con intensidad.

Los funcionarios del Departamento de Estado con incidencia en la política hacia la Isla se estaban preguntando cuál podría ser el origen y las motivaciones de estos eventos. Consideraban que no tenía sentido que el gobierno cubano estuviera involucrado en este tipo de acciones atendiendo a que afectaban el clima bilateral y pondrían en peligro los acuerdos alcanzados en múltiples áreas. El entonces director del Hemisferio Occidental en el Consejo de Seguridad Nacional, Craig Deare, valoraba que Cuba no «estaba interesada en irritar a la Administración Trump».

Por su parte, la actitud de la CIA desde el primer momento fue responsabilizar a Cuba. De acuerdo a una investigación de la publicación estadounidense New Yorker, la agencia comenzó a promover la tesis de que el «gobierno cubano u otra nación extranjera, con el apoyo de Cuba, habían creado un nuevo tipo de dispositivo acústico de largo alcance que le permitía dirigir ondas sónicas poderosas». En las reuniones internas que comenzaron a realizarse en Washington, la CIA también se opuso a la recomendación del Departamento de Estado de aceptar la cooperación ofrecida por las autoridades cubanas. Argumentó que la información que se compartiera «podría ser usada por los perpetradores para mejorar sus acciones».

Era evidente su falta de interés por buscar opciones que permitieran avanzar en el esclarecimiento de estos hechos. Su intención era convertirse en un factor obstaculizador y avivar estos incidentes para convertirlos en un pretexto adicional en función de deteriorar los vínculos bilaterales en un contexto en el que estaba transcurriendo el complejo proceso de revisión de la política hacia Cuba en el gobierno de Trump.  

Según la investigación divulgada por ProPublica, la CIA comenzó a buscar especialistas médicos para atender a los oficiales supuestamente afectados. A principios de febrero, Michael Hoffer, profesor de otorrinolaringología en la escuela de medicina Miller de la Universidad de Miami, recibió una llamada telefónica de un doctor del Departamento de Estado familiarizado con la situación y le dijo: «tenemos un problema». Hoffer se había desempeñado como galeno durante veinte años en las fuerzas armadas de Estados Unidos y tenía experiencia en la atención a veteranos de guerra que padecían de trastornos auditivos.  El 6 de febrero, el primer caso denominado el «paciente cero» para proteger su identidad, viajó a recibir atención médica en el Sur de la Florida.

Por su parte, el jefe de la misión diplomática estadounidense en La Habana decidió manejar estos acontecimientos con mucha discreción. A finales de marzo, el «paciente cero» que había regresado de Miami le comentó a uno de sus colegas de la CIA que los exámenes médicos concluyeron que tenía «daños severos en sus oídos». Este último oficial, encontró la excusa ideal para plantearle al jefe de la misión diplomática estadounidense «tienes que organizar una reunión».    

El miércoles 29 de marzo, convocaron a todo el personal diplomático estadounidense en La Habana para comunicarle la situación que se había creado. La mayoría de los presentes escucharon por primera vez la referencia al misterio sónico. Los funcionarios no entendían lo que había sucedido y estaban completamente confundidos. Según un artículo publicado por The New York Times Magazine, uno de los funcionarios que participó en ese encuentro afirmó: «fue una percepción de histeria y preocupación».

Con esta reunión informativa, se crearon las condiciones para comenzar un proceso que los psicólogos y psiquiatras denominan trastorno por conversión o enfermedad psicógena masiva, lo que comúnmente se conoce como histeria colectiva. Los estadounidenses comenzaron a llamar a estos hechos «La Cosa». Era una nueva etapa dentro de esta trama que resultaba conveniente para los que necesitaban presentar este asunto como un «ataque» a la integridad física de los funcionarios y sus familiares.      

A finales de abril, se reportaron por las autoridades estadounidenses dos nuevos sucesos que tenían como peculiaridad que ocurrieron fuera de las residencias de los diplomáticos. En esta ocasión, el lugar «seleccionado» fue el Hotel Capri en el Vedado. Uno de los supuestos afectados fue un doctor que pertenecía coincidentemente a la Oficina de Servicios Médicos de la CIA y se encontraba en territorio nacional para labores de atención médica en la Embajada.

En este contexto y a partir de que el gobierno estadounidense presentó su primer resumen informativo sobre estos incidentes ante el Comité Selecto de Inteligencia del Senado en una sesión a puertas cerrada, Marco Rubio “se dio por enterado” y comenzó a presionar por una respuesta más enérgica por parte de la Administración. Según la investigación realizada por ProPublica, un funcionario familiarizado con estos sucesos se acercó al senador anticubano para quejarse sobre la manera en que la burocracia estaba manejando esta situación y Rubio afirmó el «Departamento de Estado tuvo una arrancada muy lenta en responder a esta amenaza».

En ese momento, las reuniones en Washington habían subido el tono. Por un lado, los diplomáticos estaban abogando por evitar una escalada y por otro la CIA ya estaba proponiendo cerrar la Embajada en La Habana. La agencia argumentaba que el riesgo de mantener a sus oficiales en Cuba era mayor que los beneficios que obtendrían a partir de que eran blancos de supuestos ataques sónicos. Las posiciones más hostiles iban ganando terreno en esta compleja disputa.

El 23 de mayo, el entonces subsecretario de Estado para asuntos políticos, Thomas Shannon, trasladó al Embajador cubano en Washington que dos diplomáticos de la Isla tenían que abandonar el territorio estadounidense. Era una clara y preocupante señal que indicaba el inicio de la politización abierta del tema.  

A partir de junio, un equipo del FBI viajó a La Habana en tres ocasiones para realizar investigaciones en el terreno e intercambiar con sus contrapartes de la Isla dando respuesta a la disposición trasladada, de manera reiterada, por el gobierno cubano a cooperar en el esclarecimiento de esta situación. Los encuentros se desarrollaron en un clima constructivo y profesional. Después de realizar varias acciones investigativas como examen del lugar de los hechos, entrevistas y análisis de muestras de audio, los especialistas estadounidenses expresaron que no disponían de evidencias que permitieran confirmar la ocurrencia de los citados «ataques».

Los investigadores del FBI en su afán por desentrañar estos extraños sucesos, se entrevistaron con el estadounidense Allen Sanborn, doctor en ciencias biológicas quien durante 30 años se ha dedicado al estudio de las poblaciones de cigarras en Latinoamérica y otras partes del mundo. Los representantes de la agencia especializada le solicitaron a Sanborn que escuchara cuidadosamente una docena de grabaciones realizadas por los supuestos afectados en la que se captaron los «ruidos».

El experto detenidamente escuchó y dijo: «las tres posibilidades son los grillos, las cigarras y los saltamontes tropicales, pero a mí me suenan como cigarras». Después de las pesquisas y estudios realizados, el FBI no había detectado la existencia de armas sónicas, solo tenían como «principal sospechoso» a un grupo de pequeños insectos que no eran capaces de generar los padecimientos de salud descritos por sus diplomáticos en La Habana.

En las reuniones internas entre la CIA, el FBI y el Departamento de Estado, el Buró Federal de Investigaciones después de varios meses de indagaciones no podía demostrar que existiera un arma, un atacante o un motivo, lo que constituyen los pilares en que se sustenta cualquier caso criminal. En esencia, no tenían evidencias que indicaran la ocurrencia de ninguna acción contra el personal estadounidense. Lo único concreto que podían mostrar como posible hipótesis era un puñado de cigarras.

Este camino que estaba tomando la investigación, no era del agrado de la CIA debido a que podría desinflarse la teoría de la «potente arma sónica». Era necesario acudir a los médicos que se enfocaban en los supuestos daños físicos que era un enfoque difícil de cuestionar. El 6 de julio, el jefe del buró de servicios médicos del Departamento de Estado, Charles Rosenfarb, convocó una reunión para analizar los resultados de los exámenes realizados por el doctor Michael Hoffer, especialista de la Universidad de Miami seleccionado por la CIA que atendió los casos.

Los galenos concluyeron que los diplomáticos podrían haber sufrido daños cerebrales y recomendaron que se evaluaran en el Centro de Reparación de Daño Cerebral de la Universidad de Pennsylvania. De esta manera, fue contactado Douglas Smith, director de esa institución, quien comenzaría un grupo de complejos y prolongados estudios de neurología. Por lo tanto, este asunto seguiría extendiéndose en el tiempo, lo que contribuyó al surgimiento de nuevas e interminables conjeturas.  

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