5 nov. 2018
William I. Robinson
¿Quién puede negar que el capitalismo global enfrenta una crisis orgánica, la más grave desde los años 1930? Su dimensión estructural es el problema insoluble de la sobre-acumulación y el estancamiento secular, no obstante, la reanudación del crecimiento en la economía global a partir del 2014. Pero la crisis también entraña una dimensión política, la de la legitimidad o de la hegemonía, de tal manera que el sistema se acerca a una crisis general del dominio capitalista.
Este hecho pareciera contra-intuitiva ya que la clase capitalista transnacional y sus agentes políticos están actualmente en la ofensiva. Si bien el Trumpismo ha tomado por asalto al sistema político norteamericano e inter-americano, el mismo responde a esta crisis del dominio capitalista. El Trumpismo y el espectro del fascismo del siglo XXI deben verse como una respuesta reaccionaria – y de algún modo desesperada - a esta crisis. Hemos de acordar que el fascismo, ya sea en su variante clásica del siglo XX o posibles variantes del siglo XXI, constituye una respuesta particular ultra-derechista a la crisis capitalista, tales como la de los años 1930 y la que se desató con el colapso financiero de 2008.
El fenómeno del Trumpismo, y más generalmente de la extensión de los movimientos del populismo derechista y neo-fascistas, deben entenderse en la perspectiva histórica de sendos ciclos de expansión seguido por crisis en el sistema capitalista mundial. Este sistema experimentó un periodo de fuerte expansión y prosperidad a raíz de la Gran Depresión de los años 1930 y la Segunda Guerra Mundial, la llamada “época dorada” post-Guerra del capitalismo mundial. Pero entró nuevamente en una crisis estructural en los años 1970, frente a la baja en la tasa de ganancia del capital y la llamada “estanflación” (estancamiento junto con inflación), la rebelión del Tercer Mundo a raíz de la descolonización, y la creciente fuerza de las clases trabajadoras y los movimientos anti-sistémicos alrededor del mundo, culminando en la “revolución mundial” de 1968. Todo apuntaba en ese año hacia una crisis general de hegemonía.
Pero los grupos dominantes no se quedaron con los brazos cruzados. Emprendieron una vasta reestructuración del sistema. La emergente clase capitalista transnacional (CCT) se lanzó a la globalización capitalista para liberarse de las reservas y los encierros del estado-nación y en particular de la fuerza que las clases populares nacionalmente contenidas podían esgrimir a nivel del estado-nación, y de esta manera hacer retroceder el poder de estas clases y revertir la correlación de fuerzas sociales y clasistas a nivel mundial a favor del emergente capital transnacional. Así entramos en la larga noche del neo-liberalismo. Comenzando con los regímenes Reagan-Thatcher en la década de los 1980, el capitalismo mundial experimentó una profunda reestructuración y una nueva ola expansiva. Impulsada por la nueva tecnología de la computarización y la informática, esta reestructuración entrañó el montaje de un sistema globalizado de producción y de finanza.
La globalización facilitó un boom en la economía global en la última década del siglo XX en la medida que los ex-países socialistas se integraron al mercado global y el capital transnacional, liberado del estado-nación, emprendió una enorme ronda de despojos y de acumulación a nivel mundial. En América Latina y a lo largo del antiguo Tercer Mundo, surgieron elites y grupos capitalistas transnacionalmente orientados que desplazaron a los grupos dominantes nacionalmente orientados y se integraron al bloque hegemónico del nuevo capitalismo global. La CCT descargó los excedentes anteriormente acumulados y reanudó la generación de ganancias en el emergente sistema globalizado de producción y finanzas mediante la adquisición de los bienes privatizados, la extensión de las inversiones en la minería y la agro-industria a raíz del despojo de centenares de millones de personas en el campo y una nueva ola de expansión industrial facilitado por la revolución en la informática.
Las clases populares pasaron a la defensiva y la desorganización. Pero el clamor de estas clases cobró fuerza para virajes del siglo mientras la economía global nuevamente entró en estancamiento, expresado en la crisis financiera asiática de 1997-99 y la recesión mundial de 2000-01. A nivel estructural, la globalización vino a agravar espectacularmente el problema de la sobre-acumulación. Intrínseco al sistema capitalista es la polarización de los ingresos, es decir, el enriquecimiento de un polo y el empobrecimiento del otro polo en la relación antagónica entre el capital y las clases subordinadas. Esta tendencia ha sido contrarrestada históricamente por varias contra-tendencias, entre ellas, las luchas populares que obligan al capital a reducir la tasa de explotación y la intervención del Estado en el mercado para efectuar una redistribución en los ingresos por medio de las políticas impositivas, salariales, etcétera.
Pero al globalizarse, el capital transnacional sorteó las restricciones impuestas por el estado-nacion a su libertad de acumulación. En resumidas cuentas, el mayor poder estructural alcanzado por la CCT le ha permitido socavar las políticas redistributivas e imponer un nuevo régimen laboral a la clase obrera global basado en la flexibilización y la precarización (proletarización bajo condiciones de inseguridad y precariedad permanente y sin el emparo del estado). Los Estados ya no pueden captar y redistribuir los excedentes. Se esfuman las palancas para contrarrestar la polarización a nivel nacional y en el sistema global. El resultado ha sido un espiral sin precedente de desigualdades globales. Los datos sobre estas desigualdades, recompilados y publicados cada año por Oxfam, ya son bien conocidos: solo el uno por ciento de la humanidad controla más del 50 por ciento de la riqueza del mundo, el 20 por ciento controla el 95 por ciento, el 80 por ciento, la gran masa de la humanidad, tiene que conformarse con apenas el 5 por ciento de esa riqueza.
Dadas estas extremas desigualdades, el mercado global no puede absorber la producción de la economía global. La CCT no puede encontrar salidas para el excedente acumulado. A nivel global, los grandes conglomerados del capital reportan niveles record de ganancia mientras las tasas de inversión decrecen. Se trata del capital ocioso – ¡pero el capital no puede quedarse ocioso! Tiene que buscar donde invertir y seguir acumulando.
En este sentido, la crisis capitalista consiste precisamente en que existen obstáculos a la acumulación de capital y por ende la tendencia hacia el estancamiento. Estructuralmente se trata del agotamiento de nuevas oportunidades para invertir.
Es ante esta situación que el capital y sus agentes políticos y los Estados capitalistas buscan abrir nuevas oportunidades de acumulación típicamente por la violencia, ya sea directa o estructural. Ejemplos de la violencia directa para abrir oportunidades de acumulación son la invasión a Iraq, la llamada “guerra contra las drogas” y la farsa de la “guerra contra el terrorismo”. La violencia estructural consiste, por ejemplo, en las políticas neoliberales, la estrangulación por medio del endeudamiento, como en Grecia, etcétera.
No es de sorprenderse que la crisis desata fuertes conflictos sociales, políticos, ideológicos, y militares. Es lo que estamos viviendo ahora. La crisis estructural del capitalismo global es el telón de fondo de la peligrosa escalada de las tensiones internacionales y además es pieza clave para entender el fenómeno del Trumpismo. Pero antes de pasar al análisis del Trumpismo y el espectro del fascismo del siglo XXI, hay be resaltar la segunda dimensión de la actual crisis, la de la legitimidad o de la hegemonía.
Los Estados enfrentan una contradicción entre la necesidad de promover la acumulación transnacional de capital en sus territorios, por un lado, y la necesidad de lograr la legitimidad política por el otro. Esta contradicción, a cambio, expresa una contradicción más profunda, entre un proceso de globalización económica que se desenvuelve en el marco de un sistema de autoridad política basada en el sistema de estado-nación. Los gobiernos alrededor del mundo experimentan crisis galopantes de legitimidad de cara a las desigualdades sin precedente y las penurias impuestas sobre las clases trabajadoras por la globalización capitalista.
Entra el Trumpismo
El Trumpismo y otros movimientos ultra-derechistas y neo-fascistas alrededor del mundo representan una respuesta ultra-derechista a la crisis del capitalismo global. Constituyen intentos contradictorios de refundar la legitimidad del estado frente a las condiciones desestabilizantes de la globalización capitalista. Las crisis de legitimidad generan políticas desconcertantes y contradictorias de gestión de crisis que aparenten ser esquizofrénicas en el sentido literal de elementos inconsistentes o en conflicto. Esta gestión de crisis esquizofrénica nos ayuda a entender la naturaleza contradictoria de la dominación política en la época del capitalismo global, así como el resurgimiento de fuerzas ultra-derechistas y neo-fascistas y específicamente el caso de estudio del Trumpismo.
Contrario a lo que se piensa, Donald Trump es miembro de la CCT, ya que tiene fuertes inversiones alrededor del mundo. Su “populismo” y discurso anti-globalización responden a la demagogia y la manipulación políticas en función de un proyecto de reconquistar la legitimidad del Estado y reconstruir un bloque hegemónico en Estados Unidos. El Trumpismo no es un desvió sino la encarnación de la dictadura emergente de la CCT. Para parafrasear el gran estratega militar prusiano Carl von Clausewitz, quien hizo la famosa declaración “la guerra es una extensión de la política por otros medios”, el Trumpismo, y en diversos grados los otros movimientos ultra-derechistas alrededor del mundo, constituyen la extensión de la globalización capitalista por otros medios, a saber, mediante un estado policiaco global que se expande y una movilización neo-fascista.
Más allá de la retórica, no hay en el absoluto nada populista del programa económico de Trump. De hecho, el Trumpismo viene a intensificar el neo-liberalismo en Estados Unidos junto con un mayor papel del Estado para subsidiar la acumulación transnacional de capital frente al estancamiento. El “Trumponomicos” abarca la desregulación – el virtual aplastamiento del Estado regulatorio – un mayor recorte del gasto social, un vasto programa de privatizaciones, la reforma impositiva a favor de los ricos y el capital y explícitamente en contra de los pobres y la clase obrera, y una escalada de medidas de persecución sindical: en resumidas cuentas, el neo-liberalismo en esteroides. La CCT está encantada con estas políticas neo-liberales y anti-obreras de Trump, pero desconcertada por su conducta impetuosa y su bufonería.
Así, el Trumpismo no es más que una intensificación dramática (en el sentido literal de drama, teatralidad) más que una desviación de la agenda derechista de la globalización capitalista represiva que se remonta a los gobiernos Reagan-Thatcher. El Trumpismo y otras respuestas ultra-derechistas a la crisis del capitalismo global persiguen ahora crear un nuevo balance de fuerzas políticas de cara al desmoronamiento del efímero bloque histórico del capitalismo global. Puede ser que estamos en las puertas del cesarismo tal como lo plantea Gramsci, en el cual una figura carismática aparece para resolver un empate inestable en el balance de las fuerzas políticas y sociales o en una coyuntura de ruptura hegemónica.
Si bien no se puede caracterizar Estados Unidos como fascista a estas alturas, Trump en si es un fascista y a partir de su elección a la presidencia, se convierte en la cabeza más visible de un proyecto neo-fascista en formación. Los movimientos neo-fascistas en Estados Unidos han experimentado una rápida expansión desde el viraje del siglo en la sociedad civil, y también en el sistema político mediante el ala derecha del Partido Republicano. Trump demostró ser la figura carismática capaz de galvanizar y envalentonar las diversas fuerzas neo-fascistas, desde los supremacistas blancos, los nacionalistas blancos, las milicias privadas, los neo-Nazi y Ku Klux Klan, los llamados “Guardianes del Juramento” (conformado por ex-militares y policías de la derecha), el Movimiento Patriótico, los fundamentalistas cristianos, y los grupos de vigilancia anti-inmigrante. Alentado por la fanfarronea imperial de Trump, su retórica populista y nacionalista, su propensión al autoritarismo, y su discurso abiertamente racista, estos grupos han comenzado un proceso de polinización cruzada en un grado sin precedente en las últimas décadas. Han logrado tener una presencia en la Casa Blanca de Trump y en los gobiernos estatales y locales alrededor del país. Muchas de estas organizaciones han establecido unidades paramilitares en un proceso que a menudo entraña una cierta colaboración con las agencias represivas del Estado.
Más allá de estos grupos organizados, los proyectos del fascismo del siglo XXI buscan organizar una base de masas entre los sectores que anteriormente ocuparon una posición privilegiada o que gozaron de cierta estabilidad, tales como la aristocracia labor del considerado Primer Mundo y capas medias y profesionales en el antiguo Tercer Mundo, quienes ahora experimentan una mayor inseguridad e inestabilidad en sus condiciones laborales y de vida, el desconcierto y el espectro de la movilidad hacia abajo. Estos sectores en Estados Unidos, en su mayoría blancos, tuvieron históricamente ciertos privilegios que ahora van perdiendo a pasos agigantados frente a la globalización capitalista. El racismo y el discurso racista desde arriba persiguen canalizar a esos sectores hacia una conciencia racista y neo-fascista de su condición.
Al igual que su predecesor del siglo XX, este proyecto gira alrededor del mecanismo psico-social del desplazamiento del temor y ansiedad de las masas en momentos de aguda crisis capitalista hacia las comunidades designadas como chivos expiatorios, tales como los trabajadores inmigrantes, los musulmanes, y los refugiados en Estados Unidos y Europa, los musulmanes en la India, o los Palestinos en Israel. Las fuerzas ultra-derechistas efectúan este mecanismo mediante un discurso de xenofobia, ideologías desconcertantes que abarcan la supremacía racial/cultural, un pasado mítico e idealizado, el milenarismo, y una cultura militarista y masculinista que normaliza y hasta glorifica la guerra, la violencia social, y la dominación. En este sentido, la ideología del fascismo del siglo XXI descansa sobre la irracionalidad – la promesa de restaurar la seguridad y la estabilidad no es racional sino emotiva. El discurso público del régimen de Trump del populismo y nacionalismo, como ya señalé, no guarda ninguna relación a sus verdaderas políticas.
El fascismo del siglo XXI y estado policiaco global entrañan una triangulación entre: las fuerzas ultra derechistas, autoritarias y neo-fascistas en la sociedad civil; el poder político reaccionario y represivo en el Estado; y el capital corporativo transnacional. Respecto a este último, las fracciones de capital más propensas a un fascismo del siglo XXI parecen ser el capital financiero especulativo, el complejo militar-industrial-seguridad, y las industrias extractivistas – estas tres, a cambio, entrelazadas con el capital de alta-tecnología/digital. Los complejos extractivistas y energéticos deben desalojar a las comunidades para poder apropiarse de sus recursos, lo que les hace propensos a los arreglos represivos y hasta neo-fascistas. La acumulación de capital en el complejo militar-industrial-seguridad depende de la guerra sin fin y de los sistemas de control social y represión. Y la acumulación financiera requiere de cada vez más endeudamiento y mayor austeridad, lo que es muy difícil, sino imposible, de imponer mediante los mecanismos consensuales.
Pero existe una contradicción fundamental en el proyecto neo-fascista en Estados Unidos. El populismo y el nacionalismo de Trump no tiene sustancia material, es decir, su sustancia se limita a los simbólico. He aquí el significado de su retórica fanática de “construir el muro” en la frontera Estados Unidos-México. Dicho muro es simbólicamente indispensable para sostener una base social, dado que el Estado no tiene la capacidad de ofrecer a los potenciales adeptos un soborno material a cambio de su respaldo al proyecto Trumpista/neo-fascista. Es decir, los sectores que forman la base social de Trump no reciben beneficios materiales a cambio de su apoyo. Bajo estas condiciones, el “capital simbólico” – para evocar el termino introducido por el sociólogo francés Pierre Bourdieu - se vuelve urgente para reproducir la dominación material de la CCT y sus agentes.
Asimismo, las medidas proteccionistas y arancelarias de Trump no se dirigían a complacer a la CCT sino a apaciguar la intranquilidad de sectores de la clase obrera que conforman parte importante de su base social. Los grupos gremiales de la CCT en Estados Unidos salieron en contra de los aranceles contra China y otros países. Es más, los hermanos multi-millonarios Koch, ultra-conservadores magnates de negocios de hidrocarbonos y fervientes patrocinadores de Trump en su campaña electoral de 2016, cambiaron de posición cuando Trump promulgó sus planes proteccionistas. En 2018 lanzaron una campaña en contra de las aranceles, gastando decenas de millones de dólares para derogarlas. Sencillamente, la CCT no tiene ningún interés en el nacionalismo económico.
Existe en efecto una creciente reacción contra la globalización capitalista entre las clases populares y trabajadoras, los sectores nacionalmente-orientados de las elites, y los populistas de derecha. Por un lado, la CCT y las elites transnacionales están bien dispuestas a respaldar las dimensiones represivas del neo-fascismo para controlar las revueltas de las clases populares. La CCT ya está política- y materialmente comprometida con el estado policiaco global. Pero por el otro lado, la CCT busca desesperadamente como combatir la reacción contra la globalización. La CCT y sus agentes están a la deriva. No tienen estrategia para calmar las aguas. Esta realidad pone en relieve la naturaleza altamente conflictiva del capitalismo global y la incertidumbre respecto al rumbo de la globalización frente a las contradicciones explosivas y la amplia oposición que la misma genera.
¿Y América Latina?
Frente a la sobre-acumulación y el estancamiento, el gran reto ahora que enfrenta el sistema es: ¿dónde encontrar salidas para los excedentes acumulados? En la actualidad, el sistema busca una nueva ronda expansiva y no le es fácil encontrarla. Busca expandirse en: 1) guerras, conflictos y militarización; 2) una nueva ronda de despojos, tal como sucede ahora en América Latina; 3) un saqueo aún mayor de los Estados. La crisis global es el telón de fondo para entender el entorno latinoamericano. La CCT busca intensificar violenta expansión mercantil en América Latina y apropiarse de tierras y recursos, con la confabulación de la resurgente Derecha y extrema-Derecha latinoamericana.
El entorno latinoamericano debe ser analizado en el mismo contexto histórico y sistémico que hay que entender el surgimiento del Trumpismo. En las últimas dos décadas se produjo una fuerte expansión del capitalismo global en la región, impulsado tanto por los gobiernos de la Derecha como por los de la Izquierda. Esta expansión del sistema se ha dado en dos sentidos. Primero es una expansión extensiva: la conquista del campo y la mercantilización por parte del capital transnacional y sus capas locales y la integración de lo que quedaba de los reductos autónomos. En Honduras, por ejemplo, las comunidades Afro-hondureñas (Garífunas) e indígenas están envueltas en una lucha de vida y muerte contra los mega-proyectos, la agro-industria, y el turismo transnacional. Igual en Guatemala, Colombia, Brasil, Ecuador, y otros países. Segundo es una expansión intensiva: una profundización del neo-liberalismo. Se viene convirtiendo en mercancía a los espacios que aún quedaba fuera de la lógica del mercado, conforme la lógica de la acumulación de capital – salud, educación, agua y otros servicios públicos, esferas de la cultura, y desenfrenada privatización del Estado.
La nueva oleada de intervención norteamericana propugnada por el gobierno de Trump persigue imponer en América Latina, como reflexión en un espejo, el mismo proceso Trumpista que se desarrolla en Estados Unidos. Se acopla el renovado asalto de capital transnacional a los abundantes recursos de la región con la inclinación hacia regímenes de extrema Derecha, autoritarios y dictatoriales, como en Honduras, Brasil, Guatemala, etcétera, y en el caso de Colombia, ya impera el verdadero fascismo del siglo XXI. Las políticas Trumpistas – desde la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte hasta la intensificada agresión contra Venezuela y el apoyo a los gobiernos de la extrema-Derecha – no es más que un instrumento de la CCT para forzar una mayor apertura e integración a los nuevos circuitos globalizados de acumulación en esta época del capitalismo digital y la hegemonía del capital financiero transnacional.
Hay que ver con franqueza como los límites de la Izquierda abrieron espacio para la Derecha. Con algunas excepciones, la Izquierda en el Estado no emprendió transformaciones estructurales de las relaciones de propiedad y la estructura de clase. Esta Izquierda persiguió un asistencialismo basado en captar y redistribuir los excedentes generados por la expansión de las exportaciones de materia prima en asociación con la CCT. Los programas asistenciales dependieron de los caprichos del mercado global controlado por la CCT. Cuando se desplomaron los precios de los commodities a partir de 2011 y en adelante, la Izquierda perdió las bases de su tímido proyecto.
Las luchas de masa contra el neo-liberalismo rompió la hegemonía neo-liberal hacia finales del siglo XX y la Izquierda llegó al poder levantando la bandera anti-neo-liberal. Pero la Izquierda ahora ha perdido la hegemonía conquistada. Dicha hegemonía está en disputa con el regreso de la Derecha revanchista. Lo que queda de la Izquierda en el gobierno está enfrentando una escalada de agresión por parte de la CCT, la derecha internacional, y Estados Unidos. Hay un evidente desfase entre movimientos sociales pujantes e Izquierda partidaria e institucional francamente menguante. Solo la movilización desde abajo puede generar un contrapeso al control que ejerce desde arriba el capital transnacional y el mercado global sobre los Estados capitalistas latinoamericanos.
Tomado de Alainet