6 jun. 2017
Víctor M. Toledo
En su largo trayecto a través de la historia, unos 200 mil años, nunca la especie humana se había enfrentado a una situación como la que prevalece hoy día. Si la evidencia científica acumulada durante décadas nos indica que la humanidad para sobrevivir tuvo que civilizarse ante las restricciones y límites marcados por la naturaleza, entendida ésta como la envoltura de la que depende toda acción humana, sea individual o colectiva, hoy este principio se ha vuelto especialmente decisivo, porque los impactos que el ser humano ha generado han alcanzado al ecosistema planetario. La acción humana afecta, entorpece y modifica ya los grandes ciclos y procesos globales del planeta. Esta conclusión parte, a su vez, de otro apotegma: las relaciones que los seres humanos establecen con la naturaleza se encuentran inexorablemente ligadas a las relaciones que los seres humanos establecen entre ellos mismos. Dicho de otra forma, para superar la peligrosa amenaza que genera el calentamiento planetario a consecuencia de la contaminación y las transformaciones provocadas por la civilización moderna e industrial, no serán suficientes las modificaciones tecnológicas, económicas, institucionales, etcétera. Estamos ante una civilización en crisis y ello supone una transformación civilizatoria, una revisión profunda de los modos de vida dominantes.
El retiro ordenado por Donald Trump de los acuerdos sobre la crisis climática alcanzados en la Cumbre de París en 2016, conforma un exabrupto estelar porque justamente hace que el mayor causante histórico de la contaminación de la atmósfera se niegue a participar en una acción colectiva y concertada. Hoy civilizarse significa como primer paso tomar acuerdos de carácter internacional, es decir, decisiones de nivel de especie o humanidad que superen o sacrifiquen los intereses particulares o sectoriales de carácter nacional, económicos, religiosos, de clase, ideológicos o políticos, porque estamos ante un peligro global, esto es, universal, que no respeta fronteras de ningún tipo. La salvaje decisión de Trump resulta absurda, inexplicable e irracional en al menos tres dimensiones, y conforma en el fondo un acto supremo de estupidez promovido por la mitad de los ciudadanos del país más poderoso (que no ilustrado) del mundo.
Contra la ciencia. La emergencia provocada por la crisis ecológica, que fue documentada por un puñado de investigadores, básicamente biólogos y ecólogos, hace unas cinco décadas, hoy se ha convertido en el mayor reto para la ciencia contemporánea. Ello obligó a pasar de una ciencia fragmentada, neutra, especializada y dedicada a las necesidades de las corporaciones (lo que aún domina), a una ciencia interdisciplinaria e internacional, dirigida a comprender integradamente las relaciones entre la sociedad y la naturaleza y plantear soluciones. Para ello no sólo han contribuido miles de científicos de las ciencias naturales, que en colectivos internacionales se han dedicado a entender los procesos físicos, químicos, biológicos y geológicos del planeta, sino los investigadores de las ciencias sociales que atienden las dimensiones históricas, culturales, económicas, demográficas y políticas de la crisis. Para que el lector se dé una idea, hoy la llamada ciencia para la sustentabilidad dispone de unas 90 revistas científicas dedicadas al tema, y entre 1974 y 2010, 37 mil autores de 174 países publicaron más de 20 mil artículos (ver). Para el tema específico del clima del planeta existe desde 1988 el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por su acrónimo en inglés), que ha producido los cinco reportes sobre los que los países y el mundo toman sus decisiones. Todo esto Trump lo ignora, o finge ignorarlo, pues se mantiene en la oscuridad de las creencias y los dogmas al negar como avestruz que mete la cabeza en la tierra, todo el cúmulo de datos, evidencias y análisis generados formidablemente por el pensamiento racional y crítico. Aún más, desde la ciencia se va decantando lo que parece ser una contradicción insalvable entre la lógica del sistema capitalista y los procesos que mantienen funcionando el ecosistema del planeta.
Contra el planeta. Han pasado 45 años desde la primera reunión internacional sobre el ambiente (Estocolmo, 1972) y 25 desde la primera Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992) y, aunque existen acuerdos para detener el cambio climático (como el Protocolo de Kyoto), lo cierto es que las medidas tomadas han sido prácticamente nulas. El único logro de la Cumbre de París, cuyos acuerdos no son vinculantes (no obligan a nada), es que se logra que los países reconozcan el fenómeno y cada uno plantee acciones dentro de sus fronteras. Por ello el calentamiento global y sus diversos impactos se ha ido empeorando. En 2016 volvió a batirse el récord de máxima temperatura y el siglo XXI registra 16 de los 17 años más calientes desde que comenzó a medirse en 1880. Por ello la reducción de los cascos polares (tanto en el Ártico como el Antártico), así como el deshielo de los principales glaciares del mundo se sigue acelerando. Lo mismo ocurre con el nivel del mar y con los episodios meteorológicos extremos: sequías, inundaciones, incendios forestales, huracanes y tifones. La decisión de Trump pone más fuego a la hoguera, es decir, acelera el paso hacia un colapso global que, como hemos planteado en otras colaboraciones, podría darse hacia 2050.
Contra la humanidad. La crisis ecológica global pone en duda todo el armazón de la civilización moderna, porque ignora y niega lo que justo permitió a la humanidad sobrevivir en el pasado: la cooperación. Esto pone a la especie en un peligro supremo, y ubica a Trump, y el oscurantismo que le acompaña y protege, en la cúspide de la irracionalidad. Trump es el campeón de la competencia, el individualismo, la mercantilización y el odio a los otros . Mientras, el mundo se concientiza y toma nota.
Tomado de La Jornada