Análitico

Posdemocracia

26 jun. 2019
Frei Betto
El banquero David Rockefeller declaró lo siguiente a Newsweek International en febrero de 1999: “En los últimos años existe una tendencia a la democracia y a la economía de mercado en muchas partes del mundo. Eso ha reducido el papel de los gobiernos, lo que resulta favorable para los hombres de negocios (…) Pero la otra cara de la moneda es que alguien tiene que ocupar el lugar de los gobiernos, y el business me parece la institución lógica para hacerlo.”

La caída del Muro de Berlín en 1989 marcó el rechazo al estatismo. En 1979, Hayek, un gurú del neoliberalismo, ya abogaba por “destronar la política” en nombre de la “espontaneidad” del mercado: “La política ha asumido un lugar demasiado importante, se ha tornado muy onerosa y perjudicial al absorber mucha energía mental y muchos recursos materiales.”

Es lo que viene sucediendo en el mundo entero. Decepcionados con la política y los políticos, los electores optan por elegir empresarios, con la esperanza de que gobiernen el país tan bien como dirigieran sus empresas. En la larga lista de empresarios convertidos en gobernantes se encuentran Berlusconi (1994) en Italia; Piñera (2010 y 2018) en Chile; Macri (2015) en Argentina; Trump (2016) en los Estados Unidos y Macron (2017) en Francia.

Esos hombres tienen la ambición de administrar el estado como una empresa familiar, tal como prometió Erdogan al asumir el gobierno de Turquía. Desde esa óptica, se desprestigia a las instituciones democráticas y se las considera un estorbo al desempeño del presidente-CEO. Este, convencido de su carisma, adopta una práctica “decisionista”, término acuñado por el jurista nazi Carl Schmitt en su Teología política (1922) para denotar el modo de tomar decisiones con autoridad y determinación, sin preocuparse por las consecuencias.

Sin embargo, se produce un proceso de debilitamiento del Estado y de fortalecimiento de las corporaciones empresariales y de la institución fiadora de la libertad del capital en lo relativo a los derechos de la ciudadanía: las fuerzas armadas. El Estado, ahora una institución híbrida, se despolitiza, se reduce a la función de mero gestor, lo que explica la eliminación de la Filosofía y la Sociología en las universidades públicas. Las corporaciones asumen el papel de nuevos sujetos políticos, y sus tentáculos se extienden por las redes del estado, como demuestra Lava Jato, sobre todo en los casos de Petrobras y Odebrecht, y las bancadas corporativas del Congreso Nacional.

Un fenómeno semejante se dio con la modernidad –que desbancó la reforma gregoriana de los siglos XI y XII– cuando el Estado-Iglesia le cedió su lugar a las instituciones democráticas, ahora amenazadas por la “privatización” del espacio público y de los derechos civiles, como muestra la propuesta de capitalización de la reforma de la Seguridad Social. El deber del Estado se desplaza a la defensa de los privilegios de la elite empresarial y bancaria.

En el Estado-Iglesia, la ideología predominante era la teología. En el Estado-empresa, la garantía de la hegemonía cultural es la laicidad de las empresas mecenas, como otrora Petrobras o la multiplicidad de institutos culturales del sistema S, de los bancos y de otras corporaciones como Google, Amazon, Facebook, etc.

El advenimiento del Estado-empresa es una prueba de la “revolución pasiva” descrita por Gramsci, esto es, reformar para preservar, o en palabras de otro italiano, Lampedusa, “cambiar para que todo siga igual”.

La corporocracia es el rostro de la posdemocracia. Y entre las corporaciones se incluyen las fuerzas armadas, supuestamente despolitizadas. De ahí el disgusto del presidente-avatar y del poder Ejecutivo-empresario con la insumisión de los parlamentarios y el poder judicial. En la lógica de cualquier empresa, los que se oponen a las decisiones del mando deben ser sumariamente excluidos. El Brasil de las corporaciones por encima de todo y del dios creado a imagen y semejanza de ellas por encima de todos.

Ante esa amenaza, el desafío consiste en intensificar la repolitización de la política y la desprivatización del Estado. Eso solo se dará mediante el fortalecimiento de las instituciones democráticas y, sobre todo, de los movimientos sociales, a fin de ampliar los mecanismos del protagonismo popular en la esfera del poder.
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