28 abr. 2020
En Contagio (2011), un filme que en los últimos meses redescubrieron millones de personas en cuarentena en el mundo –al punto de avanzar al top ten de iTunes y al top 20 en Google Play– y asombró a científicos y cinéfilos por sus puntos de contacto con la situación actual, la trama (marcada por una pandemia en la que un nuevo virus causa gran mortandad global) cierra con una secuencia que revela el origen de la cadena de infección.
Un buldócer derriba una palma y espanta a varios murciélagos, uno de los cuales va a una plantación de plátano y toma un mordisco de fruta, pasa por un criadero de cerdos y arroja un pedazo que va a la boca de uno de los animales, que termina en un restaurante de Hong Kong, llevando el virus que portaba el quiróptero e infectando, por vía del chef, a la paciente índice o primer caso identificado, quien, coincidentemente, es una ejecutiva de la empresa propietaria del buldócer.
En Contagio lo vemos todo o casi todo: el inicio de la epidemia, luego pandemia; las muertes, las cadenas de contagio, la incertidumbre, el número básico de reproducción (R0, con el que es posible estimar el alcance de una epidemia), el colapso de sistemas sanitarios, la manipulación informativa, la especulación, la disrupción social y económica, el caos cuando se rompen las estructuras que mantienen la sociedad funcionando, la investigación y el desciframiento de las características del virus, el peligro que implican los casos asintomáticos y la necesidad del distanciamiento social, la cuestión final de cómo llevar la vacuna a todos, los fómites (esas superficies en las que permanece el patógeno, que tanto nos preocupan hoy y que explican por qué es clave lavar constantemente nuestras manos)…
Pero hay más, y está precisamente en esa secuencia que ocupa el minuto y medio final de la película, especie de parábola que comienza con el buldócer derribando la palma, irrumpiendo y destruyendo el sitio donde habita el murciélago portador, y concluye cuando el chef que prepara el cerdo infectado por el virus en una mesa de la cocina, poniendo aliño en la boca del animal, es llamado al salón porque una ejecutiva de Estados Unidos quiere hacerse una foto con él.
Se saludan, el chef toma en sus manos sin lavar, infectadas, las de Beth Emhoff (Gwyneth Paltrow). Sonríen para la foto y, desde ese momento, Emhoff inicia la cadena de contagios con un virus que se propaga rápidamente y en pocas semanas provoca 26 millones de muertes.
Desde hace años, científicos, expertos y ONG ambientalistas y organizaciones como la ONU, el Pnuma y la OMS advierten sobre las consecuencias que pueden traer la pérdida del hábitat de las especies –por la explotación intensiva de los ecosistemas, la deforestación, la expansión de centros urbanos y el calentamiento global, entre otras causas–, la violación de regulaciones sanitarias en las redes de comercialización y los mercados de venta (especialmente los de animales vivos), y el tráfico ilegal de especies exóticas.
La pandemia de COVID–19 pone en primer plano esas advertencias.
Aun cuando es una emergencia real y afecta miles de millones de vidas en el planeta, empresas, industrias, economías domésticas y nacionales y sistemas alimentarios, de salud, enseñanza, seguridad social…; cancela proyectos personales y colectivos; cierra fronteras y detiene ciudades y países, no oculta la otra crisis catalogada como la mayor amenaza que enfrenta la humanidad, la ambiental –transversal a todas las crisis que vive hoy el planeta–, sino que es parte de ella y se relaciona con sus causas y manifestaciones.
Es, también, un recordatorio de la imperiosa necesidad de un cambio radical en las formas de vida y producción de la humanidad, en su relación con la naturaleza y el resto de las especies que pueblan el planeta, y, a la vez, una oportunidad para que cuando todo eche a andar, sociedades y economías partan de bases más sostenibles y con el aprendizaje de que la cooperación es la única salida para afrontar las crisis actuales.
No serán el último nuevo virus, la última epidemia, la última zoonosis en un mundo de ecosistemas en tensión, globalizado sin equidad, de grandes conglomerados humanos en desventaja y en creciente presión demográfica, con una filosofía de reproducción económica que sigue postergando de forma general la inversión ambientalmente sostenible porque no es legalmente obligatoria, o no es un urgente, o porque sus costos son vistos como superfluos o aparentemente carentes de retorno.
Sin embargo, esa inversión ha probado ser rentable y, a la larga, el “retorno” generado por no tenerla en cuenta llega en forma de los costosos daños de corto y largo plazo que provocan los eventos de clima extremo, sequías, pérdida de biodiversidad, epidemias, desplazamientos humanos y otros fenómenos, en un círculo vicioso que se va estrechando por el deterioro del equilibrio climático y que en su fase final solo promete el daño permanente. Más que la mitigación posible, tendremos entonces como única posibilidad la adaptación forzosa.
Una experta señalaba a la BBC que los virus son estructuras sencillas, “ácido nucleico, material genético, cubierto de una proteína y, en algunos casos como el del coronavirus, con una cobertura adicional que proviene de la célula”. Pero, con su envergadura de unos pocos nanómetros, son muy poderosos, porque tienen la capacidad de ingresar a una célula y “secuestrar todo ese mecanismo metabólico para que la célula se dedique a producir más de ellos”.
Son simples y eficientes en su mecanismo de replicación, se adaptan a los organismos que infectan y convencen a sus células de que se “dediquen exclusivamente a hacer copias de ellos”. Es así que garantizan “pasar de un individuo a otro, esparcirse y, por lo tanto, poner en riesgo todos los sistemas de salud cuando hay un brote” como el actual, que ha causado disrupciones a una escala sin precedentes y en un tiempo récord.
Hoy es aún más perentorio el cambio de rumbo en un mundo que conoció en menos de dos décadas la emergencia de coronavirus causantes de síndromes respiratorios graves como el SARS-CoV, el MERS-CoV y ahora el SARS–CoV–2; donde los “nuevos” desastres son más frecuentes y llegan a convertirse en traumática normalidad (en menos de un año presenciamos eventos atmosféricos devastadores como el huracán Dorian, récords de temperaturas extremas y la concentración de CO2 en atmósfera más alta en millones de años; meses de fuegos en la Amazonía y otros puntos del planeta; luego, inmensos incendios en Australia. Luego, la pandemia de COVID–19).
“Los grandes cambios parecen imposibles al principio e inevitables al final”. (Bob Hunter, fundador de Greenpeace)
Hay formas en que la actual emergencia –en el año que abre una década catalogada de crítica para lograr la mitigación de la crisis climática global y evitar un escenario de consecuencias duraderas e irreversibles que comprometan el futuro de la humanidad– puede ser la oportunidad para ese cambio. La maquinaria que debemos echar a andar es infinitamente más compleja que un virus.
En un escenario pos–COVID–19, una recuperación acertada “requerirá no solo medidas macroeconómicas activas y específicas, sino una serie de políticas correctivas y reformas institucionales necesarias para construir un crecimiento robusto, sostenido, equitativo y respetuoso con el clima, que reducirían las posibilidades de un colapso económico posterior”, según la Conferencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (Unctad).
Esta época de COVID–19 muestra que sí son posibles intervenciones drásticas de los Estados para adecuar la actividad económica a niveles que permitan enfrentar una amenaza real a la vida humana y a las sociedades.
En tiempos de normalidad, la actual tensión entre el requerido aislamiento y la necesaria reproducción económica para el funcionamiento de las sociedades podría ser superada con políticas de sostenibilidad y equidad, que incluyan desde tecnologías verdes y matrices energéticas neutras en carbono hasta, por ejemplo, soluciones puntuales como sistemas públicos de banda ancha de alta calidad que faciliten implementar el teletrabajo como alternativa al movimiento diario de millones de personas a sus empleos en las grandes ciudades, con una pesada huella de carbono que no puede seguir absorbiendo el planeta sin que se disloque el equilibrio climático.
Reconfirma, además, para incrédulos o negacionistas, el hecho de que prevenir, evitar, mitigar hoy y antes, siempre será mejor (menos oneroso en términos de costos humanos, sociales, económicos y financieros, sin obviar los propiamente naturales) que afrontar las consecuencias de un desastre anunciado.
En los últimos años, científicos advirtieron sobre el hecho de que, en términos de una pandemia, no se trataba de si habría una nueva o no, sino cuándo. En el caso de la crisis climática y ambiental, las advertencias han sido muy claras desde hace 30 años.
Las catástrofes están perdiendo su carácter de fenómeno extraordinario. En los últimos 20 años, el número de desastres se ha duplicado y el 90% han estado relacionados con el cambio climático de una forma u otra. La frecuencia e intensidad de fenómenos como huracanes, sequías e inundaciones se está convirtiendo en nueva normalidad. (Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres, noviembre de 2019)
Cambio temporal, amenaza permanenteConfinamiento de miles de millones de personas; servicios públicos, industrias, carreteras y calles en cierre; casi la totalidad de la flota aérea mundial en tierra; bajón en la demanda mundial de petróleo y en la actividad económica –desde el turismo y los viajes a la manufactura–… En las últimas semanas, imágenes satelitales de la Agencia Espacial Europea mostraron un marcado descenso de la contaminación del aire a escala mundial.
Para Paul Monks, profesor de la Universidad de Leicester, en el Reino Unido, es el mayor experimento a gran escala conocido en término de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. “¿Estamos viendo lo que podría ser el futuro si nos movemos hacia una economía baja en carbono? No podemos menospreciar la pérdida de vidas humanas, pero esta etapa pudiera dejar alguna esperanza aun en medio de algo terrible: mostrarnos lo que podemos alcanzar”.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la contaminación del aire causa cada año alrededor de siete millones de muertes prematuras, el equivalente a 800 muertes cada hora.
En una de las tantas alertas de la ONU, David Boyd, relator especial sobre derechos humanos y el medio ambiente, recordó a mediados de 2019 que “la contaminación del aire es un asesino silencioso, invisible y prolífico”.
En medio de la pandemia de COVID–19, investigadores de la Escuela de Salud Pública de Harvard analizaron la contaminación atmosférica en 3 080 condados de Estados Unidos, cubriendo el 98% de la población, y concluyeron que la calidad del aire está relacionada con una mayor tasa de muertes por la enfermedad.
“Encontramos que un incremento de solo un microgramo (millonésima parte de un gramo) por metro cúbico en PM2.5 (partículas en suspensión de diámetro 30 veces menor que el de un cabello humano) se asocia con un aumento de 15% en la tasa de muerte por COVID–19”, dijeron los científicos a inicios de abril.
“Los resultados sugieren que una exposición prolongada a aire contaminado aumenta la vulnerabilidad y la posibilidad de experimentar consecuencias más severas al contraer la COVID–19”, afirman los autores.
De acuerdo con el estudio –el primero de escala nacional que revela un vínculo estadístico–, un aire ligeramente más limpio en Manhattan durante los últimos años podría haber significado que se salvaran cientos de vidas durante la actual pandemia, y personas que habitan en áreas contaminadas tienen más posibilidades de morir por el coronavirus que aquellas residentes en zonas más limpias.
Estudios anteriores mostraron que la exposición a aire contaminado “elevó drásticamente” el riesgo de muerte por el coronavirus SARS-CoV durante el brote de SARS en 2003, declaró una investigadora del equipo de Harvard. “Los datos que hemos obtenido ahora son consistentes con esos resultados”.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más del 90% de las personas respira aire sucio, lo que provoca muertes y enfermedades a millones cada año.
Paralelamente, un reporte de científicos en Italia señalaba que las altas tasas de muerte por COVID–19 en el norte del país se corresponden con áreas con los mayores niveles de contaminación.
En una publicación en la revista Enviromental Pollution y el portal ScienceDirect se señala que “el alto nivel de contaminación en el norte de Italia (una de las áreas más contaminadas de Europa) debiera ser considerado un cofactor adicional en el alto nivel de letalidad registrado en la región”.
Los investigadores de Harvard explicaron que los resultados de su estudio podrían emplearse para asegurar que en las zonas más amenazadas por la baja calidad del aire se tomen medidas de precaución extra y se destinen a ellas mayores recursos para lidiar con el brote.
Pero la proyección podría ir más allá de Estados Unidos, en términos geográficos, y de la pandemia de COVID–19, en términos de tiempo, pues la contaminación atmosférica es un problema global y los científicos no descartan la emergencia de nuevos virus y epidemias.
El profesor Jonathan Grigg, de la Queen Mary University, de Londres, consideró que “se necesitarán más estudios, dado que las partículas generadas localmente volverán a aumentar una vez que cesen los cierres en vigor”.
Tres meses de ralentización de emisiones son nada ante más de un siglo de acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera y el sostenido aumento de los escapes provenientes de vehículos, industrias y otras fuentes (incluidos los incendios forestales), aun cuando mejore la calidad del aire.
En marzo, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) aclaraba en un comunicado que “la reducción de las emisiones como resultado de la crisis económica provocada por el coronavirus no es sustituto de acciones contra el cambio climático (…) Es demasiado pronto para evaluar las implicaciones para las concentraciones de gases de efecto invernadero que son responsables del cambio climático a largo plazo. Los niveles de dióxido de carbono en las estaciones de observación claves han sido, hasta ahora, más altos que en 2019”.
El Instituto Scripps de Oceanografía ha destacado que el consumo de combustibles fósiles tendría que disminuir aproximadamente 10% en todo el mundo durante un año para que la reducción pudiera reflejarse claramente en los niveles de CO2.
En febrero de 2020, el promedio mensual de CO2 atmosférico registrado por el observatorio Mauna Loa, de Hawái (uno de los de referencia mundial en ese tema y el mismo que en mayo de 2019 alertó que ese índice había alcanzado su nivel más alto en los últimos tres millones de años, 415.39 partes por millón), fue de 414.11 partes por millón (ppm). En febrero de 2019, había marcado 411.75 ppm.
Canales transparentes en Venecia y playas y ríos más claros en muchas partes del planeta; personas que han logrado respirar con mayor facilidad y ver el cielo azul en lugar de una niebla gris en muchas ciudades… Es un cambio temporal, pero muestra cómo podría ser el mundo si cambian la matriz energética y los hábitos de consumo con voluntad política y drásticas transformaciones en la lógica económica y las sociedades. Es vital, y es posible hacerlo permanente sin que dependa de un evento trágico como la actual pandemia, si se grava la contaminación, se eliminan las subvenciones a los combustibles fósiles y se promueve una economía baja en carbono.
Menos autos y más transporte público verde. Tecnologías conocidas, como los autobuses eléctricos, podrían cubrir más de la mitad de los recortes necesarios para mantener el aumento de la temperatura global por debajo de los 2°C, según la ONU.
Hábitats destruidos, se estrecha la frontera, pero la culpa no es del murciélagoEn 2016, el Pnuma alertó sobre el aumento mundial de las epidemias zoonóticas, y advirtió que el 75% de todas las enfermedades infecciosas emergentes en humanos son de origen animal y están estrechamente relacionadas con la salud de los ecosistemas.
Es ya de larga data la advertencia referida a la destrucción de los hábitats naturales de numerosas especies por la actividad del hombre, cuyas consecuencias (pérdida de biodiversidad, disrupción climática y en el funcionamiento de los ecosistemas) finalmente afectan al hombre con un efecto bumerán.
Un estudio reciente, cuyos resultados fueron publicados en la revista Proceedings of the Royal Society B, sugiere que la causa subyacente de la pandemia de COVID–19, como de otros brotes, es probablemente el creciente contacto humano con la vida salvaje.
Científicos de Australia y Estados Unidos seleccionaron 142 virus conocidos por su transmisión de animales a humanos a lo largo de los años y los compararon con la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, inglés).
Los animales salvajes que se han adaptado a entornos dominados por el hombre compartieron un importante número de virus con las personas. Roedores, murciélagos y primates –que a menudo viven entre la gente, o cerca de casas y granjas– fueron hospederos de casi el 75% de todos los virus.
Los murciélagos han sido relacionados con los virus de Nipah, de Marburgo y del Ébola, y con el SARS–CoV. Ahora son señalados entre los probables reservorios naturales del SARS–CoV–2, que habría pasado a un animal intermediario (las hipótesis van desde serpientes y perros al pangolín, cuyas ocho especies son consideradas vulnerables y hasta en peligro crítico de extinción, y están entre las más traficadas del mundo), y de este a los humanos.
El estudio mostró que el riesgo de traspaso es más alto en animales salvajes de especies amenazadas o en peligro de extinción, cuyas poblaciones han disminuido debido a la caza, el tráfico ilegal o la pérdida de hábitat, lo que apunta a una mayor intromisión humana en sus ecosistemas.
El cambio climático y la actividad humana influyen. Sus impactos afectan ecosistemas y reducen poblaciones de especies que de esa forma pierden diversidad genética y, con esto, capacidad de controlar infecciones y enfermedades que portan. Fuerzan a otras especies –algunas de ellas, reservorios naturales de patógenos– a migrar de sus hábitats, lo cual genera más interacciones con otras especies animales y con el hombre.
“La intrusión de humanos en áreas de gran biodiversidad eleva el riesgo de transmisión de enfermedades infecciosas al facilitar el contacto entre ellos y los animales salvajes. La transmisión es un resultado directo de nuestras acciones hacia la vida salvaje y sus hábitats”, dijo la autora principal del estudio, Christine Kreuder Johnson, directora del EpiCenter for Disease Dynamics, en el One Health Institute, un programa de la Escuela de Veterinaria de la Universidad de California en Davis.
“La consecuencia es que están compartiendo sus virus con nosotros. Estas acciones amenazan la supervivencia de las especies y a la vez incrementan el riesgo de zoonosis. En una desafortunada convergencia de muchos factores, esto ocasiona el tipo de caos en que estamos ahora. Necesitamos estar muy atentos a cómo interactuamos con la vida salvaje y a las actividades que ponen en contacto a humanos y animales salvajes. Debemos buscar formas de coexistir con estas especies, a las que no les faltan virus para pasarnos”, dijo.
A raíz de la pandemia de COVID–19, un estudio de la Universidad de Stanford, California, reiteraba que la destrucción de bosques y su fragmentación –debido a la explotación agrícola, maderera e industrial y la construcción de carreteras para esos fines; la caza furtiva, la urbanización, la minería e incendios causados por la actividad humana a un ritmo que implanta récords casi cada año– están incrementando la posibilidad de que virus y otros patógenos pasen de animales a humanos.
Eric Lambin, profesor de Ciencia del Sistema Tierra en Stanford y uno de los coautores de este estudio, afirmó que “los animales nos están infectando, pero lo que vemos a partir de la investigación es que realmente somos nosotros los que estamos yendo hacia los animales. Irrumpimos, somos intrusos en sus hábitats”.
No solo se trata de la interacción directa en zonas remotas y en bosques donde habitan las especies que son reservorios naturales de virus. Sucede que en la medida en que el hombre irrumpe en esas áreas en busca de tierra, madera, minerales y otros activos económicos, los animales “importunados” se aventuran afuera, hacia sitios poblados, se alimentan de cosechas o interactúan con los seres humanos.
Incluso, científicos han señalado que especies como los murciélagos –útiles dispersores de semillas en las selvas y eficientes y vitales polinizadores como las mariposas, colibríes, abejas y muchos otros insectos–, que tienen una gran movilidad y son reservorios naturales de virus, con un sistema inmune muy especializado, pueden caer en estrés cuando son cazados o su hábitat es dañado por la deforestación: al sistema inmune le será más difícil lidiar con el patógeno, controlarlo, que en circunstancias normales; podrían aumentar la infección y la posibilidad de que el virus sea liberado a través de su saliva, orina y heces y pase a otros organismos cuyos sistemas inmunes no cuentan con la misma especialización, incluidos los humanos.
Igualmente, en la medida en que se reduce la población de una especie salvaje que sea reservorio de patógenos, el empobrecimiento genético resultante podría reducir su capacidad para controlarlos.
Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE.UU. (CDC, inglés), tres cuartos de las enfermedades nuevas o emergentes que infectan a los humanos provienen de animales, a pesar de lo cual la investigación en salud humana raramente toma en cuenta los ecosistemas naturales que nos rodean.
Un experto del Cary Institute of Ecosystem Studies, en Millbrook, Nueva York, consideró que “existe confusión entre el público y los científicos acerca de que los ecosistemas son la fuente de amenazas para nosotros. La naturaleza plantea amenazas, sí, pero son las actividades humanas las que hacen el verdadero daño. Las amenazas a la salud en un entorno natural se hacen mucho peores cuando interferimos en él”.
Hace años, también, ONG y distintas agencias de la ONU, científicos y ambientalistas advierten sobre los riesgos que implican para la biodiversidad y para la salud humana el tráfico incontrolado de especies y los mercados de animales vivos, donde especies diversas conviven, comparten patógenos entre sí y pueden pasarlos a los humanos (en algunos pueden mezclarse cachorros de lobos, salamandras, cocodrilos, escorpiones, ratas, ardillas, zorros, civetas y tortugas, otras especies de mamíferos y aves, como en el mercado de Wuhan señalado como el epicentro o uno de los sitios donde estalló la epidemia de COVID–19 y que fue cerrado temporalmente por las autoridades chinas).
Son sitios extensos donde está la “tormenta perfecta” para la transmisión de patógenos entre distintas especies, muchas de ellas silvestres, y en los que se vende y compra parte de los alimentos que se consumen entre comunidades en Asia y África.
A mediados de abril, la OMS declaró que “los mercados de alimentos en China y en todo el mundo deben garantizar sistemas regulatorios sólidos, altos estándares de limpieza, higiene y seguridad una vez que estén en condiciones de reanudar gradualmente la normalidad en sus ocupaciones tras las medidas de confinamiento decretadas para contener la COVID–19”.
Algunos expertos señalan que prohibirlos no es la salida –pues se favorecería el contrabando, en el que sería menor el cuidado por la higiene y las regulaciones– y que debería prestarse más atención al creciente mercado mundial de animales salvajes, pensar en la bioseguridad a escala global, impulsar los servicios de salud y de monitoreo en las zonas pobres donde pueden estallar los brotes, y lograr que sus pobladores accedan a más información.
“Los riesgos son mayores ahora. Siempre han estado presentes y ha sido así por generaciones. Es nuestra interacción con esos riesgos lo que debe ser cambiado”, dijo Brian Bird, virólogo de la Escuela de Medicina Veterinaria en la Universidad de California en Davis, donde dirige programas relacionados con la vigilancia del virus del Ébola.
Oportunidades, posibles aprendizajes y peligros
Otra película redescubierta por estos días es Outbreak (1995), como I Am Legend (2009), La amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain) (2008, basada en una historia de Michael Crichton de 1969 que ahora pudiera parecer temprana, y con una adaptación muy libre respecto a la versión fílmica más fiel de 1971), o The Road (2009), entre otras que van desde amenazas llegadas del futuro o del espacio exterior en la forma de virus a oscuras distopías, junto a libros como Ensayo sobre la ceguera (con una fuerte carga ética, llevada al cine en 2008) o Diario del año de la peste.
En Outbreak, el coronel Daniels, un virólogo del Ejército de Estados Unidos, inspecciona una aldea de Zaire donde ha hecho estragos un virus letal. Divisa a un hechicero y se dispone a hablarle, pero el médico local le detiene: “No, él me habla a mí. Cree que los dioses fueron despertados de su sueño por los hombres que cortan árboles donde no debería estar ningún hombre, y los dioses enfurecieron. Esto es un castigo”. Otra parábola, como la del buldócer y los murciélagos en el final de Contagio.
Pero, como dijo un orador del siglo XIX, en la naturaleza no hay recompensas ni castigos, solo consecuencias. Entre esa temprana constatación y la que aparece en la citada y parafraseada carta del jefe indio Seattle al presidente de EE.UU. a mediados de esa centuria –“El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo”– discurre una verdad que, como civilización, no acabamos de asumir más de 150 años de ciencia, tecnología, filosofía y experiencia social después.
La actual pandemia –que en algunos países ha llegado a causar más muertes diarias que enfermedades como las cardiovasculares o el cáncer, o que los accidentes– reafirma que es cada vez más insostenible un orden económico y social de espaldas a la naturaleza.
Una especie animal reservorio de un patógeno que pierde su hábitat o lo siente invadido por el hombre, quien no debería estar tan cerca ni cortar el bosque. Un virus que pasa de esa especie a otra y de esta a un hombre. Un hombre que regresa a su comunidad o va a un populoso mercado. Un virus nuevo que se propaga entre los nuevos infectados sin el muro de un sistema inmune especializado, se monta en el carro de la globalización –aviones, hipermovilidad, teatros, más mercados, bares, parques, escuelas, sistemas de transporte abarrotados– y en pocas semanas pone a países enteros al borde del colapso, detiene economías y sociedades.
El 2020, que quedará en las memorias individuales y la colectiva como el año de la pandemia, de la COVID–19, del coronavirus, de la cuarentena, del miedo y el aislamiento, nos ha traído el hecho confirmado de que los Estados sí pueden intervenir drásticamente en situaciones de crisis, que es posible reducir el consumo (muchas veces acompañado de despilfarro) y la huella de carbono y ambiental de las sociedades humanas.
No se trata de que adoptemos un nuevo estoicismo del siglo XXI, ni siquiera de que seamos amantes declarados de la naturaleza. Se trata de que es el único camino a seguir, uno solo, difícil porque implica consenso global y grandes cambios en industrias, matrices energéticas, relaciones internacionales y modos de vida e interacción con el mundo que nos circunda, mucho más amplio que la burbuja de confortable y aparente seguridad que ha creado la sociedad contemporánea para una parte de la humanidad. Difícil, pero impostergable.
En sus consecuencias, la pandemia revela también las desigualdades pero, aunque ahora también son más golpeados los más vulnerables, la COVID–19 muestra irrebatiblemente que el impacto llega a todos: países desarrollados y no, residentes en barrios marginales y aldeas olvidadas o en modernas urbanizaciones, ejecutivos y migrantes que trabajan en negro… La disrupción y la incertidumbre llegan a todos, y a todos los niveles. No será diferente con la crisis climática y ambiental.
Hace años, los científicos alertan sobre los puntos críticos o “puntos de no retorno”, umbrales a partir de los cuales los procesos inducidos por el cambio climático en ecosistemas vitales para el clima global, como la Amazonía o los hielos de Groenlandia, serían irreversibles y desatarían repercusiones que escaparían del control humano, a la manera de cadenas de eventos con efecto dominó que podrían impactar en otros sistemas naturales.
A finales de 2019, un artículo publicado en la revista Nature por un grupo de expertos climáticos señalaba que nueve de los “puntos de no retorno” mencionados por el IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, creado en 1988 por el Pnuma y la Organización Meterológica Mundial) pueden alcanzarse con solo un alza de la temperatura de entre 1 y 2°C respecto a los niveles preindustriales. Esos nueve puntos ya están activos y muestran “evidencia de cambio, en muchos casos acelerado, en la dirección equivocada”, explicó uno de los científicos a la BBC.
Los “puntos” en cuestión son la reducción del hielo marino ártico (se calienta dos veces más rápido que el resto del planeta); el derretimiento del permafrost (libera CO2 y metano, unas 30 veces más potente que el CO2); la ralentización del sistema de circulación de corrientes del Atlántico; las sequías más frecuentes en la selva amazónica (ha perdido casi 20% de área desde 1970); la mortandad de los corales de aguas cálidas, y la pérdida acelerada de hielo en zonas de la Antártida.
Según los autores, “hay suficientes evidencias científicas como para declarar un estado de emergencia planetaria”.
“Las observaciones de la Tierra muestran que los grandes sistemas con puntos de inflexión conocidos ya se encuentran a 1°C de calentamiento, en vías de cambio potencialmente irreversible, como el derretimiento acelerado de las capas de hielo de Groenlandia y la Antártida occidental, la desecación de los bosques pluviales y el deshielo del permafrost ártico”, dijo en diciembre de 2019 ?Johan Rockström, director del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam, uno de los autores del artículo en la revista Nature.
Un planeta sobrecalentado, con más de mil millones de desplazados por eventos climáticos extremos cada vez más frecuentes y el aumento del nivel del mar, con 100 días anuales de calor letal en grandes regiones, con ecosistemas colapsados y biodiversidad en declive, escasez crónica de agua y de alimentos por irregulares regímenes de lluvias y crisis agrícola mientras se eleva la presión demográfica; en crisis de seguridad y gobernabilidad, crisis de movilidad, con modos de vida que hoy no llegamos a imaginar, epidemias más frecuentes, patógenos más resistentes… Un mundo en que lo globalizado sea la desarticulación. Es un planeta posible. Las utopías luminosas quedan descartadas; las distopías oscuras de la literatura y el cine son solo eso, proyecciones, porque ese planeta en construcción englobará una realidad que no hemos vivido.
Aún es evitable ese planeta, los científicos insisten en las evidencias de peligro y en que aún no se ha cerrado la ventana de tiempo para el cambio. Contamos con los recursos y las tecnologías necesarios para una transformación sistemática que evite una crisis sistémica mayor, conformada por muchas crisis que tocarán cada parte de la vida humana.
La actual pandemia es una crisis sanitaria pero también económica, social, humana, y es parte de una crisis mayor que sigue su curso cada minuto: la ambiental. Es un llamado de atención a Gobiernos y sistemas empresariales, a naciones y decisores que tienen en su poder los recursos requeridos para el cambio de rumbo urgente. No es posible hoy señalar a quienes contribuyen menos a las crisis y lo hacen mediante prácticas de supervivencia que aseguran a sus familias el sustento mínimo diario.
Hoy sigue primando en muchos de los que tienen recursos y poder y responsabilidad histórica con el cambio –junto con una negligencia rayana en el genocidio, una ignorancia emparentada con el racismo y una especie de fascismo medioambiental– la filosofía de que la desgracia de otros no es la suya. Que no llega a su “parte” de atmósfera el humo del bosque que se quema en otra parte. Que el cambio climático, de alguna manera, tocará a otros, o no será tan “apocalíptico” ni “globalizado”. En el peor de los casos, que es puro “catastrofismo”. La realidad y las cifras desmienten esas percepciones.
Coincidentemente, quienes han negado el cambio climático antropogénico ahora consideraron la COVID–19 una simple gripe y, contrariamente a la tendencia a la cooperación, aprovecharon para otra carga contra el sistema del multilateralismo con los ataques a la OMS. Hoy el mundo necesita sistemas de salud y de ciencias enfocados en las nuevas realidades y circunstancias, con el apoyo decidido de los Estados y Gobiernos y articulados internacionalmente. La crisis es global, las soluciones deberán ser globales.
La actual situación es también, entre tanto pronóstico sombrío, una oportunidad.
Días atrás, la directora ejecutiva del Pnuma, Inger Andersen, declaró que “la pandemia del coronavirus, que ya ha causado devastación y dificultades inimaginables, ha detenido casi por completo nuestro estilo de vida. El brote tendrá consecuencias económicas y sociales profundas y duraderas en todos los rincones del planeta. Ante esta turbulencia, como lo ha indicado el secretario general de Naciones Unidas, la COVID–19 requerirá una respuesta nunca vista: un plan de ‘tiempos de guerra’ para enfrentar una crisis humana”.
Con el curso de la pandemia y su final, el paso a una etapa de “reconstruir mejor” implicaría “tomar en cuenta las señales ambientales y lo que significan para nuestro futuro y bienestar. Cualquier impacto ambiental positivo después de esta aborrecible pandemia debe comenzar por el cambio en nuestros hábitos de producción y consumo”.
La reducción de las emisiones de gases durante las crisis tiende a ser temporal y es seguida por crecimientos cuando las economías y empresas regresan a la normalidad y buscan recuperarse en la poscrisis. Tras la crisis financiera global de 2008, las emisiones globales de CO2 provenientes de la combustión de combustibles fósiles y de la producción de cemento aumentaron 5.9% en 2010, luego de un alza de 1.4% en 2009.
Según Andersen, “en el periodo poscrisis, cuando se diseñen paquetes de estímulo económico que incluyan infraestructuras, existirá una oportunidad real de satisfacer esa demanda con planes sostenibles de inversiones en energía renovable, edificios inteligentes, transporte público limpio, entre otros”.
El Pnuma ha señalado que será vital en un escenario pos–COVID–19 alcanzar “un marco ambicioso, medible e inclusivo, porque mantener la naturaleza rica, diversa y floreciente es una parte fundamental del sistema que sustenta nuestra vida. Es aún más importante cuando se considera que entre 25% y 50% de los productos farmacéuticos se derivan de los recursos genéticos”.
Hoy se anuncian paquetes de estímulo para salvar aerolíneas, bancos, petroleras, grandes corporaciones golpeadas por la crisis… Los paquetes de estímulo deberían, no obstante, servir para reconducir el desarrollo y el crecimiento en una forma sostenible que asegure no seguir drenando la salud de un planeta de la cual depende la nuestra como seres individuales y como civilización, no para escalar el consumo de combustibles fósiles y las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero.
En un informe sobre un escenario posterior a la pandemia de COVID–19, el World Resources Institute ha subrayado que el desarrollo de infraestructura sostenible, baja en carbono, debe ser central a cualquier estímulo gubernamental como respuesta a la desaceleración económica de estos meses.
De acuerdo con la organización, “las evidencias muestran que impulsar un crecimiento bajo en carbono y resistente al cambio climático es la mejor vía hacia beneficios económicos y sociales de largo plazo. Una acción climática más decidida podría generar al menos 26 billones de dólares en beneficios económicos netos globales desde ahora y hasta 2030, en comparación con mantener las rutinas actuales”.
En la medida en que buscan dar un impulso a sus economías tras el brote de COVID–19, Gobiernos y compañías que consideren paquetes de estímulo tienen esencialmente dos opciones: pueden seguir congelados en décadas de insostenible desarrollo alto en carbono, contaminante e ineficiente, o pueden aprovechar la oportunidad para acelerar el inevitable cambio hacia sistemas de energía y transporte cada vez más asequibles y bajos en carbono, que traerán beneficios económicos a largo plazo. Esta segunda opción también permitirá luchar frontalmente contra dos crisis: la de la contaminación del aire y la de la emergencia climática. (World Resources Institute, marzo de 2020)
Podremos registrar fotos cada más nítidas del sol, enviar vehículos a Marte, regresar a la Luna y buscar evidencias de que es posible la vida en lejanos planetas, pero en 2020 un organismo microscópico nos pone nuevamente ante el hecho incontrastable de que nos queda mucho camino –y cada vez menos tiempo– para vivir en armonía con este planeta, lo cual equivale a asegurar un futuro estable y saludable para la humanidad.
Somos artífices y podemos cambiar leyes políticas, económicas y sociales, pero no estamos por encima de las leyes naturales que aseguran el equilibrio de la vida en la Tierra. La pandemia de COVID–19, trágica y disruptiva, cuyos efectos sociales y psicológicos a largo plazo están por verse, es un llamado de atención y otra oportunidad para cambiar el rumbo.