Análitico

El Estado y los límites de la represión física

26 may. 2020
Hugo Moldiz Mercado
El Estado, cualquiera éste sea, capitalista o socialista, es —como señalara el teórico italiano Antonio Gramsci, entre sus más amplias reflexiones y conceptualizaciones—, hegemonía acorazada de coerción. Es decir, es la capacidad de una clase o fracción hegemónica del bloque en el poder para convencer, persuadir y seducir a las otras clases y fracciones de clase de una formación social determinada, sobre la viabilidad de un proyecto estadual y societal de corto y largo alcance. Pero el Estado, como síntesis de las contradicciones irreconciliables de clase y como aparente representante del “interés general”, también tiene la facultad de controlar y repeler, a través del uso del monopolio de la fuerza pública, las acciones de descontento que surjan y se desarrollan en la sociedad. Hasta ahí, nada fuera de lo normal.

Pero un Estado (y gobierno) que se mueve y pretende reproducir su poder —que no es otra cosa que la materialización de los intereses de las clases o fracciones de clase que están en el bloque en el poder—, sólo mediante el empleo del aparato de Estado (Policía, Fuerzas Armadas y magistratura), instala un régimen de excepción que, al mismo tiempo, lo convierte en inviable en el largo plazo, más aún si el origen de su mandato no ha surgido de las urnas. No hay que olvidar que incluso el fascismo surgió en Alemania e Italia de la participación electoral en la forma de democracia que se tenía en el tipo de Estado capitalista de ambas formaciones sociales en ese momento histórico-concreto: Hitler (elecciones parlamentarias de 1930) y Mussolini (presidente del consejo de ministros en noviembre de 1922), respectivamente.

Cuando se produce un tipo de relación entre el aparato de Estado y los aparatos ideológicos de Estado (independientemente del carácter legal de su propiedad, pública o privada), en el cual existe la primacía del primero sobre los segundos, es decir, con el predominio permanente del uso excesivo de la fuerza, la perspectiva de ese régimen de excepción es de corta vida, aun opte por la sistemática persecución, judicialización, represión y masacre sistemática (que incluye muertos), de la oposición social y política. Es más, la legitimación de la represión física que se hace en un primer momento desde los aparatos ideológicos de Estado (medios de comunicación, jerarquía de la Iglesia Católica y protestante, organizaciones empresariales y otros) se enfrenta a un límite y no logra, a la larga, evitar que la sociedad reaccione en la búsqueda de una convivencia pacífica y democrática en el sentido más amplio de la palabra.

No hay Estado que se reproduzca sólo a través de la represión física. El uso abusivo de la coerción, por más exaltación que se haga de lo maléfico que es el “enemigo interno” (construido en el imaginario social) o instrumentalice la amenaza de una pandemia para apilar presos como en los campos nazis de exterminio, desconocer el derecho a la libertad de expresión, negar el principio liberal de pensar diferente, lanzar amenazas contra el candidato de mayor preferencia en la intención de voto, “criminalizar” cualquier expresión de descontento social motivado por la hambre y postergar elecciones generales, va a generar fisuras en la sociedad, incluso dentro de las clases y fracciones que forman parte del bloque en el poder o en los propios aliados secundarios que participaron al inicio en el derrocamiento y/o sustitución de un gobierno de corte ideológico-político distinto. Hay clases y fracciones dominantes que tienen sinceramente una concepción liberal de la política y la democracia que la despliegan a través de sus aparatos ideológicos y terminan condenando, en diverso grado, las acciones represivas. No es que el liberal se oponga a que el Estado ejerza un “principio de autoridad”, pero sabe que los límites de la coerción están fijados por el propio sistema jurídico. No es nada exagerado que, también, dentro de la Iglesia Católica —como categoría social contradictoria— se produzcan realineamientos nuevos: de bendecir la represión de los “subversivos” a pasar luego a condenar las amenazas y violencia del régimen represivo. Cuando sucede eso y las amenazas y las acciones de fuerza se convierten en el pan de todos los días, esas mismas clases y fracciones burguesas con concepción liberal se distancian y erosionan la estabilidad del gobierno, aunque le siguen temiendo a la insurgencia del pueblo como fuerza social, y es ahí cuando la legitimación del uso de la fuerza se debilita y queda al desnudo la naturaleza dictatorial del régimen.

No se puede indefinidamente sustituir la falta de hegemonía ideológica y legitimidad mediante el uso desproporcionado de la represión física del Estado. Es una ley inexorable de la política.
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