5 jun. 2018
En una de las tardes del muy lluvioso mayo último, mi hijo pequeño me preguntó cómo era que las nubes podían llenarse tanto (de agua) y seguir flotando. Opté por la respuesta más lógica y breve posible. Y también, para mis adentros, pensé en la terminología que nos persigue hace años cuando llegan situaciones como esta y noticiarios y expertos y vecinos hablan de régimen de lluvias, calentamiento global, cambio climático…
Me vino a la mente un sistema de pensamiento que conocí cuando era adolescente y no había escuchado -no era un tema urgente entonces- mucho sobre ecología, aunque ya tenía en mi librero aquel pavoroso cuadro pintado en La primavera silenciosa (Silent Spring, 1964), de Rachel Carson, que me hizo comprender que nadie, ni animales ni humanos, está a salvo de la cadena que traslada los tóxicos de un ser vivo a otro.
Desde entonces, nunca dejé de caminar con cierta aprensión cuando rodeaba los campos de tabaco o maíz.
El sistema de pensamiento que recordé esa tarde de mayo es el que aparece en la muy citada -y parafraseada- carta del jefe Seattle, de la tribu Suquamish, al presidente de EEUU, en la cual sentenciaba que “la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra (…) Hay una unión en todo. Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra”.
En Silent Spring, que sigue los efectos nocivos de la pulverización indiscriminada de insecticidas como el DDT, el dieldrín y el paratión, Carson advierte que “es un problema de ecología, de interdependencia (…) Rociamos nuestros olmos y las siguientes primaveras se quedan silenciosas, sin el canto de los petirrojos”. Pero el daño, según documenta en su libro, va más lejos, hasta los humanos. Es imposible no pensar en el jefe Seattle escribiendo su carta en un recurrente día de 1855.
¿Qué sucede más de medio siglo después de la primera edición de La primavera silenciosa, cuando pasaron 163 años desde que el líder de los Suquamish advirtiera que “si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres”?
Un informe publicado días atrás revela el desproporcionado impacto que tiene en la vida terrestre el género humano, cuyos actuales 7 600 millones de miembros son apenas el 0.01% de los organismos vivientes en el planeta.
Desde los inicios de la civilización la raza humana causó la pérdida del 83% de los mamíferos salvajes y la mitad de las especies de plantas. En el último medio siglo se perdió alrededor de la mitad de los animales. Hoy solo queda una sexta parte de los mamíferos salvajes que existían antes de la Revolución Industrial. Tres siglos de caza de ballenas han llevado a un quinto esa proporción en los océanos.
Semanas atrás, científicos alertaron que la Circulación Atlántica Meridional de Retorno, un sistema de aguas profundas que lleva el agua caliente de la corriente del Golfo al Atlántico Norte y modera el clima europeo, está en su nivel más débil de los últimos 1 600 años.
Más agua dulce proveniente del derretimiento de glaciares y plataformas congeladas hizo que la corriente se debilitara, pues las aguas no tenían la densidad necesaria para hundirse. De hecho, el flujo decayó en alrededor de 15% en los últimos 50 años, posiblemente como consecuencia del cambio climático.
Si la tendencia continúa, podrían cambiar los patrones climáticos en EEUU y Europa, que sufriría tormentas invernales más fuertes, advirtieron los autores del estudio.
¿Qué más hemos escuchado o leído en las últimas semanas? Cazadores japoneses capturaron y mataron 333 ballenas minke (rorcual aliblanco), de ellas 122 hembras preñadas, durante su “investigación de campo” veraniega en la Antártida, que concluyó en marzo de 2018.
No importan las quejas de hombres de ciencia y ecologistas y la prohibición de la ONU (Corte Internacional de Justicia incluida), Japón defiende que su programa de caza de ballenas tiene fines científicos: es “un imperativo científico” comprender el ecosistema de la Antártida a través de la colecta y análisis de animales, aunque la carne termina en las mesas de restaurantes. Desde hace años el promedio anual de los balleneros nipones es de 300 capturas.
¿Qué más? Seamos breves, sin la intención de hilvanar una lista completa porque es imposible:
-Nueve de cada diez personas en el mundo respiran aire con altos niveles de contaminantes. La contaminación del aire es un importante factor de riesgo para las enfermedades no transmisibles y causa un cuarto (24%) de todas las muertes de adultos por enfermedad cardíaca, 25% por infarto, 43% por enfermedad pulmonar obstructiva crónica y 29% por cáncer de pulmón. (OMS)
-La Gran Barrera de Coral sobrevivió a cinco eventos de cambio climático en los últimos 30 000 años, pero esta vez podría no resistir, según un estudio de la Universidad de Sídney.
-El cambio climático eleva la temperatura de las aguas superficiales; disminuye el fitoplancton, base de la cadena alimentaria, y las corrientes marinas cambian, se frenan. Sufren las especies del mar. Investigadores de Australia, Nueva Zelanda y España identificaron seis grandes regiones del océano que, por su riqueza, habría que preservar para asegurar alguna biodiversidad. Por desgracia, son las más atractivas para la industria pesquera.
-De 1901 a 2010, el nivel medio mundial del mar ascendió 19 cm., los océanos se expandieron debido al hielo derretido por el calentamiento. La extensión de hielo en el Ártico se redujo en cada década desde 1979.
-Debido a la concentración actual y a las continuas emisiones de gases de efecto invernadero, al final de este siglo podría haber un aumento de 1 a 2° C en la temperatura media mundial respecto al nivel de 1990 (aproximadamente 1,5-2,5°C por encima del nivel preindustrial). Los océanos se calentarán y el deshielo continuará. Se estima que el aumento del nivel medio del mar será de entre 24 y 30 centímetros para 2065 y de 40 a 63 centímetros para 2100 en comparación con el periodo de referencia de 1986-2005. La mayoría de los efectos del cambio climático persistirán durante muchos siglos, incluso si se detienen las emisiones. (ONU)
Es lo que intenta atajar el Acuerdo de París, firmado por más de 190 países y en vigor desde 2016, que sigue la línea iniciada por la Convención de Cambio Climático (1992) y el Protocolo de Kioto (1997), y busca acelerar y concretar las metas de los países para atenuar las causas del calentamiento global, mantener el aumento de la temperatura media mundial por debajo de 2 ºC con respecto a los niveles preindustriales. Incluso, limitarlo a 1,5 ºC.
Y no es solo ciencia y ecología. Hay también matemática, economía, en esta visión. Expertos de la Stanford University, en California, calcularon recientemente que alcanzar la meta de los 1,5 ºC ahorraría al mundo unos 30 billones (millones de millones) de dólares en daños asociados al cambio climático, mucho más que el costo de reducir las emisiones de carbono.
Sin embargo, hace un año el presidente Donald Trump anunció desde la otra costa de EEUU el retiro del Acuerdo de París, alegando que era “draconiano” para el país, lesivo para su economía y el nivel de vida de sus ciudadanos. “Me eligieron para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París”, dijo entonces.
Pero es mala visión, pésima política, pensar en términos de fronteras cuando se trata del mayor problema que enfrenta hoy la humanidad, que demanda actuar con premura, pensar en términos globales y, si es necesario, apoyar financieramente a los países menos capacitados para acometer los gastos necesarios, como establece el Tratado de París.
Es mala visión también, cálculo ingenuo, creer que siendo tan grande el planeta es imposible que el género humano pueda rebasar su capacidad de absorción y resistencia. Quizá por su vasta escala es que debería la humanidad no acercarse siquiera a esos límites, no romper el equilibrio y desatar impredecibles fuerzas destructoras cuando se disloque el sincronismo de los inmensos engranajes que mantienen la vida en el planeta.
“Existen pruebas alarmantes de que se pueden haber alcanzado o sobrepasado puntos de inflexión que darían lugar a cambios irreversibles en importantes ecosistemas y en el sistema climático del planeta. Ecosistemas tan diversos como la selva amazónica y la tundra antártica pueden estar llegando a umbrales de cambio drástico debido al calentamiento y a la pérdida de humedad”, ha advertido la ONU.
Nunca tuvo la humanidad más conocimiento y tecnología para afrontar mecanismos tan complejos, frágiles y explosivos como los del cambio climático.
Nunca, sin embargo, fueron más poderosas las fuerzas contrarias cuando escasea el tiempo, desde el crónico mal por el cual “los habitantes de las distintas naciones se matan entre sí a intervalos regulares”, como decía Einstein, a la visión cortoplacista de gigantes económicos, gobiernos y grupos humanos que buscan un excedente material a toda costa, o un esquema de desarrollo que requiere para su validación el crecimiento económico continuo ajeno a los límites naturales del planeta y que no valoriza el crecimiento distributivo o el valor agregado sostenible.
Hace poco científicos detectaron una corriente marina desconocida hasta ahora, y que bautizaron como Corriente de la costa sur de Madagascar. En pleno siglo XXI. Quizá pudiera haberse desvanecido antes de ser descubierta. Como miles de especies que se extinguieron antes de ser conocidas por el hombre, y cientos que están muy cerca de perderse.
La Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) registró 69 especies declaradas extintas en 2017. Para fotos, libros de ciencia y colecciones de fotos quedaron animales como la tortuga floreana y el león marino japonés, luego de que por años las búsquedas no llevaran siquiera a un solo ejemplar.
Hay cierta nostalgia, cierto sentimiento de pérdida, cuando hojeamos libros o vemos galerías de fotos de especies extintas que ya nunca serán parte del mundo en que vivimos, no convivirán en el tiempo con nosotros, y cuya pérdida hace más precaria la riqueza y la estabilidad biológica del planeta.
La historia de la Tierra se remonta a 4 600 millones de años. Si partimos desde que apareciera el Homo Sapiens Sapiens u hombre moderno, hace 130 000 años, hemos vivido en ella el 0,003% de ese tiempo; desde que comenzó hace unos 200 años la Revolución Industrial, el 0,00000004%, y el 0,00000003% si tomamos en cuenta la era del petróleo.
Entre ese ínfimo 0,00000004% y 0,00000003% de un tiempo terrestre de 4 600 millones de años hemos sido protagonistas de lo que muchos científicos consideran la sexta extinción masiva de vida en la dilatada historia de este mundo.
¿Es buen camino el de la tecnología sin una ética que nos regrese al estado de convivencia respetuosa con la Tierra que necesitamos hoy? ¿El de organizaciones supranacionales que nacieron para avanzar los intereses planetarios y más de medio siglo después no logran comenzar a imponerlos cuando se trata ya de la más simple supervivencia? ¿Para qué la acumulación del saber?
¿De qué nos ha servido todo si no comprendemos aún; si desde el siglo XIX un jefe indio que no conocía la corriente eléctrica ni la teoría de la evolución de las especies ni los patrones mundiales de corrientes marinas, decía con total convicción y creencia asimiladas algo que tanto tiempo y conocimiento después seguimos soslayando, subestimando a un nivel tal que roza la ignorancia en el sentido más holístico e imprudente del término?
“El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo”, advertía en su carta el jefe indio norteamericano. Rachel Carson insistía en que “es un problema de interdependencia”. El Tratado de París incluye términos como “justicia climática” y habla de “la importancia de garantizar la integridad de todos los ecosistemas, incluidos los océanos, y la protección de la biodiversidad, reconocida por algunas culturas como la Madre Tierra”.
Hace muchos años, mientras intentaba sin éxito escapar de un frío aguacero bajo un cafetal en las montañas del centro de Cuba, dije en broma a un amigo campesino que la Tierra debía tener muchos problemas ese día, “porque mira que llora el cielo”. “Sí -me respondió-, solo con aguantar el peso de todos nosotros ya tiene para rato. El problema es cuando se le acaban las lágrimas, y deja de llover, y por mucho tiempo”.
“¿Qué ha sucedido con el bosque espeso? Desapareció. ¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció. La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia”, afirmaba el jefe Seattle hace más de 160 años. Debieran ser palabras que leyeran cada día presidentes, empresarios, maestros, hombres y mujeres. Porque seguimos siendo oxígeno, carbono, hidrógeno y nitrógeno en más del 90%. Agua en el 75% de nosotros. Porque seguimos “condenados” a respirar esta atmósfera, y porque -habiendo solo llegado, a duras penas, a nuestra árida Luna- únicamente tenemos este planeta para sobrevivir, y vivir.