Juan Guaidó agoniza. Desde el pasado 5 de enero está reportado de grave, sin el oxígeno suplementario marca Trump que lo ha mantenido con algo de vida en los últimos años, sin las vitaminas y minerales que la Unión Europea le suministraba para hacer su dieta de postrado político, condición que se agudizaba a la par que Nicolás Maduro le desbarataba cada plan de «tumbarlo» en sus narices. Esta guerra por Venezuela y a la vez contra los venezolanos —las principales víctimas— y todos los fracasos que Guaidó ha sacado de ella, lo han debilitado a tal extremo, que solo le quedan sus delirios de hombre enfermo de un poder que nunca tuvo.
Su enfermedad fase terminal es la única razón que se me ocurre para que el chavismo no decida actuar judicialmente contra la persona que firmó un contrato con mercenarios estadounidenses para una incursión armada contra el país que decía gobernar; contra el hombre que se robó miles de millones de dólares de los fondos del Estado de los bancos radicados en Estados Unidos y Europa, que hurtó también una filial petrolera y oro, muchísimo oro propiedad de Venezuela para fines demasiado personales y lucrativos; al que al parecer esto de robar también le viene por una patología de base, porque se dedicó a apropiarse incluso del dinero que se le daba a manejar para armar los planes antichavistas, o sea, los dólares que tenía que invertir para justificar su razón de ser. ¿Será por eso acaso que nunca le funcionó ninguno, por hacer como el albañil que roba cemento y después se le cae el edificio?
Hay un rosario de delitos en el expediente de Juan Guaidó, además del clásico de los clásicos: la usurpación de poderes que ha venido ejerciendo desde 2019, primero al autoproclamarse presidente interino en una república con un presidente constitucionalmente electo y sin que mediara golpe de Estado alguno; después al escalar por la fuerza el capitolio legislativo en Caracas para buscar prorrogarse como líder parlamentario, aún y cuando en el hemiciclo se juramentaba a otra directiva, y más recientemente, al poner a sesionar una Asamblea Nacional paralela en el ciberespacio como grito de socorro ante el evidente reposicionamiento de las fuerzas chavistas en todos los frentes institucionales del país.
No existe ya hilo alguno del que agarrarse para mantener la fachada de Guaidó y lo saben todos los que dictan cátedra de democracia en el mundo. Washington está a punto de despedir de la Casa Blanca al prepotente en jefe y darle paso a un demócrata por nominación y convicción que, sin anunciar aún qué estrategia llevará hacia América Latina y en particular hacia Caracas, deja ver por las claras que echará mano del libreto tradicional de acudir a diplomacia y presión internacional, alejándose de los métodos visiblemente violentos y anticonstitucionales.
Antes de que Biden diga qué y cómo desde su posición de hombre fuerte y número uno del mundo, como acostumbran a verse y sentirse los presidentes estadounidenses, ya la vieja Europa se adelantó y decidió desconocer la presidencia del títere de Trump. Le tomó tiempo en definir la estrategia de desconocer a Guaidó sin reconocer a Maduro, aunque esto último no creo que lo hayan logrado del todo porque sería pensar que Venezuela es la única nación acéfala que puede presumir de estabilidad política y social. Claro, el bloque europeo no lo dijo en blanco y negro y directamente, optó por un circunloquio en el que no hay que ser muy avezado para entender que la elección del tiempo pasado es la clave del cambio de postura. «La UE mantendrá su compromiso con todos los actores políticos y de la sociedad civil que luchan por devolver la democracia a Venezuela, incluido en particular Juan Guaidó y otros representantes de la Asamblea Nacional saliente elegida en 2015, que fue la última expresión libre de los venezolanos en un proceso electoral», así se puede leer en un comunicado emitido por el organismo a nombre de su canciller, Josep Borrell.
Los medios que le titulaban «presidente» en mayúsculas y negritas ya han comenzado también a rebajarle el cargo y hablar de la pérdida de su condición y estatus constitucional. Hay en cada artículo de prensa una lectura implícita y a veces no tan escondida del enorme fracaso del método Guidó-Trump y de la supervivencia y fortaleza de Maduro y los suyos, por muy dictador que se le subraye.
Hasta los de su propio bando comienzan a ningunearlo. Desde antes ya venía acentuándose la grieta a lo interno de la oposición, donde cada quién jalaba para su lado. Ahora, el antiguo líder opositor Henrique Capriles le dice por las claras a Guaidó que el ciclo del presidente encargado concluyó.
Hasta el mismísimo Juan Guaidó se ha visto obligado a la deslealtad para salvarse el pellejo y reconocer precipitadamente la victoria de Biden en Estados Unidos, dándole la espalda al único hombre que le dio palmaditas en el hombro y lo mantuvo con vida y le mantuvo su buena vida. Traición pura y dura a Donald Trump, pero como éste está tan ocupado armando un caos en casa para dar de qué hablar hasta el 20 de enero en que finalmente le den el puntapié, pues no tiene tiempo para las chiquilladas de sus pupilos. Por cierto, eso de asaltar el congreso a Guaidó, el mismo modus operandi de escalar muros y desafiar a las autoridades, ya vimos de quién lo aprendió, solo que el pelele venezolano careció de la masa de locos seguidores de Trump y tuvo que protagonizar la escena muy solito.
Con este aprendiz de político, Maduro y los suyos han sido benévolos en demasía. Por mucho menos fueron apresados Leopoldo López, Freddy Guevara y la larga lista de opositores que han echado mano de métodos sucios y violentos para la salida del chavismo. Era entendible que mientras más de 50 países de los que más influyen en la arena internacional tenían aupado a Guaidó, no se decidiera actuar contra él para no echar más leña al fuego y complejizar el escenario, ya de por sí crítico por la situación económica doméstica. Pero ahora las reglas del juego cambiaron y dejar hacer y deshacer a Guaidó es sentar un precedente de impunidad para dementes posteriores.
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