Nayib Bukele ni siquiera ha cumplido un mes como presidente en plenitud de funciones de El Salvador y ya es un político sumamente polémico desde muchas aristas. Quizás la primera que sobresalga es la estrategia de comunicación elegida por el joven gobernante en tiempos en que lo virtual se antepone a lo real. Y es que, en total coherencia con lo que fue su campaña, en la que prefirió publicitarse en Twitter, Facebook e Instagram en lugar de dar entrevistas a los medios tradicionales o asistir a mítines, una vez en el cargo, Bukele ha optado por dar órdenes a través de las redes sociales. «Se le ordena…», es el encabezado frecuente de sus más recientes trinos, pues al igual que su par estadounidense, la página del pajarito azul resulta su favorito medio de expresión.
No es de extrañar entonces que comiencen ya a surgir las comparaciones con Donald Trump, más si se tiene en cuenta que llegó al poder precisamente vendiéndose como un candidato antisistema, es decir, rechazando la partidocracia y las etiquetas ideológicas, proclamándose sanador de un país que ha comparado con niño enfermo al que hay sanar con amargas medicinas y asegurando el bendito cambio. Es prematuro establecer ese tipo de paralelismo sobre todo cuando hasta el momento es solo cuestión de forma y no de contenido, a pesar de que el mandatario salvadoreño ha hecho guiños de acercamiento a Trump.
En asuntos de redes sociales la actitud de Nayib Bukele se corresponde más a su edad; a sus 37 años es un joven «millennial» formado en los conceptos, hábitos y consumo de las cibersociedades. Su aspecto físico y su decir sin tapujos terminan de configurar la personalidad que se ha formado, para muchos identificativa incluso de la comunidad hípster, la nueva tribu urbana de moda a nivel mundial que hace de lo alternativo su razón de ser, niega en general los sistemas culturales predominantes, entendiendo lo cultural en su más amplio significado.
Aun en medio de dichas características, que condicionan su actuar político, Bukele es criticado por algunas posiciones un tanto contradictorias. Es conocido que fue un confeso y activo militante de la izquierda exguerrillera, porque en El Salvador esa corriente de pensamiento está identificada con el grupo insurgente devenido partido político Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMNL. Sin embargo, se alejó del grupo y hoy día como Jefe de Estado ha emprendido una cruzada contra sus miembros que va desde despidos masivos hasta serias acusaciones por corrupción. Aun en la actualidad, a pesar de no querer que lo encasillen, ha tenido momentos de definirse como de izquierda, lo cual es rechazado por sus detractores. Lo cierto es que no comulga con gobiernos como los de Nicolás Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua, dos de los que se enmarcan en el progresismo sobreviviente de la región. A ambos los considera dictaduras, pero cataloga de igual manera a otras administraciones de derecha como la de Juan Orlando Hernández en Honduras. Al tiempo que no echa en el mismo saco de Maduro y Ortega al boliviano Evo Morales. Marca así un punto de ruptura en la política exterior de su antecesor y deja dudas de por dónde irán los tiros cuando de toma de partido a nivel regional se trate.
Otra de las controversias tiene que ver con sus orígenes palestinos, que para nada le han privado de simpatizar con Estados Unidos, aliado principal de Israel. En este tema también habría que esperar posturas más precisas y no solo esta primera aproximación.
Siguiendo con sus desencuentros, resulta que tiene posiciones demasiado conservadoras en temas cruciales como el aborto o el matrimonio igualitario como para ser un chico de la generación milénica. En el tema gay, prima su fe católica y se opone a la legalización de la unión, al igual que condena la interrupción voluntaria del embarazo al no ser que peligre la vida de la madre, en cuyo caso sí lo avala.
A todas estas, ha elegido un gabinete femenino y sus primeros pasos han estado encaminados a reivindicar los derechos de las víctimas del pasado de guerras que sufrió el país. Los dolientes se congratulan con esta mirada hacia la memoria histórica y buscan que el presidente vaya más allá hacia la abolición de toda impunidad.
Por lo pronto, las deudas de Nayib Bukele son con las grandes problemáticas de la nación que lidera, siendo la violencia la número uno. Los índices de criminalidad del estado centroamericano son tan abismalmente altos que espantan ante la pequeñez de su geografía y su escaza cantidad de habitantes. Dialogar o mano dura con las pandillas salvadoreñas parece ser la cuestión para el gobernante. Le siguen por orden la corrupción, la pobreza y el lento crecimiento económico. Todo ello con un legislativo tomado por la oposición y con un halo de incertidumbre en los ciudadanos que no ven muy claros los planes y propósitos de su gestión. Le han escuchado decir lo que quiere cambiar pero no cómo lo va a lograr. Lo positivo es que la confianza en su gestión es sumamente alta todavía. Ganó en primera vuelta los comicios con una mayoría que suma más que los votos de todo el resto de los partidos presentados. A poco de investirse, ya fue catalogado como el primero en la lista de los mandatarios mejor evaluados a nivel global, de acuerdo con el ranking de la firma encuestadora mexicana Mitofsky, por delante de nombres como Vladimir Putin o Ángela Merkel, históricamente entre los mejores ubicados.
En esto de romper moldes se escuda cierto peligro, como también en el zigzagueo ideológico. Al fin y al cabo, ya pasó la era de los extremismos y polarizaciones mundiales. Todo modelo debe ser auténtico y cercano a las características de su gente para que funcione. Ser antisistema, no basta. Oponerse a lo que no funciona, no basta. En cuestiones de dirigir un país, hay que tener táctica y estrategia más que concebidas, bien en Twitter o a la vieja usanza, pero siempre yendo más allá de mensajes y conductas efectistas.
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