Sergio Moro conquistó fama mundial por convertirse en el primer magistrado en encarcelar a un expresidente en Brasil en el período de restauración democrática; no cualquier expresidente, sino el de mayor aceptación popular al abandonar el cargo y con tan buena confianza sostenida en el tiempo que se vislumbraba claro ganador en los comicios de 2018 para volver a dirigir los destinos del gigante sudamericano, perpetuando de ese modo la gestión del izquierdista Partido de los Trabajadores. El entonces juez torció el rumbo de los acontecimientos y fue visto como héroe anticorrupción, el único capaz de frenar la podredumbre de sobornos al más alto nivel que corroe a la élite brasileña y latinoamericana en general, en lo que ya ha trascendido como la trama de corrupción más grande de la región, y todo por poner a Luis Ignacio Lula Da Silva tras las rejas.
Hoy, la pregonada integridad y el sentido de la justicia de Moro está a debate tras la salida a la luz pública de conversaciones secretas entre él y el Fiscal del Ministerio Público, Deltan Dallagnol, que evidencian manipulación política en el terreno judicial y la parcialización en el proceso. El intercambio de mensajes devela además la construcción de la historia y el ensañado propósito de culpar a toda costa a la persona en cuestión, en este caso Lula, con un único superobjetivo: sacarlo de la contienda electoral e impedir que el PT retomara el poder.
Cada vez hay menos dudas que lo hizo por encargo y que fue premiado por el éxito de su misión. Asumiendo el gobierno el hombre que ganó la presidencia justamente por la salida de competencia de Lula, Sergio Moro fue recompensado con un puesto en su gabinete: Ministro de Justicia de Jair Bolsonaro. Sin embargo, un año atrás había sido categórico en una entrevista al afirmar que «No tengo intención de ir a una carrera política. Mi trabajo es como magistrado, así de simple». ¿Cambio de planes o falsedades?
Lo cierto es que con las nuevas filtraciones, juristas brasileños, congresistas de oposición y buena parte de la ciudadanía exigen la dimisión de Moro y, en consecuencia, la libertad de Lula con la correspondiente nulidad de su causa, lo cual parece difícil bajo la égida de la administración Bolsonaro.
Y no estamos hablando de especulaciones de medios, pues tal destape lo hizo el mismo periodista que publicara la información recopilada por Edward Snowden sobre los procedimientos ilegales de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Aquella tuvo a The Guardian como plataforma y el material referido al escándalo judicial brasileño fue divulgado por la web The Intercept. Glen Greenwald, quien por motivos personales vive ahora en Brasil, procesó y analizó todos los mails, chats y mensajería que llegaron a sus manos —reservando la fuente en la publicación— y develó la nebulosidad que tras el enjuiciamiento de Lula se dio por obra y gracia de un círculo en torno al personaje de Sergio Moro.
No parece haber falsedad alguna en lo divulgado por Greenwald pues ni siquiera el exjuez lo pudo negar. Se limitó a decir en un primer momento que no veía anormalidad ninguna en tales procederes, aceptándolos de facto. Si eso lo dijera un ciudadano común, estaría bien, pero resulta que en su condición de jurista debería saber que representa una violación el usar canales no oficiales de comunicación con las partes implicadas en el proceso, así como inducir o forzar decisiones y declaraciones. El propio periodista estadounidense responsable de las revelaciones considera que «el juez que ordenó la prisión para Lula creía que estaba por encima de la ley».
Una vez que compareció ante el Senado cambió su versión inicial para poner en duda la veracidad de las palabras que se le atribuyen y prefirió satanizar la forma de obtención del material, tildado a la fuente en anonimato de «piratas informáticos», cuestionando además el uso de mensajería y pláticas privadas como evidencias, cuando en el pasado no dudó en sacar provecho de diálogos también reservados entre Lula y Dilma Rousseff. Parece que Moro es de los que dicen «haz lo que yo digo y no lo que yo hago».
Ya lo había sentenciado Lula en su momento: «Siempre dije que Moro es un mentiroso». Al calor de los acontecimientos, la opinión pública puede tener nuevos elementos sobre las intenciones politizadas en el caso Lula y la corruptela de toda la estructura judicial brasileña. La incógnita es si será el fin para Sergio Moro y si se abrirán las rejas para Lula. Lo primero se pinta mucho más difícil que lo segundo, aunque guarden estrecha relación. Y en general, ambos sucesos parecen quimeras si se echa un vistazo a la cronología de injusticias que contra el expresidente se han cometido, empezando por atribuirle la propiedad de un inmueble que jamás estuvo a su nombre y que recientemente otra persona vendió, demostrando a las claras que Lula no era su dueño.
La manera brasileña de hacer justicia es hacer caso a las imputaciones y juzgarlo cuando la persona en cuestión ha cumplido su misión para con la elite política. Fue así con Eduardo Cuhna, quien primero organizó el «impeachment» contra Dilma Rousseff y después fue a prisión. También sucedió con Michel Temer; mientras fue presidente, el Supremo Tribunal de Justicia hizo caso omiso a todos los cargos presentados porque tenía que aguantar la transición hacia el nuevo gobierno; otra fue la realidad cuando se convirtió en prescindible.
Quiero decir con esto que no es tiempo para que Moro pague sus muchas culpas, apenas si se estrena en el gabinete del ultraderechista Bolsonaro quien sabrá agradecerle el convertirlo en Jefe de Estado. La institucionalidad se encargará de allanarle el camino para que salga impune de este entuerto. Además, los escándalos y filtraciones tienen corta vida cuando los protagonistas gozan de buenos padrinos y sobrado poder. El destino de Lula, en cambio, dependerá de la perseverancia de los que le creen inocente y siguen pujando porque se haga justicia.
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