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Seguir la huella de Los pasos...

7 feb. 2019
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El cuento

Cuentas la historia sin amarguras. Es una suerte de crónica de tu pasado–presente. Hablas de los hombres, tus hombres, aquellos compañeros del pelotón 220. Dices que es ficción, que te trastocas en personajes, que mudas la voz y los recuerdos. Eres héroe, testigo y malhechor... Mas el miedo... el miedo se te siente en la voz. ¿Y quién no teme ante la incertidumbre diaria del fusil en la mano, esperando el llamado a disparar, el resonar de la alarma?

Vas a narrar la aventura, te lanzas a la épica y desde ella, desde la trinchera de quien se sabe parte y no mero espectador, la criticas. Desnudas sus momentos más dolorosos, como esa caminata a veces ilógica, a veces absurda, a veces necesaria. Sesenta y dos kilómetros que se volvieron la metáfora de la vida, y que en sus líneas van develando los nombres que te marcaron, que marcaron al pelotón.

En esa marcha, casi insoportable, donde no creías poder llegar, donde se comenzaba a forjar la dureza, palabra que tanto insistes en recordarnos, donde –quizás– sentiste verdadero miedo por primera vez. Pero llegaste, venciste la prueba, sin saber –a lo mejor lo sospechabas– que el reto definitivo estaba por delante.

Y nos dejas saber, narrador cómplice, que los hombres de estos cuentos no son de una sola pieza, que conocen la ética desde un sentido alto, pero que pueden derrumbarse, quebrarse, pueden odiar... y también ser leales, con la valentía de aquel que entiende que solo es dueño de sus pasos.

La técnica

Un narrador en primera persona, hubiera observado el profesor ante sus alumnos del taller, al hablarles del punto de vista espacial en Los pasos en la hierba, es el que predomina en estos seis cuentos, incluyendo aquí la tríada que el autor da en llamar No se nos pierda la memoria.

Este libro, merecedor de la Mención Única del Premio Casa de las Américas en 1970, continuó el camino que su creador, el hoy Premio Nacional de Literatura, Eduardo Heras León, había iniciado al obtener el Premio David en 1968 con La guerra tuvo seis nombres.

No obstante su homenaje a los milicianos, su evocación a la preparación militar, su recuento asertivo de la vida en los campamentos, reconociendo las fuerzas y las debilidades humanas de quienes allí convivían, estos relatos fueron calificados por el poeta y crítico literario Roberto Díaz, en el mensuario El Caimán Barbudo, como la obra de un autor herético y contrarrevolucionario. Eran los albores del «Quinquenio gris» en la cultura cubana.

Así lo refiere el también escritor Francisco López Sacha en su prólogo a los Cuentos Completos de Heras, a lo que agrega: «Los textos que opinaron lo contrario no se publicaron y prevaleció en los medios intelectuales y políticos esta opinión que carecía, además, de fundamento literario. Heras León fue castigado, expulsado de su cátedra en la Escuela de Periodismo y enviado a “purgar” su culpa a una fundición de acero».

Un narrador en primera persona, donde el autor juega y se mueve, disfrazándose en distintas situaciones y complejos caracteres, y logra hacer arte de las técnicas de la narración que, años después de publicado este texto, les mostrará a sus alumnos del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.

En casos como La caminata, donde se describe un viaje tortuoso de decenas de kilómetros, la historia llega de la voz de un narrador–personaje, que no protagonista, que trasluce, por encima de un cansancio tanto real como simbólico, la amalgama de emociones humanas –dando espacio a lo más sublime y a lo más miserable– del miliciano incapaz de defender a su compañero, centro de la historia, y que al callar lo priva de integrarse al grupo que se prepara a combatir.

Se vuelve esta caminata, a su vez, en tema recurrente de cada cuento del libro, como recuerdo perenne de los personajes, que no borran la prueba como tampoco podrían borrar una cicatriz. Y da pistas al lector, por otra parte, del tono de nostalgia que emanan las costuras del autor, quien no evita reflejarse en sus historias.

Vemos, entonces, esas pinceladas de atención que traza Heras sobre sí mismo, especialmente en los dos primeros relatos, La caminata y La noche del capitán, donde menciona, apenas una vez respectivamente, casi de soslayo, al «Chino», como para no dejar olvidada su huella sobre el césped.

Y el miedo, esa pena intangible más pesada que el plomo, que consume más que cualquier agotamiento físico, se hace una suerte de lei motiv en las seis historias, teniendo como cumbre La noche del capitán y No se nos pierda la memoria.

Asomarse a La noche… es palpar la incertidumbre de un combate, el temor por la vida, pero, también la admiración por un hombre de una altura que el narrador, hasta los momentos finales, no logra comprender. Se deja entrever, quizá con mayor peso que en todo el libro, la imagen del concepto cobardía entre los milicianos, y el propio miedo hacia ella.

La segunda, pieza maestra que muda tiempos y espacios, en amplio sentido dramático, mas sin redundar en lo trágico, muestra tres miedos –o tal vez muchísimos más– , un hecho y tres voces que lo narran. Otra vez, la primera persona se trasfunde en tres hombres: el jefe de pieza, el teniente y el Lento; y todos, desde sus excelentemente caracterizadas personalidades, nos llevan de la mano ante un acontecimiento estremecedor, volviéndonos cómplices y jueces.

Luego, en Crónica de Mateo – ¿el Mateo de La guerra tuvo seis nombres? –, resalta un deje de la oralidad, como la marca de juventud de su protagonista, que lo hace dueño de una disciplina y respeto infrecuentes en muchachos de apenas quince años. Y se adhiere, con una yuxtaposición evidentemente intencionada por el autor, al cuento Los pasos en la hierba, donde se reitera el tema de la muerte, y, acaso, de la locura, del diálogo de un soldado con su compañero caído, también muy joven, de quien espera constante respuesta.

Y el colofón, el cierre en redondo, con El viaje ha comenzado, revisitando cada relato como uno mismo, como todo lo que puede suceder en menos de un año: de octubre de 1960 a abril del 61. Muestra aquí, en palabras, los rostros de estos hombres, que no llevan una esencia de blanco y negro, sino con un espectro casi infinito de sentimientos. Y que saben, en el camino evocador de todo lo vivido, viendo los resplandores del miedo y de sus caídos, que ya el combate ha comenzado.

Los pasos

Eres entonces el Moro, los negros Víctor y Busutil, Tirso y Lorenzo. Eres también el jefe de pieza, el teniente Roval y el Lento. Eres Julio y Mateo. Tu voz es de aliento, también de soberbia y furia. Despiertas la historia a emoción, no a consignas. Te apoyas en lo humano, sin esconder lo mezquino, aunque lo loable tampoco se oculta. Nos haces recordar hasta lo heroico que no vivimos porque, quizás, el mayor de tus miedos sea que se borre la huella de ese andar sobre la hierba.

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