Contrapunteo

¿Se premia la guerra o la paz?

3 may. 2018
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La propuesta descabellada del momento: el Nobel de Paz para Donald Trump. Lo ha sugerido en primera instancia su aliando de Corea del Sur, Moon Jae In, y de inmediato ha tomado cartas en el asunto un grupo de congresistas estadounidenses. El mandatario surcoreano dijo: «Es realmente el presidente Trump quien debería recibirlo. Nos conformamos con la paz», ante la pregunta de si esperaba ser nominado y recibiría eventualmente semejante galardón. De inmediato los republicanos hicieron suyas las palabras de Moon y remitieron una carta al Comité del Nobel en Oslo, Noruega, donde argumentaron: «Desde que llegó a la Casa Blanca, el presidente Trump ha trabajado sin descanso para presionar al máximo a Corea del Norte con el objetivo de terminar su programa nuclear ilícito y llevar la paz a la región».

Ya este premio estaba bastante desprestigiado de cara a la opinión pública con los nombramientos anteriores como para que la posibilidad de que un personaje tan opuesto a la paz se haga con él en la venidera edición, perturbe sobremanera. Realmente que Donald Trump lo logre no hace la diferencia a esta altura del partido cuando su antecesor, Barack Obama, fue laureado con tal distinción y todavía sigue sin respuesta la interrogante de por qué fue merecedor. Digamos que Obama tubo un Nobel por lo que él representaba, por la esperanza de un cambio que se quedó en discursos. El tercer Nobel en la historia presidencial de Estados Unidos no empezó las guerras de Irak y Afganistán, pero mantuvo las tropas allí, generó nuevos conflictos e incursiones militares y consolidó la estrategia de guerra no convencional por todo el orbe; todo ello enmascarado en una oratoria conciliadora y pacifista.

Si ese es el medidor, Trump se ajusta perfectamente. Su política exterior ha sido de mano dura y accionar concreto, lluvia de misiles mediante. Pretende solucionar cada controversia sobre la base de la coacción, pero bajo el principio de menos advertir y más demostrar poderío y alcance. Ahora aprovecha los asomos de paz que se respiran en la península coreana para llevarse todo el mérito cual si hubiese ideado y ensayado el plan de principio a fin. Es decir, coreografiar la subida de tono de 2017 al punto de una guerra nuclear para luego venderse apaciguador y mediador en el diferendo que marca la vida de las dos Coreas.

Realmente han sido momentos inéditos los que protagonizaron Kim Jong-un y Moon Jae In en la cumbre del pasado 27 de abril. Es la primera vez que un líder norcoreano pisa suelo del sur, en una ceremonia donde primaron las sonrisas, los estrechones de mano, las fotos amigables, una sucesión de actos simbólicos y muchas frases esperanzadoras alegóricas al fin de la guerra y la convivencia armoniosa.

Se trata del clímax de un proceso de acercamiento que tuvo en el deporte su deshielo, y que posteriormente fue cristalizándose hasta llegar al diálogo al más alto nivel que deja constancia hoy de un compromiso escrito de avanzar hacia la desnuclearización, pasando por el fin de las presiones de Occidente y el cerco económico-militar.

Todavía queda pendiente para romper toda incredulidad, si es posible, un cara a cara en condición de iguales entre Trump y Kim Jong-un. De «hombre cohete» el uno y «viejo chocho» el otro, pasaron a ser probables interlocutores con una agenda común que redefina las relaciones adversas que han sido denominador común entre Washington y Pyongyang.   

Sería la coronación de la «voluntad pacifista» que comienzan a corear los interesados en premiar al número uno de la Casa Blanca, nuevamente en una visión totalmente sesgada que recompensa una parte —casi siempre bastante simbólica— y no el todo; como fue también el caso de otro Nobel, Juan Manuel Santos, quien si bien logró firmar un Acuerdo de Paz con las FARC, no fue el único artífice del pacto, no terminó en toda su magnitud el conflicto armado, solo lo hizo en teoría bien adornada —o de que otra forma se explica la situación actual que atraviesa el país donde se desmorona lo firmado antes de terminar de implementarse, sigue la violencia, el fuego cruzado de grupos armados ilegales, las muertes selectivas de opositores y las causas estructurales que originaron la confrontación permanecen inalterables— y además tiene un pasado de ministro de defensa con una política de exterminio por la fuerza bruta del contrario.

Lo mismo sucede con el magnate inmobiliario devenido Jefe de Estado. La paz no ha sido asunto suyo ni en lo doméstico ni mucho menos en los asuntos exteriores. Al tiempo que bombardea Afganistán o Siria, sabotea con su arrogancia sin límites cada evento internacional o cierra programas de beneficio para grupos no minoritarios dentro de sus propias fronteras. Se enemista con Latinoamérica casi en su conjunto y para cada gobierno extranjero que se le insubordina a sus designios siempre pone sobre el tapete soluciones de violencia.

Por ello, la tesis de que en el caso coreano somos testigos de un ejercicio de diplomacia con un fin específico de acumulación de créditos y loas, pero con propósitos reales mucho más turbios, adquiere más sentido cuando se analiza que, devolverle la tranquilidad a la región de Asia oriental no conviene a los intereses estadounidenses, que han tenido en el enemigo norcoreano la excusa perfecta para mantener la presencia de efectivos en el área a modo de contención con adversarios mayores como China y Rusia.

Que Donald Trump finalmente gane o no el título de la academia sueca, solo contribuirá al descrédito del legado de Alfredo Nobel, que en su versión de «Premio de Paz» parece ser destinado al más guerrista de los personajes de turno en los últimos tiempos.

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