Poco más de un mes después de que Estados Unidos amenazara con reactivar el capítulo tercero de la Ley Helms-Burton, vuelve el río a sonar tras la visita de Donald Trump a Miami y la comunidad internacional se pone en alerta por las piedras que finalmente pueda traer tanto pregonar sobre lo que sería un recrudecimiento del bloqueo en su faceta comercial hacia Cuba.
Imagine usted que mañana aparezca una demanda de la famosa Paris Hilton contra el gobierno cubano por la nacionalización del hotel de su bisabuelo, el céntrico Habana Libre, hoy Tryp de la cadena Meliá y ayer Hilton, del empresario norteamericano pariente de la modelo. Fuera perfectamente posible ese y otros centenares de reclamos, incluso miles al sumar los de compañías e individuos, si el Departamento de Estado norteamericano decide aplicar el mentado título III, jamás aplicado desde su fundación misma hace más de 20 años, pues escribirlo y congelarlo fue la misma cosa.
Y es que se desempolva la Ley Helms-Burton, conocida así por los apellidos de los legisladores que le dieron vida pero que se denomina realmente «Ley para la libertad y la solidaridad democrática cubana». En otras palabras, este es el mecanismo legal que internacionaliza el bloqueo de Washington hacia La Habana, el que pone en vigor la tantas veces citada «extraterritorialidad», que no es otra cosa que las limitaciones que tienen terceros países para el comercio con Cuba. Aquí entra la persecución financiera, la negativa de créditos y ayuda para el desarrollo, y por supuesto, la inversión en propiedades estatales cubanas, que ayer pertenecieron a privados de terceros países. Sería el caso del Aeropuerto Internacional José Martí, algunas instalaciones portuarias de Santiago de Cuba, la ronera Havana Club y un sinnúmero de hoteles como el otrora Hilton de 23 y L, en el Vedado capitalino que ya ejemplificaba.
La legislación se aplica desde su surgimiento en 1996, excepto su acápite tres, referido al establecimiento de represalias legales, o sea, castigos, para todo aquel que haga negocios con empresas o propiedades de cualquier índole nacionalizadas después de 1950 por el gobierno de la isla y que antes pertenecieron a estadounidenses. La moratoria a tal título obedece a que sería un verdadero caos comercial, no podrían los canadienses invertir en el petróleo cubano, las cadenas españolas en la industria hotelera y hasta algún descendiente de los expropietarios de las vistosas casas de Miramar podría aprovechar el río revuelto para armar un pleito judicial.
Si eso sucede, si Estados Unidos decide aplicar la Helms-Burton en toda su extensión —por ahora estudia hacerlo, y para ello ha achicado la suspensión de la aplicación del título tercero de 6 meses a 45 días— obviamente el bloqueo se estaría acentuando, como lo denuncia la parte cubana, pero sobre todo, levantaría una enorme agitación en la comunidad internacional que vería mucho más afectadas sus relaciones con Cuba, un verdadero desconcierto para todos.
Por ahora es una amenaza, como todas las que han venido a cuenta gotas desde que asumió Donald Trump, y que tiene como caras más visibles al Asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, y al consejero estrella del magnate, el anticubanísimo Marco Rubio.
En esta historia, parece ser que la cúpula estadounidense decide minimizar a exprofeso un detalle: el acto de nacionalizar es perfectamente legal, amparado por el derecho internacional siempre que se responda a los códigos establecidos. Los pueblos tienen derecho a disponer libremente de sus bienes y riquezas, a colectivizarlas si lo entiende provechoso. En el caso cubano, además de apegarse a tales fines, la nacionalización fue también una respuesta a agresiones comerciales del vecino molesto por la llegada de los barbudos. ¿Qué debió haber indemnizaciones? Es cierto. El gobierno cubano ha expresado en más de una ocasión que no elude sus responsabilidades al respecto, de hecho, ha resarcido sus compromisos de compensación con otros países, excepto con Estados Unidos, negado desde el inicio a negociar. Desde entonces, sigue siendo uno de los tantos tópicos engavetados en el necesario diálogo político bilateral que Washington no termina de encarar.
Parte de la negativa norteamericana se debe en gran medida a que, si bien Cuba le debe a Estados Unidos, es mucho más lo que Estados Unidos le debe a Cuba, pues cada año se divulga la cifra millonaria que representan las pérdidas por concepto de coerción económica, comercial y financiera, en término abreviado: el bloqueo. Sobre ello hay que hablar, reposadamente, entre iguales, pero la tormentosa y cuasi nula relación impide todo avance.
La mismísima Paris Hilton se paseó por la Habana y se fotografió orondamente con el Habana Libre de fondo, sin vociferar que allí podría haber «millones suyos», la frase que utilizaron algunos malintencionados para revolver el asunto.
En los últimos días, son varios los Estados con seguro perjuicio por su presencia comercial en la Isla que han mostrado su preocupación y rechazo a la posibilidad de que sea cierta la activación del acápite de la legislación restrictiva, incluso se han pronunciado aquellas naciones con leyes antídoto, y podría darse una manifestación de resistencia igual o mayor a la de 1996 cuando se aprobó esta ley; ello sin duda repercutiría en la relación de Washington con países que hoy le son aliados en empresas más urgentes para la Casa Blanca como Venezuela. Porque en materia económica, cuando se habla de engrosar bolsillos o cuentas bancarias, pocas veces hay ideología o color político, sobre todo para los mayores exponentes del sistema que defiende el capital por encima de todo.
Tampoco tal situación sería bien recibida por los reclamantes estadounidenses que ya habían empezado una negociación con Cuba durante la era Obama en torno a las demandas certificadas. Y si se dejan llevar ahora por la espiral judicial que propone Trump, verían anuladas las posibilidades de recuperar algún tipo de compensación futura por sus inmuebles.
A todas luces, se impone el diálogo y la búsqueda de acuerdos, que evidentemente no es la opción de los hoy sentados en la Casa Blanca y el Capitolio norteamericano. Ellos prefieren el «chantaje y el ataque brutal», como ha denunciado Cuba. Seguir apretando la tuerca y mientras, distrayendo con su actitud hostil hacia La Habana, a la opinión pública mundial del reverbero que el señor Trump tiene en casa.
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