Cuando en 2016 el estado colombiano firmó la paz con su guerrilla más poderosa y antigua, y dejó trazado el camino para lograr otro entendimiento con los actores armados restantes, parecía que los conflictos internos armados estaban a punto de borrarse de la geografía latinoamericana. Sin embargo, comenzó 2024 con hechos que desdibujan los escenarios pacificadores de una región que busca estabilidad política y seguridad ciudadana para enfrentar sus enormes desafíos económicos y sociales.
A una Colombia que busca deshabituarse de la guerra, se le suma ahora una nación vecina que ha pasado a ser el nuevo epicentro de cárteles de droga, violencia en todas sus manifestaciones y pánico popular. Ecuador acaba de declararse en «conflicto armado interno» y el gobierno ha decretado estado de excepción ante el desbordamiento de la criminalidad, que comenzó en el sistema penitenciario, pero que supo cruzar sus muros para aterrorizar a la gente.
Lo cierto es que Ecuador lleva tiempo retrocediendo en aspectos que tenía superados. Un país bastante seguro pasó a una violencia desbordada. Pocos son capaces de reconocer los orígenes de una evolución tan acelerada de este estallido violento. Pareciera que se quiere presentar como una cuestión meramente delincuencial, cuando en realidad, las mafias se han envalentonado ante un desmantelamiento del Estado y su institucionalidad, que ha dejado en orfandad a grupos sociales enteros, a la par que ha corroído las endebles estructuras existentes y carcomido a sus funcionarios para dominar los hilos del poder. El control territorial por parte de las organizaciones criminales va de la mano de un abandono del Estado.
No obstante, si hay que buscar chivos expiatorios, vuelve a ser la izquierda ecuatoriana y su máxima figura, el expresidente Rafael Correa, el centro de culpabilidad al relacionarlo con narcotraficantes y acusarlo de pactar con las mafias, así como de expulsar del país a la base de monitoreo antidrogas de Estados Unidos en Manta en 2009. Si nos ajustamos a esos argumentos, Colombia debería ser el sitio más pacífico de todo el hemisferio al contar nueve bases militares. Sin embargo, si se comparan los índices de violencia en ese mismo país durante los años de mano dura y luego, tras el inicio de acuerdos sólidos de paz, los números tienen la última palabra y dejan entredicho a quienes piensan que pactar o negociar es un error.
No es posible que en los últimos cinco años las prisiones ecuatorianas sean verdaderos campos de batalla sin la connivencia de la autoridad carcelaria y del aparato judicial. Las revueltas, asesinatos y fugas se volvieron tristemente cotidianas y la excusa perfecta para decretar estados de sitio que poco sirvieron para apaciguar la violencia, porque eras oportunamente aprovechados para impulsar agendas políticas propias a golpe de autoritarismo.
La metamorfosis de la tranquilidad de los ecuatorianos comenzó con la presidencia de Lenín Moreno, quien enfocado en arrasar con el legado de su antagonista fetiche, comenzó a generar las condiciones de degradación social e impunidad que sirven para convertir una sociedad en jungla.
A Moreno le siguió Guillermo Lasso que tomó nota de la receta de (in)gobernabilidad. Enemistarse con el resto de los poderes, agenciarse la manera de imponerse a golpe de decretazos y sortear sus frecuentes escándalos, le dejaron poco tiempo para centrarse en las grietas que se abrían bajo sus pies y quebraban el tejido social hacia un punto peligrosamente irreversible.
Sin embargo, mientras los muertos aumentaban dentro y fuera de barrotes y lo mismo eran reclusos, policías que gente común; mientras los asaltos, robos y secuestros se volvían cotidianos, la élite política seguía empeñada en estériles batallas por hacerse sentir al punto de acabar con los mandatos y abocarse a un proceso electoral anticipado con el que solucionar la crisis. Solo que, aún en medio de la campaña, la violencia de penales y calles también se hizo sentir en el proceso y un asesinato a quema ropas, a un candidato presidencial, se convirtió en el modus operandi de torcer voluntades.
Fue así que la «inseguridad» se convirtió en el tema bandera en la recta final y quien mostrara la mano dura y prometiera paz, muy probablemente se alzaría con el triunfo. Tal cual, Daniel Noboa, entre otros muchos atractivos que usó como gancho, dio en el clavo al prometer hacer suyo algo parecido al modelo bukelista de guerra contra las pandillas y reducción drástica de la criminalidad.
Fue así que Noboa se impuso ante la otra opción en disputa: la que prometía algo conocido, en la época que todos reconocen de esplendor, pero sin que la oración tenga sujeto —algo así como «fue en tales años» pero sin mencionar que fue obra del correísmo.
Llegó entonces el joven apuesto, vigoroso, con ganas de comerse el mundo y una historia personal de ensueños, y sin discurso tradicional, desligándose hasta de su propio padre que tantas veces intentó el sueño de presidente y muchos cayeron rendidos a la seducción. Les faltó, además de leer lo que prometía, detenerse en lo que no decía por lo claro, porque como aspirante omitió deliberadamente su plan económico que difícilmente se saliese del guion de empresarios que dirigen un país como su emporio personal.
Para rematar, la historia de magnicidio, primero, y de asesinato de los magnicidas después, para enrarecer todo el clima electoral y sembrar la duda de que «quién si no el correísmo sería el responsable de asesinar a un oponente político».
Así llegamos al día de hoy, con el anuncio de mega cárceles como solución mágica a la violencia, como si no fuera en sitios de aparentemente máxima seguridad desde donde se gestó todo este clima de guerra. Y volvemos a la importancia del entre líneas, junto con medidas represivas, la intención de aumentar impuestos a productos de bienes y servicios para recaudar el suficiente dinero que frene a los violentos. Vuelve a ser la gente carne de cañón al exponer su cuerpo y sus bolsillos a los distintos poderes.
En tanto se toman medidas urgentes a episodios de terror, también deben sopesarse acciones encaminadas a la raíz de este pico violento. Drogas, corrupción, ausencia de mecanismos eficientes de seguridad y un estado débil y sin presencia en toda la geografía son caldo de cultivo al «sálvese quien pueda». Habría que releer a uno que bien sabe de estas cuestiones porque lo ha vivido en primera persona y a ambos lados del espectro: desde actor armado contra el Estado y como máximo representante del Estado mismo: Gustavo Petro.
Hace cinco meses Petro analizó cómo el mercado de las drogas ha cambiado y su relación con los sistemas económicos y políticos. «De la marihuana del capitalismo del bienestar y sus juventudes rebeldes, pasamos a la cocaína, la droga de la competitividad y el neoliberalismo; y ahora entramos a la droga de la muerte, el fentanilo: la droga del capitalismo de la crisis climática y la guerra». Ello ha hecho que cambien las rutas del narcotráfico y que se desplacen los centros de operaciones. Y una vez más se ha constatado el fracaso de la guerra contra las drogas con el enfoque estadounidense.
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