Ambos tienen 53 años y están juntos desde los siete, excepto aquel semestre de soledad que derivó en depresión mutua. Él se llama Romeo, y aunque ella no es Julieta, existe un amor peculiar entre este guatemalteco y su elefanta.
A raíz de un accidente en carretera rumbo a Rabinal, 182 kilómetros al norte de la capital, Romeo López tomó la decisión de donar su elefanta Bomby al zoológico La Aurora.
«Yo me accidenté y me vi bastante imposibilitado para cuidarla; tenía muchas opciones y oportunidades de poderla negociar en México o en otros lugares, pero quería tenerla cerca de mí», así recuerda este hombre de circo lo ocurrido en 2009.
Él se alejó de la elefanta para recuperarse, pero cuando regresó al parque para saber de ella la notó muy triste y deprimida. Aunque tiene la opción de trabajar en su oficio, el circo, que es mucho más rentable, le da pesar abandonarla y lamenta que tal vez tenga que hacerlo en el futuro.
«Esta elefanta, cuando llegó al circo, tenía siete años y prácticamente hemos tenido una vida juntos», evoca el padre de 15 hijos.
El mismo que testifica haber hecho de todo en el circo Rex, de los hermanos López, aclara que no quiere que lo tomen por loco, pero que él habla con su elefanta como mismo lo hacen otros con sus perritos o pajaritos.
«Sí se puede hablar con los animales y yo le garantizo en un ciento por ciento que sí entienden», subraya emocionado. Ni él mismo cree como la ama tanto.
La vida, que se torna muy áspera en ocasiones, le ha enseñado bastante. Por ejemplo, comenta que «muchas veces somos más animales nosotros los humanos porque nos descuartizamos, nos mutilamos y hacemos muchas cosas fuera de lo normal o herimos a las personas emocional y físicamente».
«Un animal, usted sabe, si va a atacar lo hace porque tiene necesidad o por hambre, es su instinto», dice Romeo, al añadir que tal vez se equivoca, pero que «los elefantes no olvidan y si algo malo le hace el dueño, tarde o temprano lo matan o lo dejan imposibilitado».
Gracias a Dios —sostiene— Bomby nunca me ha agredido. «No quiero hablar bien de mí, pero se puede ver en esa elefanta que no tiene ningún golpe. Su piel está nítida. No tiene ninguna abolladura. Hay animales con más hoyos que piel».
Él desciende de gitanos que llegaron a Guatemala a principios del siglo XX. Aunque no recuerda exactamente de dónde vinieron sus antepasados, sí sabe que aquí fundaron una carpa y se ganaron la vida haciendo espectáculos para la gente.
Adaptado a trabajar en carpas y dormir en casas rodantes, señala que se sentiría incómodo si habitara una vivienda normal. Tiene su tráiler en un terreno en Ciudad San Cristóbal, una zona residencial del municipio de Mixco, colindante al oeste con la capital.
Agradecido por vivir allí y por la bendición de contar con un trabajo en el zoológico, este hombre —de manos rudas y cuerpo fogueado en el rigor del circo— declara que se quedó huérfano de madre a los nueve años.
«Mi madre fue algo bien especial». Con ese laconismo rememora la partida de su progenitora en plena infancia, mientras se le atragantan las palabras y pide perdón por las lágrimas porque si algo le habrán martillado desde que tiene uso de razón es que los hombres no lloran.
Respira para retomar el hilo de la conversación y agrega que desde entonces se identificó bastante con esta elefanta.
Él prefiere llamarla así y no Trompitas, como sugirió una niña cuando el zoológico hizo una convocatoria para buscarle un nuevo nombre. Los elefantes —subraya— tienen la longevidad de un humano, dependiendo del cuidado que le den.
«Quisiera que llegara a 100 años; no sé, morirme yo antes y después ella, pero no sé», suspira Romeo, a unos dos metros de su «Julieta», que escuchaba atenta la entrevista. Movía la trompa y las orejas desde el otro lado del foso como si entendiera que era de ella de quien se hablaba.
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