Si nos guiamos por la matriz informativa dominante, Nicaragua ha entrado en una crisis política de grandes proporciones que transitó demasiado rápido de un descontento popular al derramamiento de sangre, imposible de cuantificar si queremos ser serios con los datos por la burda manipulación al respecto. Ya superó el mes de protestas para nada pacíficas y que se vuelven un tanto inexplicables a esta altura si partimos del hecho que el desencadenante desapareció. Daniel Ortega, presidente del país, propuso, pero canceló inmediatamente después, un paquete de reformas a leyes que cubren la seguridad social; dichas modificaciones contemplaban un aumento pequeño pero estremecedor para el bolsillo promedio de los impuestos de los empleados al seguro social y a las pensiones por concepto de cobertura médica, básicamente. Y estas medidas tenían como fin salvar de la quiebra a la institución estatal —Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS)— encargada de estas cuestiones en el campo de la protección ciudadana ya bien en la vejez o estadios de enfermedades.
Y claro, que si a un ciudadano cualquiera le dicen que deberá incrementar sus gastos, en este mundo donde se vive a la orden del día en el mejor de los casos, si no se es un capitalista exitoso, es motivo suficiente para la inconformidad. De ahí que este tipo de decisiones deba ser muy bien explicada a la gente que deberá sufrirla, para concienciarla de una necesidad de país, sobre todo si ese mismo país es de los que intenta equiparar el bienestar social al desarrollo económico. Baste citar que en medio de las turbulencias económicas, Nicaragua mantuvo niveles de crecimiento superiores a la media de América Latina y el Caribe, y en los últimos dos años se ubicó segundo en Centroamérica. A la par, que ha invertido las ganancias estatales en desarrollo social, aumentando la inversión en este sentido a 6 mil millones de dólares y logrando la reducción de los indicadores de pobreza, cifras no escandalosas pero significativas si pensamos que esta nación ha arrastrado por años la etiqueta de los organismos internacionales de ser el segundo país más pobre de la región latinoamericana. Solo que si hay actores internos y externos que buscan poner traspiés a ese mismo gobierno decisor simplemente porque le es ideológicamente enemigo e interfiere en la lógica política que privilegia a la clase burguesa, será esta la excusa perfecta para echar más leña al fuego.
Es eso lo que ha ocurrido y no es Nicaragua el primer laboratorio para poner tal iniciativa en práctica. Parecería que es capricho de la izquierda culpar a las elites de poder de la derecha hemisférica de las inestabilidades domésticas. Pero sería ingenuo pensar que un mismo modus operandi se replique en determinados países donde estas mismas elites «coincidentemente» desconocen a esos gobiernos y que, cual receta, la gente común salga a la calle, sin la aparentemente menor articulación, a manifestarse «espontáneamente» al punto de querer la salida del presidente de turno.
Sucedió cuando las llamadas «primaveras árabes» y sucedió en Venezuela, como los ejemplos más fieles y cercanos, pues se han repetido —cuasi calcado— los hechos al pie de la letra de algún dictado bien escondido. Y se torna contradictorio cuando menos si recordamos que mientras Michel Temer y Mauricio Macri hacen trizas las seguridad social en Brasil y Argentina respectivamente, los brasileños y argentinos desbordan las avenidas de sus países tan o más indignados que cualquiera pero no se habla de crisis política si no de protestas puntuales. En cambio, en Nicaragua no ve la luz la polémica reforma, y los nicaragüenses parecieran poseídos o adoctrinados por un ser superior que los instruye o más bien utiliza para sabotear un proyecto de revolución sin que haya que recurrir a los viejos métodos de intervenciones militares y golpes de estado.
Siguiendo las comparaciones, el tema represión también forma parte de las interpretaciones con doble estándar. En las calles de Brasilia o Buenos Aires —por seguir con los mismos ejemplos anteriores aunque no los únicos— la versión es que los antimotines intentan dispersar a manifestantes violentos. En el caso nicaragüense, la policía de Ortega reprime sin piedad a los jóvenes que «pacíficamente» muestran su «decepción» del sistema. ¿Cuán apacible puede ser quemar vehículos e instituciones y atacar a la autoridad con armas artesanales, encapucharse cual mafias y provocar el caos?
Tampoco es típico de los gobiernos derechistas proponer el diálogo como solución a la inconformidad y sí se torna exigencia para los de izquierda que escuchen las peticiones de sus contrarios y cedan. Aun así, mientras se invita a una solución pacífica, la orden es continuar la presión popular bien coreografiada.
Son tiempos en que las operaciones encubiertas con fines políticos rigen nuestras vidas. Y ser presa de la manipulación es tan fácil como creer al detalle cualquier historia que pretende repetirse hasta parecer verdad.
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