Proposiciones

Paradojas del Estado-nación en Cuba*

26 abr. 2019
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Agradezco al Departamento de Historia de Cuba y en particular al profesor Fabio Fernández su gentil invitación a este debate, en el que por razones familiares solo participaré a través de las siguientes líneas. Desde luego, la persona idónea para enfrentar semejante escollo, María Antonia Marqués Dolz, ya no puede hacerlo, de modo que trataré de abordar el tema con la dignidad que le era tan propia y, por supuesto, con muchísimo menos arte.

Habría que  recordar, a guisa de prólogo,  los rasgos más distintivos del Estado pre-59: proteccionista del azúcar, deudor eterno moral y material de Estados Unidos y feliz poseedor de la cuota que pese a Raúl Cepero Bonilla la gran mayoría de los cubanos- hacendados o no- considera un derecho y no un trato negociable entre dos naciones, por aquello de lo poco que resta de la dignidad de la nación. Ese Estado se halla en pleno despegue en 1958.

Con un sistema financiero bien desarrollado, un mercado seguro y réditos domésticos garantizados, poco le importa la corrupción de los Tribunales de Cuentas, por ejemplo, o las dificultades que encuentra Julio Lobo para comercializar su azúcar en continua lucha contra la miríada de intermediarios amparados por el batistato. Menos, muchísimo menos, podría tomar en consideración la eterna queja de los optimistas representados por la Asociación Nacional de Industriales de Cuba (ANIC): si no se protege la industria nacional, el mercado interno seguirá en manos ajenas, para perjuicio del capital cubano.

Lo dependiente de la economía cubana- explícito en las obras de [Raúl] Cepero [Bonilla], Julián Alienes y Felipe Pazos, entre otros- esconde una paradoja asombrosa: la firme convicción de que en «la tierra más fermosa» todo es posible… si Cuba se librara del dominio del capital foráneo.

De ahí que el primer cambio sustancial que ha de enfrentar el Estado de la joven Revolución es la inversión de sus prioridades. Ahora, «consumir lo que el país produce es hacer Patria», y el proyecto de diversificación industrial, ese sueño dorado de la burguesía industrial no-azucarera, es ahora idéntico al desarrollo de la nación. El azúcar, ese soberano indiscutido, pasa al ambiguo plano de prioridad necesaria, pero indeseable.[1] Claro, se hace limpieza. La estructura legal del Estado – si de tal puede hablarse al referirse a un mecanismo que funcionó durante un septenio manu militari- cambia totalmente, y la troika mágica, Cepero, Pazos y López Fresquet, reciben plenos poderes.

Acá empiezan las sorpresas. O, como apuntara Fabio, «las afectaciones a la estructura estatal». ¿Qué estructura, amigo mío? El optimista de Cepero rebaja el precio del arroz en pro del bien popular, y ha de enfrentar la ira de los cultivadores de arroz, que amenazan con retirar su producto del mercado nacional y exportarlo allende los mares. Ahí tiene usted ley y negación de ley, y siguen más.

El Año I es el de pedir, y todo el mundo pide. Porque todos están convencidos —los cultivadores de frutos menores, los de plátano, los productores de conservas—  de que ahora no solo pueden sino que tienen que pedir, pues su amplia capacidad exportadora —existente únicamente en sus cabezas– les permitiría inundar América Latina con sus productos.[2]

Paradoja simpática, pero triste, si se recuerda que 1970 yace en el futuro. Todos los sectores están convencidos de que Cuba es Jauja, y piden. Por pedir, el robusto Conrado Bécquer pidió no sólo aumento de sueldo, sino la restitución a sus puestos de trabajo de los obreros despedidos tres años antes. Y si quiere usted eliminar el desempleo, pues no le queda de otra: comparte un mismo puesto laboral entre 3 trabajadores.

Eso, desde luego, no podía contentar a los empresarios, que aún tenían fe en el proyecto de diversificación industrial y colaboraban ampliamente con Rufo [López Fresquet] en la Operación Honestidad – Ley 40- reconociendo con galana soltura que habían estafado al Estado con reiteración y sistematicidad durante largos años.

¿Cómo afectó la joven Revolución al Estado? El Estado cambió día a día. Sus funcionarios, de los cuales algunos como Cepero y Pazos hallaban ahora la oportunidad de poner en práctica las tesis que defendieran en sus obras, comprueban que no pueden: el mundo cambió. Pensaron para el mercado cubano, en su clásica relación norteamericana, pero la fuga de profesionales y luego de capitales hace difícil instrumentar ideas que nacieron para un mundo que ya no existe. Tras las tres olas de nacionalizaciones de 1960, es evidente que el Estado ha tomado para sí las funciones que antes desempeñaran otros sectores. Cierto es, las de la Asociación Nacional de Industriales de Cuba (ANIC) serían mínimas tras octubre de 1960, pero a diferencia de sus homónimas de Hacendados y Ganaderos, no es destruida por la joven Revolución.  Subsiste hasta diciembre de 1961, cuando su presidente, Emeterio Padrón, la declara disuelta y abandona el país.

Hay que alabar su «paciencia», porque entre la Junta Central de Planificación (JUCEPLAN) y el Ministerio de Industrias, poco les queda por hacer. De modo que la respuesta a la primera pregunta de «¿cómo afectó la estructura estatal el triunfo revolucionario?», la respuesta simple es: acabó con ella. Pero de modo tan paulatino que sus hacedores no se percataron de lo definitivo del cambio. Respondieron al imperativo diario.

La relación Estado–sociedad civil, segunda interrogante que se propone, tiene filo, contrafilo y punta. El reino de la civilidad existe, por supuesto, si bien de manera tímida, durante el septenio batistiano. Por un lado tenemos al ciudadano permisivo —ese que «no se mete en nada» tan bien ilustrado por el «Poema del Padre que no supo Pelear» de Enrique Núñez Rodríguez—, por otro, a los que esperan ansiosos una sacudida que les quite de encima a los próceres de las letras.  Desde su puesto de editor de la revista Carteles, Guillermo Cabrera Infante se roe las uñas: ¿cuándo podrá hacer una publicación a su hechura? Claro que pudo, Lunes… [3] está en el futuro, pero por el momento, no puede. El espacio, aquí como en todas partes, está ocupado.

Si algún rasgo distingue a la sociedad civil de los años cincuenta es el auge del asociacionismo. La incapacidad del Estado para responder a demandas tan simples como la parada de ómnibus a la entrada de Fontanar, o tan complejas como la uniformidad de los libros de textos exigida por el Colegio de Profesores de Filosofía y Física (eran tan pocos que tuvieron que unirse) no halla eco en los funcionarios de un Estado dedicados en su gran mayoría a «guardar mientras puedan», dicho con elegancia.  Y por eso habrá desde las clásicas, las grandes, las ya mencionadas de Hacendados, Industriales y Ganaderos, hasta de Sepultureros y Funerarios y también de Limpiabotas —esta última ya en 1959—. Las asociaciones pululan, porque tienen que cumplir la función de responder a las demandas de la sociedad civil que el Estado ni siquiera tiene la amabilidad de oír.

El año de 1959 cambia todo eso. Llegan los Limpiabotas, pero sólo duran alrededor de doce meses. El asociacionismo se debilita y al fin desaparece, no por haber sido víctimas de leyes revolucionarias, sino porque el Estado está cumpliendo con creces el propósito para el cual surgieron, de modo que su propia existencia carece de sentido. Tras la nacionalización de la enseñanza de junio de 1961, ¿qué sentido tiene, entonces, la Asociación de Colegios Privados de La Habana?[4]

Valga recordar que algunas asociaciones fueron escenario de combates y escisiones: el Colegio Médico se escinde, lo mismo ocurre con el de Abogados, y en general, la fuga de profesionales las deja con escaso quórum. Pero esa no es la razón real de su extinción. Por una parte, ya se apuntó, el Estado cumple con creces sus funciones. Por otra, y esto merece párrafo aparte, la sociedad civil misma está cambiando. Y mucho.

Tras el equívoco Año I, donde parecía que todo era posible, llega 1960, donde, tras las suspensión de la cuota azucarera, poco lo es. Esa maravillosa conciencia invertida de la cubanidad, que asumía la cuota como un derecho de la nación, no halla mejor respuesta que las intervenciones y nacionalizaciones. Los sabotajes ya habían comenzado. La Gran Campaña de Alfabetización (hubo una pequeña en 1959) muestra al desafío de una generación sin deudas ante alzados y amenazas de invasión. Si Flogar y La Época arden en 1960, el incendio de El Encanto, el 14 de abril de 1961, cataliza las posiciones de los indiferentes ante el dilema de si la Reforma Agraria iba o no. Ya no hay indiferentes. Pero sí hay Milicias desde diciembre de 1959, y luego Comités de Defensa de la Revolución, que recogerán al «contra» de las cuadras una vez iniciados los combates en Girón.

Y el triunfo, claro está, es a la vez el del mito –«Primera Derrota del Imperialismo en América», como se sabe, la Brigada 2506 solo la integraban cubanos– y el del dominio definitivo de la civilidad por la política. Si tras el estallido de La Coubre las cosas son «de Patria o Muerte», tras la victoria de Girón, y la creación de las ORI –véase el discurso de Fidel Castro el 1ro. de mayo de 1961), la civilidad existirá en y a través de la política. 

Ello se profundizará durante la normalidad revolucionaria, será más que evidente durante la Crisis de Octubre, y ante todos y cada uno de los retos que el país hubo de vencer —o no— antes y después de 1970. Pero se enfrentó a ellos, y lo hizo desde una convicción política que generaba espacios de participación que terminaron siendo casi los únicos espacios de sociabilidad.

El casi, desde luego, se refiere a las escuelas. Niños y jóvenes son pioneros, claro está, pero se reúnen los sábados con quien les parece, pionero o no. Las hormonas no tienen ideología. Pero sí un problema, que ya advertí en otro lugar: el domino de lo político en la civilidad ha provocado una falta de entrenamiento visceral. Paradoja más, y última: quienes han de ser los ciudadanos protagonistas de la nueva sociedad civil cubana, carecen de la conciencia cabal de la práctica de la civilidad. Heredaron el mito de los cincuenta. Y nada más.

Muchas gracias.

 

*Este artículo se publicó por primera vez en la revista Pensar en Cuba. Constituye una versión revisada por su autora de una ponencia presentada en la Universidad de La Habana.


Notas:

 



[i][1] Ello es evidente en la I conferencia de Países Sub-Industrializados, celebrada en 1959.

[i][2] Los artículos de Nivio López Pellón en Bohemia ilustran claramente esta posición.

[i][3] Se refiere a Lunes de Revolución, suplemento cultural semanal del periódico Revolución. [N. del E.].

[i][4] Y lo mejor es que su representante recibe con júbilo la noticia. Porque «ahora en las escuelas cubanas solo habrá una ideología”». Aludía a los colegios norteamericanos, donde se enseñaba a respetar al «victorioso» país que «ganó para los cubanos» la independencia.

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