Replantearse las misiones de la crítica teatral en Cuba aún es una tarea pendiente. Mientras nuevas generaciones de críticos se gradúan cada año, se hace más urgente un alto en el camino.
Es necesario recordar que esta es una profesión de sacrificio y humildad. Que no se trata solo de juzgar sino de acompañar, de dar cauce a las aguas más revueltas y de descubrirse entre las más claras. Se trata de servir al arte de la escena sin el regocijo del aplauso, sin protagonismo; hacerlo desde allí, desde la luneta oscura, desde la palabra descarnada y sincera.
El crítico en formación tiene también que ser un investigador, un lector acucioso y ferviente. No basta con la opinión propia para ejercer el criterio, es imprescindible leer las opiniones de otros, para luego apoyarlas o rebatirlas. Una crítica debe ser como un pequeño iceberg y debajo de cada cuestionamiento, agasajo o incluso de cada duda, ha de haber una investigación.
Un crítico es como un desposeído. No hay proscenios para él, no hay maquillaje, no hay luces, pero cuenta con el arma más letal y/o vital: el don de la palabra. Por eso es la escritura su mayor ocupación y su más arduo entrenamiento. El joven crítico no solo presta atención a sintaxis, gramáticas y redacciones, sino que se dedica también a escribir con el alma como lo hace el actor sobre las tablas.
Todo aprendiz de crítico constituye además un viajero infatigable y tiene piernas fuertes para atravesar la ciudad en busca del mejor teatro, pero también del peor. Debe visitar todos los templos y nunca negarse a los posibles escenarios, ya sea un teatro nacional, la sala de una casa, la calle, una guardarraya o el punto más alto de la montaña. El crítico tiene que saber transformarse en niño, en extranjero, en hombre de campo, en cómplice y en público entusiasta de sábado por la noche, sin que caiga la balanza de su mano.
Creo que todo crítico en formación tendría que vivir la experiencia del teatro por dentro y atravesar el proceso de creación de un espectáculo desde que los actores leen el texto por primera vez hasta que el público, generoso, se levanta de su asiento y aplaude o disiente.
Es preciso ver al actor repetir su texto cien veces y acompañarlo en su primera prueba de vestuario y mojarse con su sudor y sus lágrimas. No puede olvidar el joven crítico colarse en la cabina de luces y aprender a cambiar una mica, y colocar un rasante y aprender a grabar los movimientos en una consola moderna. Es preciso conocer bien la ruta del camerino al escenario, ese trayecto silencioso en el que conviven la realidad y la ficción, el actor y su personaje.
El teatro es el monasterio, el crítico su monje más ferviente. Su responsabilidad mayor no es con los dramaturgos, directores y actores sino con los públicos. Es su misión orientar sus gustos, promover en ellos aquello que lo merece, lograr que, como no sucede aún en nuestro entorno, los públicos asistan primero a la crítica y después al espectáculo si lo mereciera. El crítico tiene la mágica capacidad de ser el puente entre públicos y creadores, debe ser un aliado de ambos, una guía certera para enlazar la platea y el escenario.
Lo más importante es reconocerse como parte de un proceso de creación y de aprendizaje mutuo. Saber que el crítico existe porque existen los actores, los directores, los dramaturgos, los diseñadores. Son ellos los que ocupan el primer plano y no al revés, como, tristemente, suele ocurrir.
El crítico deviene un justiciero, que lleva escrito en la piel el nombre de sus maestros, que se enamora y se despecha pero no sabe de concesiones ni falsos compromisos. El joven aprendiz entiende el valor del estudio y el rigor de su profesión, pero el teatro también le exige que conozca de pasión y desencanto, de las historias fragmentadas y las biografías personales. Porque, ¿qué es el teatro sino un arte que respira y sueña?
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