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Otra vez la paz se negocia en La Habana

8 may. 2023
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Durante las próximas semanas, las delegaciones de paz del gobierno de Colombia y del Ejército de Liberación Nacional negociarán en La Habana un cese el fuego bilateral y el desarrollo de los primeros puntos pactados en la agenda de diálogos y el acuerdo de México, resultante de los dos primeros ciclos de conversaciones realizados en Caracas y Ciudad de México, luego de que Gustavo Petro retomara el proceso suspendido por su antecesor Iván Duque.

¿Cuán cerca están las partes de lograr la paz? ¿Qué trascendencia tiene mover la sede a Cuba para este tercer ciclo? ¿En qué difiere este proceso con el ELN del que ya se vivió en este mismo escenario con las FARC? Son algunas de las interrogantes que surgen a partir de la instalación de esta nueva ronda de negociaciones.

En efecto, la capital cubana vuelve a ser escenario de diálogos entre adversarios colombianos que buscan un entendimiento político y el fin del conflicto armado. Repiten dos actores que otras tantas veces han elegido a Cuba para ponerse de acuerdo en la necesidad de pactar la paz. Porque a pesar de que ahora el éxito que trasciende para la Isla es el de haber auspiciado la firma de la paz entre el Estado colombiano —bajo la batuta del gobierno de Juan Manuel Santos— y las FARC, ha sido la guerrilla del ELN la que más ha pisado tierra cubana en muchas ocasiones, unas veces más secretamente y otras más públicas. Pero lo cierto es que desde la década de los noventa del siglo pasado, han buscado con varias administraciones una ruta negociada que los saque de la espiral de violencia.

Justamente tiene que ver con los orígenes mismos del Ejército de Liberación Nacional, un grupo rebelde que encontró inspiración en la Revolución Cubana, que se identificó con sus figuras más importantes, que se definió «guevariano», entre otras tantas fuentes de la izquierda de entonces de las que bebió.

Sin embargo, como mismo sucedió con los de las FARC, las cercanías ideológicas con los elenos no han significado, en todos estos esfuerzos diplomáticos, que Cuba favorezca la parte que le es más cercana políticamente. Fueron muchísimos los reconocimientos que se le hicieron a la actuación cubana como garante y sede de las pláticas, desde el gobierno de Santos, que estaba en otra orilla política, y toda su batería de negociadores que pisaron la Isla y estuvieron al pie de cada jornada de conversaciones con el enemigo del campo de batalla. También se ha repetido ese buen criterio sobre La Habana por parte de Naciones Unidas y el resto de los países, incluido los europeos, que han participado en el proceso. Y los adjetivos se han reiterado desde entonces hasta ahora: responsable, imparcial, discreta, facilitadora, apegada a los compromisos contraídos y con una invariable voluntad de contribuir a lograr la paz para gobierno y pueblo colombianos.

También ha sido altísimo el costo político para la Isla y ello no la ha hecho salirse de su papel. Permitir que los guerrilleros del ELN permanecieran en La Habana después de que Duque desbaratara la negociación, le valió el regreso de la etiqueta de «país patrocinador del terrorismo internacional». No importó que tantas voces se alzaran para defender la validez de esa cobija, que respondía a protocolos suscritos y que había que honrar en pos de la legitimidad de futuros procesos de paz. Aun así, sirvió de pretexto para Estados Unidos, y hasta el sol de hoy Cuba sigue en la lista negra, aunque ya ni Duque ni Trump, los artífices del macabro plan, estén en el panorama político, y aunque Petro le haya cantado las cuarenta a Biden en la Casa Blanca y le haya recordado que es «una injusticia» semejante represalia contra la Isla.

Ahora, con Gustavo Petro al frente de los destinos del país, un exguerrillero con ideales progresistas, parecería que se supera la traba ideológica fundamental entre Estado y guerrilla. No hay un escenario más apropiado que este: un gobierno que entiende los orígenes de la lucha armada, que entiende sus causas, que tiene como bandera primera acabar con la guerra y ha lanzado la ambiciosa iniciativa de paz total. Por primera vez, desde el gobierno lo más repetido en el discurso no es «desarme», hay una narrativa cada vez más coincidente a ambos lados que da la justa importancia a otras urgencias que realmente solucionen el conflicto: «transformaciones» en todos los órdenes.

Los negociadores de Santos siempre tuvieron la mira puesta en que las FARC entregase las armas, aunque tuvieran que darle chance a que se convirtieran en partido. De hecho, si uno repasa el Acuerdo de La Habana, fue en esos dos aspectos que únicamente se avanzó en la implementación. El resto de los ambiciosos puntos que exigían cambios de fondo, quedaron solo en la tinta. Y los guerrilleros siempre insistieron en que no se trataba de un sometimiento con la desmovilización como único fin. Si no se atendían las raíces que habían dado pie a la insurgencia, la historia de rebelión se repetiría inevitablemente.

Pero sucede que no es el Petro individuo el que negocia con guerrilleros de izquierda que quieren una Colombia para todos los marginados históricos del sistema, sino el Petro presidente de todos los colombianos, que responde a presiones políticas de fuerzas contrarias, pero también de los que militan junto a él con visiones no siempre idénticas, y de unos alzados en armas que en más de seis décadas de cruentos combates, han cometido errores, siguen cometiendo errores, algunos han desvirtuado su esencia, y están enfrentados a las fuerzas del estado pero también a un abanico de bandas paramilitares y criminales en un pulso territorial donde la gente termina dañada, sin importar las nobles causas primigenias.

El gobierno de Petro atraviesa una profunda crisis y han sido varios los cambios a su gabinete. La coalición partidista que lo llevó al poder se deshizo. En el Congreso pierde los apoyos que le han dado luz verde a sus propuestas iniciales y las reformas en curso están estancadas. Se cuestionan constantemente las iniciativas de paz con los distintos actores del conflicto y se exige diferenciar los tratamientos.

Hay además un componente mediático interno observando con lupa y evaluando constantemente cada paso que dé una u otra parte  para etiquetar de inmediato y sentar matrices de opinión. Ha sido así que cada impasse en el camino de la conciliación encuentra un amplificador en la prensa que responde a los que necesitan que sigan operando las lógicas guerreristas para sacar partido.

Lo que ha sucedido esta semana en La Habana, con la instalación de la tercera ronda negociadora, deja varias lecturas muy positivas. Hubo foto de familia que parecería protocolar, pero no, a los que vivimos el proceso con las FARC, bien recordaremos que estar en un mismo espacio-tiempo, saludarse y hacer contacto entre una parte y otra de la mesa, al menos de cara a la opinión pública, tardó años. Las primeras fotos de los negociadores de entonces: Humberto de la Calle e Iván Márquez compartiendo un café, filtradas a los medios, fueron un escándalo. Cada grupo se cuidaba incluso de sonreír en los eventos oficiales, jamás daban conferencias de prensa de conjunto y estudiaban por cuál puerta entró el contrario para buscar alternativas. Hasta estudiaban la disposición de sentarse en las ceremonias donde se anunciaban avances para que nadie saliera favorecido en materia de encuadres televisivos. Marcar distancia y reprimir cualquier asomo de empatía que tanto tiempo de trabajo hubiese generado era una máxima insoslayable.

Ahora, los delegados de Petro no tienen reparos en decir que no hay una historia por encima de otra, que reconocen la causa del contrario, que son conscientes de las traiciones a los acuerdos por administraciones anteriores, pero las mutaciones y degradaciones de la guerra obligan a soluciones políticas. Los negociadores petristas hacen lobby con los guerrilleros, los tratan como iguales, a la altura de lo que merece un entendimiento, buscan solucionar las crisis por encima de hacer de las meteduras de pata —que las ha habido e igual de graves que en el pasado— la excusa para abortar la negociación. Sobresale la bienvenida sincera que la delegada de gobierno, María José Pizarro, dio al histórico Comandante Gabino a la mesa de diálogos, quien reaparecía en esta nueva etapa después de meses de ausencia por problemas de salud, los mismos que le hicieron renunciar a la alta jefatura del ELN.

Entonces, ya el problema no es de voluntad, esa está en altas cuotas en esta negociación de uno y otro lado. El problema es de acompañar a las partes desde todas las capas sociales y políticas en Colombia, sin dejarse envenenar, con el mismo convencimiento de que esta es la mejor —si no única— salida. Y que no es el único acuerdo que hay que lograr, porque hay más gente con armas en el monte, pero es uno de los más importantes y que, sumado al acuerdo con las FARC, significaría el fin de la lucha guerrillera en América Latina.

 

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