Con el triunfo de la Revolución Cubana el 1ro. de Enero de 1959 se abre una nueva época que a la vez que ofrece nuevas oportunidades y transformaciones en el campo de la cultura no está exenta de contradicciones. La cultura es un fenómeno activo y las revoluciones también, por lo que los cambios y el ritmo de ellos son una marca del momento y las políticas culturales que se aplican dejan una huella clara en el desarrollo cultural en las revoluciones.
La Revolución Cubana, muy temprano dejó aclarada su política cultural. En la reunión celebrada en la Biblioteca Nacional José Martí, como cierre del encuentro entre intelectuales cubanos y el Comandante Fidel Castro, se fijaron los principios básicos de la nueva política cultural. Este documento, conocido como «Palabras a los Intelectuales», ha mantenido su vigencia hasta nuestros días, precisamente porque tiene en cuenta ese carácter activo de la cultura de que hablábamos.
Es indudable que el clima creativo que caracteriza a la década de los años sesenta, está signado por este documento y que otros congresos, eventos, etcétera, no han modificado, en esencia, los planteamientos fundacionales para la cultura cubana que en él se encuentran.
Armando Hart refiriéndose a la aplicación de la política cultural de la Revolución refiere:
No dudo que hayamos cometido errores en la aplicación de la política cultural, aunque al mismo tiempo no creo que hayan sido de esencias; si hubiéramos cometido algún error estratégico no tendríamos el avance cultural que hoy tenemos.[1]
1. La novela
La novela, dentro del proceso evolutivo de la literatura cubana, es un resultado tardío. Ya en el siglo XVII el poema Espejo de Paciencia y los sonetos que lo acompañaban daban fe del nacimiento de lo que se ha dado en denominar la primera manifestación de la conciencia del criollo, pero no es hasta finales de la primera mitad del siglo XIX que aparecen las llamadas «Novelas de la esclavitud». Prefiero llamarlas «novelas de tema de la esclavitud», ya que precisa mejor el contenido de las mismas y la voluntad de los autores, porque si bien el tema gira en torno al problema social de la esclavitud, solo uno de ellos, Anselmo Suárez y Romero, es la voz de un esclavo, los demás son, mayoritariamente, dueños de esclavos. Esto no minimiza la importancia e impacto del tratamiento del tema dentro de la sociedad esclavista cubana de mediados del siglo XIX.
No obstante, esta llegada tardía al acontecer cultural, es precisamente en este género donde encontramos la expresión más acabada del quehacer cubano. Ya la propia narrativa colonial, que cumple una función analítico-social, pone al descubierto el complejo mundo de relaciones que la engendró. Ejemplos suficientes son las propias novelas románticas sobre el tema de la esclavitud, antes señaladas, Cecilia Valdés y Mi tío el empleado. Importante legado para la comprensión de nuestro ser cultural. De entonces a acá ha seguido siendo fiel exponente del acontecer nacional. Lucrecia Artalejo en su libro La máscara y el marañón. (La identidad nacional cubana),[2] afirma al respecto:
Las obras de estos historiadores[3] tratan de los grandes acontecimientos de la historia cubana sin penetrar como lo hace la literatura en las inquietudes más íntimas que provocaron esos hechos ni en los pensamientos y sentimientos de la comunidad que los experimentó. Es la narrativa […] la que nos muestra la repercusión íntima de esos grandes sucesos históricos en el hombre común […] historia y literatura coadyuvan en la definición de la identidad nacional cubana.[4]
El cambio de siglo y la irrupción de la República, lejos de significar el logro de las utopías de los padres fundadores, significó no solo la frustración de los más grandes anhelos por los que habían luchado los cubanos durante más de treinta años, sino también una realidad nueva en lo político e individual. En las primeras décadas republicanas encontramos al escritor enfrentado a dos situaciones que las distinguen: la falta de perspectiva frente a la realidad nacional y la ausencia de nuevas formas capaces de expresar el momento histórico que vive la nación. La segunda década del siglo XX trae corrientes de renovación dentro de un panorama de enfrentamiento y de aspiraciones de cambios en lo político y lo social. Los aires de las vanguardias se expresan en una pluralidad de expresiones que van desde la «poesía pura» hasta lo afrocubano y el compromiso militante. Es un momento de convergencia donde la vanguardia artística lo es también política.
Durante las décadas del cuarenta y el cincuenta los factores sociales, políticos y económicos que predominan en la Isla constituyen un freno al logro de un discurso cultural que exprese las necesidades y aspiraciones de los hombres que a diario construyen una historia.
2. El cambio social. La década de los sesenta
El triunfo de la Revolución Cubana, hace algo más de cincuenta y cinco años, constituye uno de los hechos más sobresalientes de nuestra rica historia nacional y la novela producida a partir de 1959 resulta un testimonio del devenir sociocultural del cubano a la vez que expresión de la necesidad de renovación de modos expresivos a partir de un nuevo contexto donde todo se transforma tanto en la realidad como en el individuo.
Alejo Carpentier, en Tientos y diferencias exigía como función cabal de la novelística:
[…] que [esta] consiste en violar constantemente el principio ingenuo de ser relato destinado a causar «placer estético a los lectores, para hacerse un instrumento de indagación, un modo de conocimiento de hombres y de épocas» -modo de conocimiento que rebasa, en muchos casos, las intenciones de su autor […]. La novela debe llegar más allá de la narración, del relato, vale decir: de la novela misma, en todo tiempo, en toda época, abarcando aquello que Jean Paul Sartre llama «los contextos.[5]
Esta «exigencia» de uno de nuestros más altos representantes de la literatura cubana la encontramos en la década de los sesenta donde el novelista establece un diálogo con su contexto. A diferencia de la década anterior, el sustento de la novelística de este período se constituye a partir del enfrentamiento y valoración de lo nuevo y lo viejo, del pasado y el presente. Pero sobre todo, el cambio se basa en un proyecto renovador a partir de una transformación social que posibilita nuevas perspectivas para el escritor. Hay una actitud de aceptación hacia la experiencia revolucionaria. Se abren nuevas relaciones entre el autor y su entorno social, se hace más armónico, se siente incluido.
La producción literaria en general y la narrativa en especial adquieren un auge sin precedentes vinculadas a una actividad editorial que, en términos generales, alcanza en los primeros años de la década la cifra de 8 millones de ejemplares y 600 títulos anuales. Las novelas alcanzan ediciones nunca antes vistas: entre 2 000 y 10 000 ejemplares. En el período se publican alrededor de 55 títulos frente a menos de 30 en la década precedente. Este movimiento editorial y las significativas cifras de tiradas están íntimamente relacionados, entre otros, con el más importante proyecto cultural de la Revolución que fue la Campaña Nacional de Alfabetización, que abrió los caminos del saber a cientos de miles de cubanos que nunca antes soñaron con el privilegio del disfrute de la lectura. Algunos de estos textos fueron escritos antes del triunfo de la Revolución, pero la mayoría corresponde a obras producidas luego de esa fecha. Los autores habían nacido, fundamentalmente, en los años treinta.
Lourdes Casal en su estudio sobre la novela en Cuba entre 1959 y 1967 cita a Jorge Mañach cuando este afirmaba que «el desarrollo de una verdadera novelística cubana sería cosa de insistencia, de consistencia y de resistencia»,[6] y es precisamente en esta época donde esto comienza a cumplirse, porque ante los desafíos de toda índole que se presentaron al novelista, estos insistieron en crear, rompiendo con los presupuestos vinculados a valores representativos de un mundo que había quedado en el pasado, presentando obras de alto significado estético y asumiendo el nuevo cambio social sin que esto afectara la excelencia de la obra literaria.
Tres temas dominan la primera parte de este período:
- El testimonio de la lucha insurreccional contra la dictadura de Fulgencio Batista, como es el caso de Bertillón 166 (1960).
- La confrontación de valores entre la sociedad prerrevolucionaria y la nueva sociedad, expresada en novelas como La situación (1963), de Lisandro Otero.
- El cambio en el individuo, donde se incluye al propio escritor, y su compromiso político y social. No hay problema (1961) y Memorias del subdesarrollo (1965) de Edmundo Desnoes.
Durante esos años el novelista se enfrenta a la problemática, no siempre resuelta, de la necesidad estética de una perspectiva renovadora y la necesidad social de llegar a un nuevo público lector. Además, está su propia existencia al encontrarse ante la disyuntiva de la legitimación de su actividad frente a un pasado del cual fue partícipe. En este sentido una visión desde dentro de esta coyuntura nos la ofrece Lisandro Otero cuando declara: «En la lucha por destruir un mundo en el que nos habíamos formado y por construir un mundo en el que aún no teníamos un lugar, experimentamos un intenso desgarramiento».[7]
Algunos críticos y estudiosos de la literatura cubana del período han insistido en establecer dos líneas o corrientes: la llamada «realista», donde se inscriben autores como José Soler Puig, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero; y la llamada «experimental» donde aparecen escritores como Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante.
La primera de ellas se encuentra asociada al «compromiso» del novelista con el cambio social, mientras la segunda lo hace a las estructuras narrativas y a una actitud evasiva del novelista ante los acontecimientos que tienen lugar en su entorno.
Pero cualquier encasillamiento a la hora de valorar la obra de escritores y artistas resulta insuficiente e implica peligros que significan ausencias o visiones parciales sobre aquello que tratamos de clasificar. El peligro principal en este caso radica en la dicotomía que se establece y el carácter absoluto de la misma.
En la novela cubana producida con posterioridad al triunfo de la Revolución hay otras consideraciones a tener en cuenta, como pueden ser, entre otras, que el reflejo de la realidad, de la épica revolucionaria, que aparece en las obras de los novelistas de esta primera vertiente no es ajena a la asimilación de las experiencias de la vanguardia, sobre todo la que se da a partir de la tercera década republicana y de la novelística norteamericana y europea de los años cincuenta y principios de los sesenta; y, sobre todo, es necesario considerar que el compromiso testimonial del autor no aparece de ninguna manera divorciado de la experimentación formal; sino por el contrario, el comprometerse con su realidad y tratar de plasmarla en su obra conlleva, casi siempre, el replanteo de las formas y, por tanto, a la experimentación.
De la misma manera, no necesariamente la experimentación significa evasión con respecto al entorno social del novelista. Tres tristes tigres (1964) de Guillermo Cabrera Infante, expresa la voluntad de aprehensión de un mundo en crisis, tanto social como ética. En la obra podemos encontrar La Habana de los cincuenta como en pocas novelas se nos presenta, a la vez que adopta recursos narrativos nuevos. Gestos (1963) de Severo Sarduy se inscribe, de manera muy personal, dentro de la búsqueda de lo cubano ante la situación nacional que se da en las décadas precedentes a partir de un juego formal y del lenguaje nuevos y fuertemente influidos por la estética francesa.
La novelística de los primeros años de la década del sesenta es un fenómeno complejo, lleno de entrecruzamientos y contradicciones que desembocan en nuevas formas expresivas que llevan el sello de su época. Bertillón 166 (1960), El derrumbe (1964), No hay problema (1961), Memorias del subdesarrollo (1965), La situación (1963), Gestos (1963) y Tres tristes tigres (1964) representan un hito importante en la novelística cubana y han resistido el juicio del tiempo.
La segunda mitad de la década del sesenta nos trae un énfasis en la experimentación formal. Se incluyen procedimientos que vienen de la oratoria, el cuento, la poesía. Un ejemplo de ello lo constituye Vivir en Candonga (1966), novela de Ezequiel Vieta y La Odilea (1968) de Francisco Chofre, excelente parodia de la obra de Homero donde se pone de manifiesto el humor y la imaginación criollos.
Si bien La situación (1963) de Lisandro Otero resulta la novela más significativa de la primera mitad de los años sesenta, Los niños se despiden (1968) de Pablo Armando Fernández, representa el paradigma de la segunda mitad de esta década, caracterizada, sobre todo por el rescate de la continuidad de la memoria histórica y de la estética de la década anterior, llena de rememoraciones y nutrida de mitos y creencias que revelan lo cotidiano. Es la recuperación de la identidad, una valoración del proyecto social y su proyección hacia el futuro.
Por otra parte, si bien es cierto que McCullers, Dos Passos, Hemingway, Goitizolo y Sartre constituyeron los referentes de los modelos narrativos de los primeros años, es innegable que a partir de la segunda mitad de los años sesenta, se produce un viraje hacia modelos provenientes de la nueva novela latinoamericana y Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, junto a Alejo Carpentier y José Lezama se constituyen en los paradigmas referenciales del período. Así aparecen, por solo mencionar algunas: Presiones y diamantes (1967) de Virgilio Piñera; Siempre la muerte su paso breve (1968) de Reynaldo González; La rebelión de los elefantes (1968) de David Buzzi y El mundo alucinante (1969) de Reinaldo Arenas; novelas que se caracterizan por poner sobre el tapete asuntos a los que se les debía prestar atención en el nuevo contexto social.
No puede obviarse, dentro del panorama novelístico del período, la aparición de dos de las más importantes obras de nuestra literatura: El siglo de las luces (1962) de Alejo Carpentier y Paradiso (1966) de José Lezama Lima, que a la vez que representan el más alto grado del logro conceptual y artístico, constituyen la expresión de la continuidad del proyecto renovador de la literatura de los años treinta, combinando un excelente ejercicio de experimentación y una interiorización en la conciencia del ser cubano.
El crítico cubano Rodríguez Coronel refiriéndose a la producción novelística del decenio, especialmente a lo producido a partir de 1967 expresa:
Son muestras elocuentes de las sintonías que se establecen con los modos narrativos movilizados por la nueva novela latinoamericana y las necesidades expresivas del momento; la mayor parte de ellos, además recogen asuntos que reclaman atención en el nuevo contexto social. Probablemente no existan en número ni en calidad, un conjunto como este en la literatura nacional del continente.[8]
Una de las características más importantes de la segunda mitad de la década de los sesenta lo constituye la aparición de modalidades genéricas sin antecedentes en la novela cubana y que se dan, por primera vez, en este período. Biografía de un Cimarrón (1966) y Canción de Rachel (1969) inauguran la novela-testimonio, en concordancia con la recuperación de la identidad a partir de la reconstrucción de vidas de elementos marginados que constituyen personajes síntesis ya que resumen en sí muchos hombres y mujeres en su misma situación.
A partir de 1966, con la aparición de El libro fantástico de Oaj de Miguel Collazo irrumpe la novela de ciencia-ficción que alcanza su mejor momento, con posterioridad, en la década de los ochenta. Su rasgo principal lo constituye el énfasis en la reflexión ético-social, que la distingue de esfuerzos similares en el continente.
Por último aparece, ya al final de la década y con un amplio desarrollo en las décadas siguientes, la novela policial, Enigma para un domingo (1968), la que presenta asuntos referidos, sobre todo, a la transformación del hombre y su contexto, la defensa de la Revolución y la lucha contra las acciones delictivas. Esta novelística está influenciada por la escuela inglesa y norteamericana, pero con la característica de que la solución del conflicto no se debe a un protagonista individual sino a la acción colectiva de los diferentes factores de la sociedad revolucionaria.
Un aspecto que impacta de manera especial la década es precisamente el fenómeno de la emigración y por tanto, se hace necesario un breve acercamiento a lo que ocurre en la novela producida por autores cubanos fuera de las fronteras de la nación. Pero no es hasta finales de la década que aparecen obras dignas de atención. Los primeros años están marcados por la plasmación de sus experiencias y subjetividades personales y sus temas giran casi exclusivamente en torno a la nostalgia y la política. Recurren a tendencias provenientes de los años cuarenta y cincuenta. Son, a decir de la crítica, narraciones demasiado ceñidas a los hechos que documentan, con un afán de dar credibilidad que les entorpece «la imaginación y la capacidad creadora […] a nivel de estructura, estilo y concepción de personajes resultan endebles».[9]
A mediados de la década aparecen nuevos temas que ya se relacionan más directamente con sus experiencias en la emigración como es el choque cultural al tratar de insertarse en la sociedad receptora, el «desorden sexual» y la drogadicción en la sociedad estadounidense, etcétera.
No es hasta la década de los años ochenta que aparecen lo que pudiéramos llamar «novelas de la emigración o de la diáspora cubana».
El crítico cubanoamericano Carlos Espinosa en Peregrino en comarca ajena refiriéndose a estos primeros autores los define así:
[…] quienes las firmaban [las obras] eran, en muchos casos, autores primerizos e incluso aficionados que se acercaban a la literatura de modo fortuito, como lo demuestra el hecho de que después no insistiesen más. Una promoción que nació lastrada por la premura y el voluntarismo, y demasiado impregnada de resentimiento y partidismo apasionado.[10]
El resumen y síntesis del análisis de la novela y el cambio social en los sesenta lo dejamos a cargo del crítico y ensayista cubano Ambrosio Fornet quien refiriéndose a esta época expresó:
Hasta ahora la Historia misma había aportado el núcleo conflictivo de la novelística cubana. El cataclismo social que hundía la vieja sociedad proporcionaba el contenido estructural de la novela: el protagonista, en pugna con el pasado, lo negaba, y reconocía así como superior los valores de la sociedad revolucionaria. Pero en esa negación negaba una parte de sí mismo, y de ahí su desgarramiento. El tema del ajuste de cuentas (con el pasado), la toma de conciencia (del presente), y la purificación o el cambio de piel (para el futuro) ha sido el tema dominante, si no el único, de las novelas cubanas de la década del ´60.[11]
Bibliografía
ARTALEJO, LUCRECIA: «Introducción», en La máscara y el marañón. (La identidad nacional cubana), Ediciones Universal, Colección Cuba y sus jueces, Miami, La Florida, 1991.
CASAL, LOURDES: «La novela en Cuba 1959- 1967. Una introducción», en Exilio. Revista de Humanidades, Ediciones Universal, Miami, La Florida, 1970.
ESPINOSA DOMÍNGUEZ, CARLOS: El peregrino en comarca ajena. Panorama crítico de la literatura cubana del exilio, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 2001.
FORNET, AMBROSIO: «A propósito de Sacchario», en revista Casa de las Américas, No. 64, La Habana, 1971.
INSTITUTO DE LITERATURA Y LINGÜÍSTICA JOSÉ ANTONIO PORTUONDO VALDOR: Historia de la Literatura Cubana, t. III, editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008.
OTERO, LISANDRO: Trazado, Ediciones UNEAC, La Habana, 1976.
RODRÍGUEZ CORONEL, ROGELIO: «Panorama de la novela entre 1959 y 1988», en Historia de la Literatura Cubana. La Revolución (1959-1988). Con un apéndice sobre la literatura de los años noventa, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008.
_______________________________: La novela de la Revolución Cubana, editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986.
SARTRE, JEAN PAUL: ¿Qué es la literatura?, Instituto del Libro, Colección Cocuyo, La Habana, 1967.
[1] Armando Hart: Cambiar las reglas del juego, p.24.
[2] Lucrecia Artalejo: «Introducción», en La máscara y el marañón. (La identidad nacional cubana).
[3] Se refiere a la obra de Ramiro Guerra, Leví Marrero, Manuel Moreno Fraginals, Charles Chapman, Hugs S. Thomas y Herminio Portel Vilá.
[4] Lucrecia Artalejo: La máscara y el marañón, p. 11.
[5] Alejo Carpentier: Tientos y diferencias.
[6] Lourdes Casal: «La novela en Cuba 1959-1967. Una introducción», p. 186.
[7] Lisandro Otero: Trazado.
[8] Rogelio Rodríguez Coronel: «Panorama de la novela entre 1959 y 1988», en Historia de la Literatura Cubana. La Revolución (1959-1988), p.164.
[9] Carlos Espinosa: «1960-1969: Entre la nostalgia y la denuncia», p.7.
[10] Ibídem, p. 5.
[11] Ambrosio Fornet: «A propósito de Sacchario», p. 184.
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