La Revolución Cubana es uno de los mitos de mi generación. La imagen de los guerrilleros de la Sierra Maestra con sus barbas, sus botas y sus uniformes verde olivo nutrió los ideales políticos del movimiento estudiantil de la década del sesenta. Estábamos convencidos de que la historia, maestra implacable y madre generosa, nos brindaba la posibilidad de derrotar al imperialismo estadounidense; convicción reforzada en la década de 1970 por la victoria de los vietnamitas de Ho Chi Minh sobre las tropas de la mayor potencia bélica y económica del planeta.
La esperanza no era vana, y se presentaba revestida de fuertes símbolos. Había algo explosivamente fálico en los tabacos de Fidel –misiles capaces de contener la amenaza de invasión a Cuba patrocinada en 1961 por el gobierno Kennedy—, como había mucho de seductor en la estampa de Ernesto Che Guevara, con aquella sonrisa pícara de quien desconcierta al enemigo –los ojos altivos bajo la boina azul con la estrella en el centro– fijos en la utopía de la liberación de la Patria Grande. Cuando se es joven, a una buena causa le bastan un diez por ciento de razón, un cuarenta por ciento de emoción y un cincuenta por ciento de estilo, ese savoir-vivre con que los vencedores les provocan a los pobres mortales una admiración incontenible y una secreta envidia.
Si Cuba podía, ¿por qué no nosotros? Éramos jóvenes como los militantes del Movimiento 26 de Julio, y desde 1964 teníamos en Brasil una dictadura tan cruel y corrupta como la de Fulgencio Batista. Y no nos faltan sierras y montañas. Un ideal se alimenta de símbolos y ejemplos. A nadie lo cautivan los programas de los partidos, excepto a sus propios autores. Llegaban a nuestros oídos las epopeyas del Ejército Rebelde, la osadía de la campaña de alfabetización y la reforma agraria, la nacionalización de la economía, la victoria de los cubanos sobre los invasores de Playa Girón: todo aquello tocaba hondo la pródiga generosidad de nuestros sentimientos, como si la historia nos ofreciera, en una pequeña isla del Caribe, una visión palpable de nuestro propio destino. Teníamos nostalgia del futuro. Mucho más, porque ya se anticipaba en un punto de aquella América letrina. Y tenía ritmo de maracas y sabor a ron.
Nací agradecido a los aliados, en especial a los Estados Unidos, por haber librado al Occidente cristiano del terror nazi fascista y protegerlo de la amenaza comunista. Mi padre, Antonio Carlos Vieira Christo, había luchado contra la dictadura de Getúlio Vargas, ayudado a fundar la UDN y sido uno de los más jóvenes signatarios del Manifiesto de los Mineros. De Minas –adonde regresó después de que en Río los próceres getulistas le troncharon una prometedora carrera de abogado— apoyaba a Carlos Lacerda y, todas las tardes, al regresar de la oficina, desparramaba por toda la sala las páginas de Tribuna da Imprensa y O´Globo, que yo leía con la impaciencia del neófito que se introduce en las fuentes cristalinas de la verdad.
Fue con horror que seguí la supuesta traición del matrimonio Rosenberg, juzgado y ejecutado en la silla eléctrica, acusado de pasarles a los rusos secretos nucleares. Veo en mi mente las fotos de Julius, de 35 años de edad, y de Ethel, dos años mayor, en la prisión de Sing-Sing, en Nueva York. Él con sus espejuelos de lentes blancos, el bigote de escoba que le daba aspecto de escribano caprichoso, y ella con el pelo negro recogido sobre el rostro ovalado, la boca pequeña y el porte robusto. Nunca se probó que fueran espías, pero en pleno caldeamiento de la Guerra Fría, todos, en Occidente, necesitábamos un chivo expiatorio. La pena capital, que hoy considero absurda, me pareció justificable en ese caso. Lo que estaba en juego era impedir que la excepción se convirtiera en regla, poniendo en riesgo la seguridad del Mundo Libre. Permanecí varios días bajo el impacto de la foto del matrimonio amarrado a la silla eléctrica, sus cabezas cubiertas por capacetes llenos de hilos, astronautas malditos camino al Infierno. Felizmente, el viejo buldog Edgar Hoover guardaba las puertas de nuestras casas.
Pero poco después no aprobé la ejecución de Caryl Chessman. Leí sus cartas y todos sus libros y, si no me convencí de su inocencia, no me quedaban dudas de que se trataba de un hombre recuperado para la sociedad. ¿Por qué matarlo si los largos años de cárcel lo habían transformado en un intelectual de buena conducta? Pero lo que no se había transformado era la sociedad. Descubrí entonces que la ley no es intrínsecamente justa. Los gobiernos también cometen crímenes repugnantes que la ley rara vez castiga.
Entre fotos de Marilyn Monroe y James Dean, devoré ávido los grandes volúmenes de la editorial Saraiva sobre las atrocidades cometidas en Europa por los comunistas. Las ilustraciones, abundantes, mostraban tanques soviéticos que masacraban al pueblo húngaro, escuálidos prisioneros torturados por la KGB, iglesias profanadas y clausuradas. En una composición que debí entregar en el colegio de los maristas en 1959 me pronuncié contra la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Brasil y la Unión Soviética. Fue mi primer y único texto anticomunista. Ese mismo año, la Acción Católica desató una revolución copernicana en mi cabeza, para desesperación de mi padre, que conciliaba su pronorteamericanismo con un convencido anticlericalismo.
Gracias a los frailes dominicos conocí las aventuras líricas de Saint-Exupery, los gestos heroicos de Guy de Laurrigaudie, el personalismo de Emmanuel Mounier, el tomismo de Jacques Maritain y la visión social del padre Lebret. En el movimiento estudiantil vi que los jóvenes comunistas jugaban más limpio que los estudiantes comprometidos con la defensa de la enseñanza privada. No paso a paso, sino a saltos, transité del pronorteamericanismo al antimperialismo, sin perder, no obstante, la mirada crítica en lo tocante a la Unión Soviética.
Pero Cuba me parecía diferente. Fidel había desfilado en un descapotable, entre los aplausos del público, por la Quinta Avenida de Nueva York, y en Brasil se había hospedado en la mansión carioca de la tradicional estirpe de los Nabuco. En Cuba no se cerró ninguna iglesia ni se fusiló a ningún sacerdote. Si la revolución tenía defectos eran culpa de las presiones del gobierno de los Estados Unidos, que no se conformaba con perder una de sus colonias de la América Latina.
No sabría decir cuántas conversaciones privadas he sostenido con Fidel. Después de nuestro primer encuentro en Managua, en 1980, he viajado a Cuba más de treinta veces. Creo que a partir de 1985 en todos los viajes tuve la oportunidad de encontrarme con Fidel. Pero nunca he tenido acceso directo a él. Se engañan quienes me llaman para pedirme que sea portador de una carta o un pedido para Fidel. No es alguien a quien se pueda llamar por teléfono. Creo que, como yo, detesta hablar por teléfono. Las pocas veces en que lo vi al aparato se mostró tan sucinto que parecía el reverso del hombre que, en una tribuna, era capaz de mantener la atención de una multitud durante tres, cuatro o más horas.
Lo que llama primero la atención cuando se ve personalmente a Fidel es su imponencia. Parece más alto de lo que es, y el uniforme lo revestía de un simbolismo que transmitía autoridad y decisión. Cuando entra en un recinto es como si su aura ocupara todo el espacio. Los que lo rodean se callan, atentos a sus gestos y sus palabras. Los primeros instantes suelen ser incómodos: todos esperan que tome la iniciativa, escoja un tema, haga una propuesta o lance una idea, mientras que él mantiene la ilusión de que su presencia es una más en la habitación, y en que le darán el mismo trato amigable que a los demás, sin ceremonias ni reverencias. Como en la canción de Cole Porter, debe preguntarse si no sería más feliz siendo un sencillo hombre de campo, sin la fama que lo reviste.
Dice la leyenda que a altas horas de la madrugada acostumbraba a manejar de incógnito su jeep por las calles de La Habana. Sé que tenía la costumbre de aparecer de improviso en casa de sus amigos siempre que viera una luz encendida, y aunque alegara que iba a quedarse sólo cinco minutos, no resultaba sorprendente que permaneciera hasta que los primeros rayos de luz anunciaban la aurora.
Otro detalle que sorprende es el timbre de su voz. El tono agudo contrasta con su corpulencia. A veces habla tan bajo que sus interlocutores afinan los oídos como quien recoge secretos y revelaciones inéditas. Y cuando habla no le gusta que lo interrumpan. Magnánimo, va de la coyuntura internacional a una receta de espaguetis, de la zafra azucarera a los recuerdos de juventud. No obstante, no se le debe juzgar un monopolizador de la palabra. Pocas veces he conocido a alguien a quien le guste tanto como a él conversar. Por eso, cuando gobernaba, no concedía audiencias. Le incomodan los encuentros protocolares, en los que las mentiras diplomáticas resuenan como verdades definitivas. Fidel no sabía recibir a una persona 10 ó 20 minutos. Cuando lo hacía, se quedaba con ella al menos una hora. Con frecuencia, toda la noche, hasta que se daba cuenta de que era hora de irse a la casa, darse un baño en la piscina, comer algo y dormir.
En las conversaciones personales, el líder cubano intenta extraer el máximo de su interlocutor. Cuando se entusiasma con un tema, quiere conocer todos sus aspectos. Indaga sobre todo: el clima de una ciudad, el corte de una ropa, el tipo de cuero de un portafolio o los aviones militares de un país. Si el interlocutor no domina los detalles del tema suscitado, lo mejor es desviar la conversación.
En los encuentros que sostuvimos, antes de que la enfermedad lo obligara a retirarse de la vida pública, aunque iniciara el diálogo cómodamente sentado, al poco tiempo se tenía la impresión de que toda poltrona era demasiado estrecha para su corpachón. Electrizado por la excitación de sus propias ideas, Fidel se levantaba, caminaba de un lado a otro, se paraba en medio de la habitación con los pies juntos y el tronco inclinado hacia atrás, la cabeza echada sobre la nuca y el dedo en ristre; bebía a sorbitos una dosis de cowboy de whisky, probaba un canapé, se inclinaba sobre su interlocutor, le tocaba el hombro con las puntas de los dedos índice y del medio; le susurraba al oído, señalaba incisivo con el índice de la mano derecha, gesticulaba con vehemencia, erguía el rostro ceñido por la barba y abría la boca, como si el impacto de una idea le exigiera reabastecer los pulmones; fijaba la vista en su interlocutor como quien quiere absorber cada información transmitida.
Es necesaria mucha agilidad para seguir sus razonamientos. Su memoria prodigiosa está acompañada por una envidiable capacidad para hacer en mentes complicadas operaciones matemáticas, como si accionara una computadora en el cerebro. Le gusta que le cuenten casos e historias, le describan procesos productivos, le tracen el perfil de políticos extranjeros. Pero no aprecia que invadan su privacidad, guardada bajo siete llaves. A menos que se relacione con su única pasión: la Revolución Cubana.
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