Hasta el último día de sus 104 años ella no olvidó aquel aguacero de mayo en el que la guardia rural la echó de su casa. Se veía de pie, con cinco hijos agarrados de su sayón, pocas pertenencias de madera y un colchón sobre un charco de fango en Jagüey Grande, Matanzas. Era la imagen de sus pesadillas y la cargó consigo Zoila Martínez hasta el final.
Supo después de ese día de mayo, con 20 años por cumplir, lo mismo que sospechó cuando miraba desde la ventana de la que fue su casa y veía trabajar a sus padres de sol a sol en el arado, siendo aún muy pequeña: en la Cuba «de antes» la gente honrada, la gente pobre, no valía un kilo.
Se propuso entonces trabajar, hacerse de su propia casa, no pasar nunca más por la humillación de verse con sus hijos pequeños y enfermos en las calles fangosas de Jagüey. Vendió zapatillas tejidas por sus propias manos, limpió y planchó de lunes a lunes la colada de las familias más adineradas de la zona.
Años después, luego de pagar el precio del azúcar en la bodega de su barrio, se quedó frente al vendedor esperando su cambio. El hombre, con desprecio, le dijo a Zoila que cómo iba a esperar que él le devolviera una simple peseta, que era todo lo que sobraba de su compra. Ella, sin muchas palabras, le señaló la casa blanca de columnas carmelitas que se veía a mediación de cuadra. «Esa casa es mía y la construí centavo a centavo», dijo sin que le temblara un músculo de su rostro.
El desamparo no fue la única experiencia dolorosa que vivió mi bisabuela. Su hija Mercedes, la mayor, se le murió en sus brazos con apenas cinco años, cuando regresaban a caballo del único punto médico que había en varios kilómetros a la redonda.
El doctor que la vio, sin hacerle mucho reconocimiento, le dijo que la fiebre de la niña seguramente era un catarro y le dio un par de pastillas para bajarla. Zoila desconfiaba que fuera solo eso, ya había escuchado hablar de la difteria que asolaba a Jagüey, y temía lo peor. «No se preocupe —dijo el doctor, sin prestarle importancia a la preocupación de la madre—. Con estas pastillas se sentirá mejor». Treinta minutos después, la niña murió.
Luego, durante el séptimo de sus embarazos, los dolores de parto le llegaron a los siete meses. La mamá de Zoila fue la partera de este y sus otros seis hijos, una vez más en la sala de su casa. Así dio a luz a Sergio, el sietemesino.
Me parece verla describiéndome el tamaño de la criatura, con las manos de anciana unidas formando una concha. «Era tan pequeñito —me dijo— que cabía en la caja de zapatos que forré con sábanas blancas, donde durmió apenas dos noches, y luego murió, porque en esos tiempos no se atendían a los bebés prematuros, y menos si eran de padres pobres».
A Lázaro, que le seguía a Mercedes en edad, se lo llevó más tarde la leucemia, también en las manos de Zoila, que le acompañó en sus últimas horas de agonía. Otro de sus hijos, Oscar, se colgó con 20 años por la depresión que le causó ver morir a un amigo víctima del trabajo forzado en la Ciénaga de Zapata, un hombre que cantaba como los dioses, pero al que su condición de pobre no lo llevó a ningún lugar.
La Revolución llegó para Zoila el 1ro. de enero de 1959, y los hijos que sobrevivieron a la Cuba «de antes» pudieron estudiar más allá del sexto grado. Incluso, logró ver a sus nietos graduados en la Universidad. Escondió el dolor de los años precedentes con la fuerza de sus manos. Sembró aguacates, mangos, limones, que luego vendía por las calles del barrio, que poco a poco dejaron de ser de tierra para convertirse en asfalto.
Pasó sus últimos días en el hospital de su pueblo, construido después de 1959, atendida por una decena de médicos que no creían que con 104 años se pudiera conservar tanta lucidez. Uno de ellos, en la última consulta que recibiría Zoila, en marzo de 2015, quiso saber qué la mantuvo con vida en los años más duros de su existencia. «Nunca dejé de trabajar», respondió.
***
Mirta llegó a La Habana en 1959 para hacerse enfermera. Trajo de Jagüey Grande un maletín a medio llenar y, consigo, los recuerdos de una infancia de sacrificios. Su mamá, Zoila, le inculcó desde niña que la vida se enfrenta con trabajo. Por eso, desde su adolescencia la ayudó a cuidar de la casa y del resto de sus hermanos, limpiaba y planchaba para la calle, y fue, por un tiempo, la criada de una familia hostil que, en más de una ocasión, cuando estaba lista para irse, le tiraba cubos de agua al piso limpio para que lo secara todo, otra vez.
Llegó a La Habana con 24 años, y a los 26 se hizo enfermera, cumplió así un sueño posible. Tuvo un hijo y mantuvo su crianza junto a las labores del hogar y los terrenos que realizaba para asistir y comprobar el estado de salud de los habitantes de varias comunidades de la capital.
A sus 85 años, las fotos de su madre, su hijo, sus nietas, sus días de enfermera, son los únicos y pocos lujos que cuelgan de las paredes de su casa. Superó, a voluntad y atenciones del sistema de salud de esta Isla, los dolores y secuelas de una fractura reciente de cadera. Cose y lee por diversión, y sale cada día a la calle, lo mismo a comprar el pan, que a contarle a quien quiera escuchar cómo era la Cuba «de antes», la de su infancia y primera juventud.
«Hay mucho ingrato por ahí —refunfuña a cada rato, cuando llega de la cola en la bodega o del agromercado—. Quien piense que puede venir a hablarme mal de la Revolución, está equivocado. Todo en la vida me ha costado sacrificios, pero le debo mucho a ella. Cuando algo le ha parecido imposible, mi abuela Mirta recuerda a su madre: «Si ella pudo ser útil con 100 años, yo tengo fuerzas para más».
***
Recuerdo, como si fuera ayer, el olor de los periódicos y cajas del archivo de Juventud Rebelde, el polvo revuelto por el aire acondicionado, el pasillo estrecho y oscuro, las filas de estantes de metal. De niñita, muchas veces, cuando mi mamá, junto a otros periodistas, montaba las planas del día siguiente de ese diario, me escondía a jugar en aquel lugar que era un mundo de palabras indescifrables entonces.
De aquellos días de finales de los noventa, también recuerdo las veces que dormí entre dos sillas de la redacción, mientras ella tecleaba sin parar en una máquina de escribir, con la que yo también jugaba a veces, sin que se diera cuenta. Ella ayudaba, desde su espacio, a construir y mantener un país que pasaba en ese momento por la mayor de las crisis, que muchos niños apenas percibimos.
Y crecí, crecimos, acompañándonos luego en otros medios de prensa, sin dejar de hacer sacrificios cada una por estar juntas. Y así seguimos, sin dejar de creer en el país que hizo posible que mi mamá se hiciera periodista, que mi abuela se sienta inmortal y que mi bisabuela viera la Revolución con casa y esperanzas nuevas.
Nota: Ilustración de Osvaldo García.
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