Contrapunteo

Más enfrentamiento entre un MAS dividido

23 sept. 2024
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La brecha en la izquierda boliviana apunta en estos momentos a no cerrarse, por el contrario, las partes se polarizan y la confrontación cede espacio al necesario diálogo que impida que la derecha gane terreno ante tamaña fragmentación política.

Evo Morales y Luis Arce, ambos miembros del Movimiento al Socialismo (MAS), pasaron de aliados a enemigos irreconciliables. Se les conoció hace casi una década como un dúo que salvó a Bolivia del ostracismo y le devolvió dignidad y reconocimiento, así como lo más importante: esplendor económico a quien fuera el segundo país más pobre de América Latina y el Caribe.

Por aquel entonces, Evo retumbaba periódicos y noticiarios como «el primer presidente indígena» y de la mano de su valioso ministro de Economía, a quien cariñosamente le llamaba «Lucho», dejaban incrédulos a media humanidad con lo que se bautizó como «el milagro boliviano».

Como todo proceso político contrahegemónico, tuvo ataques y descalificaciones desde el comienzo, pero fue, de todos los que contribuyeron a esa llamada «época de cambio» de inicios del siglo XXI, el menos puesto en duda por los números que exhibió en crecimiento económico y el salto en el desarrollo industrial.

Quizás lo que más irritó a la derecha regional fue el tono directo, sin ambages y con profundo sentimiento antimperialista de Morales en cada acto público nacional y en cada podio internacional. Mientras otros líderes progresistas buscaban tender puentes de entendimiento, el líder cocalero vio siempre en Estados Unidos un objetivo a criticar y mantener a raya.

Bolivia, sin embargo, nunca formó el eje del mal de las tildadas como izquierdas radicales por Washington, que integraban Cuba, Venezuela y Nicaragua, cuando en la práctica eran muchos más los países en el área que compartían esas mismas posturas ideológicas y proyectos antineoliberales. Los planes de torcer el futuro político boliviano fueron más sutiles, menos estridentes y publicitados, en tanto toda la maquinaria se engrasaba y enfocaba en el chavismo y su mentor: la comunista isla de Cuba.

Sin embargo, a la gestión de Evo le llegó su momento y fue la estrategia más efectiva en la lucha por desterrar todo asomo de socialismo en América Latina. De la noche a la mañana, la oposición captó el favor de los militares y destronaron un gobierno justo después de ser ratificado por amplio margen en urnas. La receta no fue muy diferente a la ensayada en otros sitios: alimentar manifestaciones populares para provocar la socorrida represión, poner el muerto —que en este caso fueron casi tres decenas de fallecidos— y culpar a la administración en el poder de totalitarismo, perpetuación del poder, falta de libertades civiles y violación de derechos humanos.

Vino la terrible transición que ocasionó el primer gran retroceso para Bolivia. Los logros económicos quedaron eclipsados por el afán de consolidar un liderazgo que jamás pasó de interinato. Ni con todo el apoyo de la derecha interna y externa, Jeanine Áñez alcanzó a sobrevivir el año de mandato. La senda democrática le devolvió a la nación andina el mismo proyecto de país que se había intentado proscribir con el golpe de Estado de 2019. Un rostro conocido del antiguo gobierno vulnerado regresaba para reencauzar la economía y la sociedad bolivianas.

Cuando Luis Arce asumió las riendas del poder, lo hizo de la mano de su líder y, por años, jefe en la conducción del Estado. Parecía que los 12 meses en los que el golpismo hizo de las suyas, iba a pasar a ser un mal recuerdo en un mismo proyecto que se había iniciado en 2006 con la llegada a la presidencia de Morales. Pero no, en poco tiempo, después de Arce asumir sus nuevas funciones, comenzó la grieta a lo interno del oficialista Movimiento al Socialismo.

En 2023 el partido entró en una confrontación de facciones. La directiva expulsó de sus filas al presidente Arce y a su segundo, David Choquehuanca. La división se hizo manifiesta: un bloque renovador, quienes apoyaban al actual gobierno, y un bloque radical, los leales a Evo. Aún hoy sigue la batalla legal por inscribir candidatos presidenciales, dado que se ve cada día más imposible unas primarias que definan al líder de preferencia.

Y uno recordaría inmediatamente que algo así sucedió en Ecuador, cuando dos líderes cercanos y con idéntica militancia rompieron filas y se pusieron en las antípodas. Pero incluso lo sucedido con Rafael Correa y Lenín Moreno fue mucho más fácil de comprender, porque se trató de un evidente cambio de casaca, de una traición de Moreno que se vendió al mejor postor y sepultó al progresismo ecuatoriano, con paquetazos negociados con Estados Unidos y sus organismos financieros para aplicar las peores medidas neoliberales. También se escindió el partido Alianza País y cada fuerza refundó su propio feudo y capital político. Desde entonces a la fecha, el declive ecuatoriano es palpable y el país sufre hoy racionamiento eléctrico, limitaciones en todos los servicios básicos, precariedad y una espiral de violencia, de la cual se agarró el nuevo mandatario de turno para declarar un conflicto armado interno.

En Bolivia no hay por el momento la intención manifiesta de darle cabida a la derecha en la gestión de país. El gobierno sigue definiéndose de izquierda, con un discurso sin cambios, con los mismos aliados regionales, impulsando mejoras sociales y potenciando el papel del estado. No obstante, hay una evidente situación de crisis económica de causa multifactorial, que es agravada por las divisiones políticas que han terminado por generar también bandos.

Evistas y arcistas, cada uno proclama a su líder como la mejor opción para los bolivianos. En tanto el actual gobierno intenta solucionar el complejo escenario económico, caracterizado por escasez de combustibles, falta de divisas, altos precios de la canasta básica entre otras problemáticas, el antiguo mandatario culpa a su sucesor de malas decisiones en la gestión de país.

Por su lado, Arce ve en Evo un golpista en potencia, con ambiciones personales más allá del interés colectivo. Morales ha mostrado disposición a optar por la presidencia en los comicios de 2025 para «salvar a Bolivia», sin embargo, en diciembre del pasado año, el Tribunal Constitucional Plurinacional anuló definitivamente la posibilidad de la reelección indefinida, por lo cual ningún político puede ejercer más de dos mandatos de forma continua o discontinua, y esa medida impide directamente la postulación de Morales, justo lo que sus seguidores reclaman.

El enfrentamiento ha llegado en las últimas semanas a etapas más complejas. Los evistas iniciaron una marcha popular de unos 200 kilómetros para llegar hasta la capital paceña y emplazar a las instituciones de poder con su pliego de demandas. La manifestación ha generado confrontación y dejado decenas de personas heridas. Varios diputados han propuesto encarcelar a Evo por liderar esta protesta y acusarlo de varios delitos. Semejante acción podría echar más leña al fuego y sacar a relucir el polémico asunto de la judicialización de la política.

El gobierno de Arce ha llamado en varias ocasiones a Evo al diálogo, pero sin mayor ánimo de ceder, porque considera que las demandas de sus seguidores ya han sido cumplidas y que la habilitación para presentarse como candidato en las venideras elecciones parece no ser negociable. Mientras, Morales acusa al actual presidente de haberse «derechizado».

En ambas direcciones, hay indicios de un ataque personal, más que político, evidenciado en las acciones y decisiones de ambos líderes. ¿Por qué la insistencia en el tema de anular cualquier asomo de reelección indefinida que ni siquiera estaba constitucionalmente aceptada? La carta magna boliviana da vía libre a un mandato y una reelección continua, pero deja la puerta abierta a la interpretación jurídica de la reelección discontinua, argumento que ha hecho suyo Evo Morales para recandidatearse.

¿Por qué potenciar un alzamiento directo y en las calles contra un gobierno en una situación económica difícil que pudiera repercutir en que las fuerzas opositoras de derecha capitalizaran la fragmentación izquierdista? Pero sobre todo, ¿cuáles son las razones de peso que hacen imposible un pacto de paz entre dos figuras que, aparentemente, quieren el mismo futuro de paz y desarrollo para sus ciudadanos? ¿Por qué todo pinta a una relación insalvable?
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