Contrapunteo

Más dinero y más hambre en Guatemala

26 nov. 2020
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El Congreso de Guatemala arde y las alarmas mediáticas se encienden a la par que el fuego. Un hecho inaudito, de vandalismo extremo, es lo que viene a las mentes de los que desde afuera analizan el panorama. El grito y la acción desesperada de los sin nada que temer, sería la respuesta más acertada, porque se pensaría que se trata de protestas para detener una decisión legislativa asociada al presupuesto de la nación, pero es definitivamente muchísimo más.
Cuando el parlamento anunciaba la aprobación del dinero a gastar en 2021 y en qué áreas se iba a invertir cada uno de los quetzales —moneda oficial— los guatemaltecos habían acabado de sufrir el impacto de dos huracanes que por su cercanía en el tiempo parecieron uno solo. Es una región «acostumbrada» como el Caribe todo a este tipo de fenómenos; a lo que sí no se acostumbrará jamás es a que, en tantos años de vulnerabilidad a los caprichos meteorológicos, los distintos gobiernos guatemaltecos no hayan diseñado ni el más precario plan de enfrentamiento a desastres naturales, por el contrario, tome decisiones que acentúan los efectos de las grandes tormentas como la construcción de hidroeléctricas en medio de comunidades rurales.
¿Por qué una hidroeléctrica es perjudicial, si es un proyecto que puede generar energía limpia y la energía permite el desarrollo? Lo primero, es que se diseñan y construyen estos proyectos sin tener en el centro a los sujetos a los que implicará, sino pensando en la tajada de dólares que dejará la obra para las autoridades nacionales que dieron el visto bueno —muchas de ellas sobornadas, con lo cual poco de legalidad hay en los proyectos— y para la empresa, casi siempre extranjera, que manejará los beneficios y dejará «los inconvenientes» a los nativos. Y los indígenas a los que la hidroeléctrica les pasa por delante de sus narices, ni siquiera tienen acceso a la electricidad porque son zonas no electrificadas, ven cómo se secan los ríos que les ha dado de beber toda una vida por los manejos indiscriminados de los recursos, y en tiempos de huracanes, sus precarias casas y el poblado todo quedan sepultados por la alteración que se le ha dado al cauce natural de los fluviales y por las presas desbordadas.
Son las mismas comunidades que padecen por un desastre mayor al de la naturaleza, el de ver a sus hijos morir de hambre. La desnutrición infantil puede decirse tristemente que es casi un epíteto para Guatemala. El país centroamericano lidera el siniestro ranking en esta materia en el hemisferio y si vamos a los números: un 46,5% —dato del 2019— es prácticamente la mitad de todos los infantes los que tienen un déficit alimentario que les incide en su baja talla, bajo peso, enfermedades crónicas prevenibles, disminución intelectual, y a no muy largo plazo, la muerte. Revertir esta realidad queda solo en los enunciados de campaña de los aspirantes a Jefe de Estado de elecciones en elecciones, para luego engavetarse el tema y ocultar cifras. Al fin y al cabo, los niños famélicos quedan bien apartados de la postal de civilización que se le vende al mundo en este tipo de naciones que maquillan la realidad y detrás de grandes edificios, comercios transnacionales y modernidad aparente, esconden sus incapacidades para con los pobres de la tierra. Es por lo que se explica que pueda mostrar cifras como de país con renta media alta —también conocido como PIB per cápita— en contraste con una brecha social de la tierra a la luna.
Y si al batido de infortunios le sumamos el mal de moda en la región: la corrupción, el panorama ya es completamente de espanto. Como en otras naciones vecinas, aquí ya van tres gobernantes tras las rejas por corruptos y delitos asociados, más igual cifra acusada por crímenes de lesa humanidad y un número mucho mayor de mandatarios o altas figuras de la política con causas abiertas.
Todo lo anterior genera brotes de violencia que conforman la triada típica de estos estados: pobreza, corrupción e inseguridad, la combinación perfecta para el éxodo masivo que vemos en las caravanas de muerte o en los intentos individuales por escapar aun sabiendo que la fuga encierra peligros iguales o mayores al quedarse.
En 2020, al coctel habitual de calamidades se sumó la COVID-19. Y si encima de todo viene un gobierno a decirte que se ha aprobado un presupuesto mucho mayor que años atrás pero que está destinado a todo menos a lo urgente, se desborda la copa y sucede lo que en días pasados en la capital guatemalteca. Una efervescencia ciudadana, un hasta cuándo, un ya no más. Es el hartazgo que se ha replicado en Chile, Colombia, Ecuador, Perú, Brasil y la larga lista de insatisfechos con políticas antipopulares. Por solo citar el ejemplo más indignante, el plan económico eliminaba los fondos del programa Hambre Cero y aumentaba la financiación para el sector de la construcción, que otra vez beneficia al capital extranjero, y para la compra de nuevas oficinas para los diputados y otros pejes con corbata. Sencillamente indignante.
La cuestión es que los políticos aplican la misma técnica paliativa y engañosa contra las masas: retirar la medida que provoca el estallido para calmar los ánimos y mostrarse compresivamente democráticos. No significa que no la aplicarán más adelante, pues solo la ponen en pausa hasta enmascararla y volverla a decretar. El ciclo sin fin al que se tienen que enfrentar los de más abajo en la cadena de supervivencia mientras no incidan con la fuerza de las masas en un cambio estructural y no meramente cosmético.

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