La traición —que más que eso fue un verdadero cambio de casaca— de Lenín Moreno al proyecto político que lo catapultó a la presidencia del Ecuador aún están muy frescas en la memoria de la izquierda latinoamericana, por lo que la reciente actitud del presidente argentino, Alberto Fernández, en relación con Venezuela, hace saltar las alarmas del bloque —no tan sólido— anticapitalista.
Que Fernández haya ordenado a su canciller Felipe Solá votar contra Venezuela en el Consejo de Derechos Humanos, en Ginebra, parece una ruptura estrepitosa, pero no es la primera vez que el mandatario argentino tiene pronunciamientos contrarios a la gestión de Nicolás Maduro. Particularmente, en el asunto de violaciones a los derechos humanos constan varias críticas desde su condición de candidato electoral y luego de su posterior investidura. Pero en todo momento ha sabido establecer una línea clara de defensa a la autodeterminación venezolana, reconociendo la legitimidad de Maduro y rechazando al autoproclamado Juan Guaidó. Y eso, en el momento actual de asedio global al chavismo, ya es bastante, pero no suficiente.
No es cuestión de tener un pensamiento uniforme y no señalar faltas allí donde se cometan por el mero hecho de no desentonar en el grupo de los progresistas. Tan o más peligroso es la defensa a ciegas de hombres o proyectos encerrados en etiquetas ideológicas. Los moldes son engañosos, pero hasta para salirse de ellos hay que obrar con inteligencia para no caer en la trampa del contrario, que también tiene sus propios moldes aunque más mercantilistas.
En el caso en cuestión, el problema no es que Alberto Fernández haya mentado las posibles faltas de Maduro en su manejo de los derechos humanos, sino que se haya unido al coro de los elegidos para hacer caer al enemigo número uno de la Casa Blanca en la región.
Argentina hizo parte del ilegal Grupo de Lima —ilegal porque no tiene ninguna estructura de asociación u organismo y porque se agrupan solamente con un único fin y contra un único país, no hay objetivos comunes o propósitos multilaterales, nada que le dé razón de ser más allá de oponerse a la Revolución Bolivariana— bajo el mandato de Mauricio Macri, sin embargo, tras el cambio de gobierno no rompió filas con el resto de los alineados, “solo nos quedamos para presentar nuestras diferencias”, dijo en su momento Fernández.
Diferencias que parecieron no existir a la hora de analizar el informe —otro más o menos idéntico a los anteriores— contra Caracas de la Alta Comisionada Michelle Bachelet, un personaje que se hace muy poco favor levantando el dedo acusador contra Maduro y haciendo la vista gorda a los ciegos y tuertos que dejan los carabineros en su Chile natal. Además de que esta señora es de las que en suelo venezolano, visita Miraflores, le extiende la mano a Maduro y se guarda los reproches para soltarlos sin mirarle a los ojos.
Es este el juego sucio y la politiquería a la que es muy difícil darle crédito, aunque a veces se usen argumentos reales. El doble rasero que se acostumbra a emplear en estos casos echa por tierra toda aparentemente buena intención para con los pueblos.
Minería ilegal, explotación a los trabajadores, escasez de medicamentos y alimentos, grupos parapoliciales, represión, torturas, detenciones arbitrarias y persecución política son algunos de los elementos que se han esgrimido contra el gobierno venezolano en los documentos redactados por Bachelet. Sería bueno hacer el ejercicio de marcar con una cruz al lado de aquellos países que, dentro del Grupo de Lima, están libres de tales situaciones. Porque siempre que se predica con el ejemplo hay mayores posibilidades de ser creíbles. ¿No?
A esta mala pisada del compañero de fórmula de Cristina Fernández, se le suman otras zonas grises, como el haber comenzado a dar señas de ceder a las presiones del Fondo Monetario Internacional después de los buches amargos que ha tenido que tratar Argentina cuando se ha visto endeudada hasta el cuello y en default.
En ambos casos, llama poderosamente la atención el silencio de la vicepresidenta, una aliada incondicional en el pasado de Venezuela y una enemiga declarada del FMI y demás acreedores internacionales extorsivos.
Es cierto que la deuda y los chanchullos con el Fondo son una pesada herencia de Macri; es obligatorio ahora negociar, pero ojo con los términos de tal negociación, ahí es donde el gobierno de la dupla Fernández podrá tener oportunidad de marcar la diferencia o dejase engatusar, máxime cuando el nuevo liderazgo del organismo crediticio tiene un discurso y gestos amistosos para con los pobres países sin cash en sus arcas estatales.
Alberto Fernández carga como todos la cruz de la pandemia. No pocos se preguntan qué de todo lo prometido en campaña hubiese logrado adelantar ya el mandatario si esta parálisis mundial no hubiese sucedido. Las consecuencias económicas por el impacto de la Covid-19 han venido a enfermar críticamente a un país que el mismísimo Alberto reconoce que recibió en “terapia intensiva”.
La inacción en los asuntos domésticos por culpa de la emergencia sanitaria —aunque el manejo de la epidemia no ha sido tan mal visto— magnifican las decisiones en materia de política exterior.
Por lo pronto, parece tensionarse la relación entre Buenos Aires y Caracas, más allá del voto en Ginebra, al filtrarse que se barajaba la posibilidad de una charla al más alto nivel, dígase entre Alberto y Maduro, pero la Casa Rosada descartó que sucediese la comunicación.
También han trascendido, como era de esperar, discrepancias dentro de la coalición de gobierno. El llamado núcleo duro kirchernerista no oculta su disgusto por la actitud de Fernández y su ministro de Exteriores de darle la espalda a Maduro en un aspecto tan vapuleado como los derechos humanos.
Cualquier político de estos tiempos debe saber que detrás de asuntos tan “humanistas” se esconden planes verdaderamente injerencistas. Por esta vez, Alberto Fernández cayó en la trampa del “dime con quien andas…”, si es que no se reserva para después un viraje más radical.
Comentarios