En un discurso memorable en el año 2005, Fidel Castro advirtió que uno de los errores que cometimos como país socialista fue pensar que alguien sabía, a ciencia cierta, cómo se construía el socialismo, que alguien tenía una fórmula, que podíamos convertir la experiencia soviética en una serie de leyes y escribir en manuales invulnerables cierta interpretación del marxismo-leninismo.
Hoy sabemos —y lo sabemos muy bien— que el socialismo no es una fórmula mágica ni una poción que pueda construirse con un grupo de ingredientes predeterminados. El socialismo es el resultado de una práctica social diversa que ha generado múltiples experiencias, modelos, formas de organización política, maneras de conquistar el poder. El socialismo ¿real? —del que ya casi nadie se acuerda—, ¿el modelo chino? ¿el ecuatoriano? ¿el venezolano? No ha habido socialismo resultado de una «evolución natural» del desarrollo de las fuerzas productivas. Toda práctica socialista se ha tenido que forjar en medio de la confrontación para desplazar a la burguesía del poder, en medio de una profunda lucha de clases, en medio de batallas simbólicas violentas entre el nuevo orden y el precedente.
Debiéramos reconocer que el liberalismo ha sido más o menos exitoso en posicionar determinadas invariantes de esa batalla simbólica y presentarlas, no como conceptos o formas de pensamiento ajustados a determinadas coyunturas y a determinadas formas de organización política —que es la forma de organización política liberal—, sino venderla como verdades universales, como definiciones ahistóricas, que trascienden el tiempo y que son perfectamente aplicables a cualquier época, circunstancia o geografía.
En realidad, aunque las definiciones de derechos humanos, sociedad civil, libertad de expresión, libertad de prensa, se presentan muchas veces como resultado de profundos consensos y no se apellidan, lo cierto es que la libertad de expresión liberal, la libertad de prensa liberal y la sociedad civil liberal —así como sus orígenes, debates y aparatos deliberativos— están profundamente enraizados en el liberalismo.
Nosotros, desde el socialismo, a mi juicio, hemos caído en una trampa: dedicarnos a responderles a los otros, más que a encontrar alimento teórico y fundamento para nuestras propias interpretaciones de estos temas. Esto, por supuesto que tiene sus causas, en esa lógica de confrontación que comentaba al principio, en la que ha tenido que sobrevivir nuestro socialismo, y en el encuadre de un modelo de discurso público que, acostumbrado a generarse dentro de una plaza sitiada, termina siendo más reactivo que proactivo. Se concentra más en combatir en medio de contingencias comprensibles, que en hacer ciencia sobre nosotros mismos.
Lo primero que quiero defender del libro de Rodolfo y de Elier es que expone sin complejos, sin pedir perdón, sin esconderse detrás de retóricas o artilugios, nuestra posición sobre cinco temas polémicos de la sociedad cubana: el sistema político, el sistema de prensa, los derechos humanos, la sociedad civil y las relaciones Cuba-Estados Unidos. Lo hace de manera sencilla, fácilmente comprensible, para que todos podamos involucrarnos en una discusión que no corresponde a los intelectuales, ni a la clase política, ni a los jóvenes universitarios. Le corresponde a toda la sociedad.
La verdad sobre Cuba no puede ser administrada, ni segmentada por cuotas que se distribuyen mensualmente como en una libreta de abastecimientos. La verdad sobre Cuba, para que se expanda, tiene que brotarnos de las entrañas y esparcirse por todas partes: tienen que verla en el aeropuerto José Martí los cientos de miles de norteamericanos que están viajando a este país —expuestos hoy predominantemente a anuncios de Habana Club u otros productos cubanos—, o percibirla en los hoteles de la Isla quienes contactan directamente con nuestros servicios, o notarla en Facebook o en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana, a través de la inteligencia, audacia, osadía y espontaneidad de nuestros jóvenes. Si el discurso de la comunicación política nuestra no se parece a nosotros mismos, a nuestra alegría, a nuestro sentido del humor, a nuestro carácter provocador frente a las cosas, es difícil que conecte con las audiencias en Cuba y, menos aún, con quienes nos miran desde el exterior.
Otra trampa en la que hemos caído a la hora de articular el discurso de nuestra comunicación política es responder a la altisonancia externa con la altisonancia doméstica. Si nos dicen que somos una dictadura, alegamos que somos el país más democrático del mundo. Si nos acusan de violar los derechos humanos, aseguramos que Cuba es la nación donde más se defienden. Si cuestionan nuestra sociedad civil, replicamos que tenemos la sociedad civil mejor estructurada del planeta. Por ese camino, perdemos la oportunidad de presentarnos como un país normal, con virtudes y defectos, sometido ciertamente a muchos acosos, pero capaz de sobreponerse a ellos gracias a la inventiva, el entusiasmo y la resistencia de un pueblo extraordinario.
Un mérito de este libro es hablar desde los matices; alejarse de los extremos, de los estereotipos, de las frases hechas y los discursos manidos. En lo que a nuestra prensa se refiere, no tenemos la comunicación que quisiéramos, tenemos la que hemos podido conquistar en medio de las difíciles condiciones que han marcado la historia del país en los últimos cincuenta años. Ni tenemos el mejor sistema comunicativo del mundo, ni hemos sabido utilizarlo siempre de la manera más óptima.
Desde
tiempos en que el teórico español Manuel Martín Serrano escribió su libro La
producción social, en 1976, es una verdad de Perogrullo decir que la
comunicación es un fenómeno mediado, intervenido por las circunstancias
económicas, políticas y culturales que rodean la construcción del discurso
público. Hemos hablado en
las últimas décadas, para decirlo en cubano, con la soga al cuello. Miren la reacción de la prensa
norteamericana después del 11 de septiembre, luego del encuadre impuesto por George Bush en el discurso
político: «o están conmigo o están contra mí». Miren la reacción de la prensa
norteamericana durante la guerra de Vietnam, o en la del Golfo, o en la de
Irak. Judith Miller, en el año 2003, periodista del New York Times y una
de las mayores artífices de la mentira sobre las supuestas armas de destrucción
masiva de Sadam Hussein,
ha pasado a la historia como una de las mayores decepciones de la libertad de
expresión en su país. Cuando le preguntaron por qué reproducía sin
cuestionárselas las historias del presunto armamento químico iraquí, su
respuesta fue de Records Guinness: «yo, simplemente,
digo lo que me dicen».
En torno a la prensa cubana, no se encontrará en este libro un panegírico. Eso sí, hay una comprensión reposada de nuestras mediaciones, de nuestros errores, y de la posibilidad enorme que se abre en lo adelante, después del contexto del 17 D, de corregir el tiro y hacer los ajustes estratégicos que correspondan, incluso dentro de las condiciones de plaza sitiada prevalecientes aún entre nosotros.
Yo, particularmente, quisiera utilizar el libro para subrayar algunas oportunidades que deberíamos gestionar a la ofensiva: primero, el hecho de que entendemos la comunicación hoy como recurso estratégico de desarrollo, que atraviesa todos los procesos de gestión del desarrollo del país. Hay que potenciar el consenso sobre la base de construir el tejido social comunicativamente. Hay que aprovechar las tecnologías para articular a todos los actores posibles e involucrarlos en la comunicación del país, y hay que gestionar un sistema de comunicación público, que es más que un sistema de comunicación estatal, que tiene que ver con reivindicar una relación más funcional entre las agendas mediáticas y las agendas públicas, que es lo mismo que acercar cada vez más la prensa a los intereses de los ciudadanos.
Por último, quiero redondear una idea, que ha estado revoloteando en los párrafos anteriores, pero prefiero aterrizarla ahora directamente: si el libro de Elier y Rodolfo fue útil siempre, es absolutamente oportuno e imprescindible ahora. En el escenario posterior al 17 de diciembre de 2014, lo que fue la batalla de Playa Girón en 1961 hoy es una guerra de símbolos. Los tanques de guerra actuales son los medios de comunicación, la blogosfera y las redes sociales. Vienen con todo: a proponernos lecturas idílicas y desproblematizadas del pasado, a imponernos relecturas de figuras históricas, a pintarnos La Habana de los años cincuenta como una ciudad inundada de rascacielos, a convencernos de que, por ejemplo, los hospitales de Grey's Anatomy son la más objetiva realidad de la salud pública norteamericana y a captar a nuestros talentos más jóvenes para deslumbrarlos con un ecosistema de tecnologías, innovación y prosperidad económica.
No hay otra respuesta posible que fomentar un ambiente de amplia participación, de muchos libros como este, discutidos entre nosotros, de un entorno deliberativo capaz de identificar las mejores ideas como parte de una visión estratégica de país en lo político, y también en lo comunicativo. Hay que interpretar, adaptarnos a las nuevas circunstancias y modernizar el significado de una frase sabia de José Martí: de pensamiento es la guerra que se nos hace, ganémosla a pensamiento.
Raúl Garcés Corra (La Habana, 1974). Doctor en Ciencias de la Comunicación. Profesor Titular y Decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Miembro de la Presidencia de la Unión de Periodistas de Cuba. Subdirector de la revista Temas. Miembro del consejo editorial de la Revista Latinoamericana de Comunicación Chasqui. Realizó estancias predoctorales en Londres (City University, 2003) y en la Universidad Complutense de Madrid (2006). Ha sido panelista, profesor invitado o conferencista en universidades de México, Brasil, Reino Unido, Argentina, Estados Unidos, Alemania, Venezuela, Ecuador, Costa Rica y España. Tiene varios libros publicados. Recibió, en 2017, la Distinción Félix Elmuza.
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