A pesar de su trascendencia, la Revolución Cubana dista de ser un proceso suficientemente investigado por los estudiosos. Por un lado, suelen encontrarse, tanto dentro como fuera de Cuba, acercamientos excesivamente polarizados, más interesados en reivindicar o demonizar determinados hechos, que en analizarlos objetivamente con la riqueza de sus contradicciones. Por otro, el carácter reciente de muchos acontecimientos suele hacer depender las valoraciones, fundamentalmente, del prisma de sus protagonistas o de evaluaciones demasiado marcadas por la temperatura de los acontecimientos mismos.
Dentro de ese contexto, acudir a las fuentes documentales primarias, buscar las causas de las cosas en el texto íntegro de declaraciones, discursos o manuscritos, es esencial para que todas las generaciones puedan formarse un criterio razonado sobre el torbellino iniciado el primero de enero de 1959 que cambió no solo la geopolítica de América Latina y el Caribe, sino también, en buena medida, la geopolítica mundial.
El hecho anterior parecen haberlo comprendido en Estados Unidos, muy a su pesar, los diferentes presidentes que a lo largo de las últimas seis décadas ocuparon la Casa Blanca. Pocos meses después de que los míticos barbudos de la Sierra Maestra entraran triunfalmente en La Habana, Fidel Castro ponía los pies en suelo norteamericano por primera vez e imantaba con su carisma a miles de admiradores, mientras desconcertaba a quienes habían previsto, desde una posición de indiscutible soberbia, una presa fácil.
Son conocidas, por ejemplo, las impresiones de Richard Nixon una vez que sostuviera por aquellos días una entrevista con el entonces Primer Ministro cubano: «De algo sí podemos estar seguros, y es que tiene esas cualidades indefinibles que lo convierten en líder. Pensemos lo que pensemos de él, va a ser un factor de mucha consideración en el desarrollo de la situación en Cuba y muy posiblemente en América Latina en sentido general».[1]
Y lo sería. Nadie en su sano juicio cuestionaría, aún en medio de las encendidas polémicas desatadas en torno a su persona, que el liderazgo de Fidel Castro contribuyó decisivamente a enrumbar los destinos de la Revolución y a generar los consensos que permitirían radicalizar su carácter desde fechas muy tempranas.
Bastaría una cronología básica de los acontecimientos sucedidos en Cuba entre 1959 y 1961 para advertir la intensidad de las transformaciones provocadas en todos los ámbitos de la vida. El mismo país que, según el censo de 1953, reportaba casi un 25% de analfabetos —índice todavía más alarmante en las zonas rurales—, organizaría rápidamente una cruzada educativa de maestros ambulantes, lo mismo en las ciudades que en los rincones más apartados de la Isla. Poco tiempo antes de que concluyera una de las campañas de alfabetización más exitosas de América Latina, el gobierno cubano había dispuesto la reforma general de la enseñanza, declarando la educación como «un derecho gratuito para todos».
Tan vertiginosos como los decretos y leyes que se agolparon en los terrenos de la economía y la sociedad, sobrevinieron los destinados al campo de la cultura. Para la mitad de 1959, ya se habían creado el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), la Casa de las Américas y la Imprenta Nacional. En apenas tres años, se habían sentado las bases institucionales para encauzar un hervidero de propuestas, proporcionales en su magnitud a la dimensión del hecho revolucionario. El amasijo de polémicas desatadas es expresión de una amplia voluntad de participación social y de la capacidad de las vanguardias políticas para asimilar tal efervescencia dentro del proceso de construcción de una nueva hegemonía.
Aún en medio de errores y desviaciones, esa vocación de participación popular en torno a metas comunes consiguió, no solo sortear el escenario de confrontación permanente con Estados Unidos —desde la crisis de los Misiles hasta el retroceso en los intentos recientes de normalización de las relaciones entre ambos países—, sino también la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el advenimiento de una grave crisis económica, cuyas repercusiones son todavía notables en todos los ámbitos de la vida social.
Bautizada como «Periodo Especial», prácticamente de la noche a la mañana la Isla perdió el 85% de sus intercambios comerciales. Del campo socialista provenía el 98% de los combustibles, el 86% de las materias primas, el 63% de los alimentos, el 86% de las maquinarias…, un flujo imposible de sustituir con la misma velocidad que trastornó el mapa político del llamado bloque del Este.
Para los apocalípticos de la Revolución Cubana, si apenas dos años habían mediado entre la caída del muro de Berlín y la creación de la llamada Comunidad de Estados Independientes, al socialismo de la Isla podía predestinársele, con suerte, unos pocos meses.
La situación tocó fondo en agosto de 1994, cuando el deterioro socioeconómico volcó a las calles a cientos de personas deseosas de emigrar y prestas, incluso, a cruzar en balsa el Estrecho de la Florida.
La «crisis de los balseros» caldeó el clima político de una manera casi inédita dentro de la historia posterior a 1959. Para las generaciones más jóvenes —distantes de los sabotajes y los actos terroristas de antaño— emergían sorpresivamente en las calles del centro de La Habana acciones de vandalismo y manifestaciones en contra del orden establecido. Nuevamente, sin embargo, la presencia en el lugar de Fidel Castro movilizó a miles de personas en torno a su liderazgo y al proyecto encabezado por él. En pocos días las mayores tensiones se disiparon y sobrevino más alimento para la aureola que, salida de una canción de Carlos Puebla, cubrió en vida el velo simbólico del Presidente cubano: «llegó el Comandante y mandó a parar».
Lo cierto es que, seis décadas después, ninguno de los vaticinios catastrofistas contra la Revolución Cubana se cumplieron. Ni los de quienes hicieron sus maletas en el 59 con la esperanza de regresar en el futuro inmediato. Ni los de quienes criticaron a la Isla por servir de supuesto satélite a los «dictámenes» de la Unión Soviética. Ni los de quienes auguraron la rápida caída del socialismo insular tras la desaparición de la URSS.
De eso, de las reservas que ha encontrado Cuba en las últimas seis décadas para sobrevivir a todo tipo de embates, trata este libro. El lector encontrará 60 momentos clave de la Revolución Cubana, que articulan una selección previa de Julio García Luis (1942-2012) con la actualización propuesta por el joven periodista Rodolfo Romero Reyes. No son, por supuesto, los únicos hechos, pero constituyen una muestra representativa de lo que han sido estos años: sus desafíos, sus tristezas y sus entusiasmos.
El lector encontrará documentos originales relacionados lo mismo con sucesos esenciales del devenir histórico, que temas polémicos como el sectarismo, la rectificación de errores, o acontecimientos profundamente emotivos como la muerte de Fidel Castro. Esto, acompañado de una valoración introducida por los autores, que contextualiza, evoca y sirve de referente para la mejor comprensión de cada suceso.
Ojalá sirva esta compilación que ahora propone Ocean Sur no solo para conocer mejor la Revolución Cubana, sino para motivar las indagaciones desacralizadoras en torno a ella. Como cualquier obra de este mundo está llena probablemente de virtudes y defectos pero, en todo caso, es en medio de los matices, de los claroscuros, de las contradicciones, que más fecundamente puede entenderse el significado de los procesos. A fin de cuentas, como recordara Eduardo Galeano refiriéndose justamente al torbellino revolucionario: «Cuba ha derrotado su hambre, ha multiplicado la dignidad latinoamericana y ha dado un continuo ejemplo de solidaridad al mundo. No es poco. Y por todo eso, aunque sus enemigos tuvieran razón en lo que contra Cuba dicen y mienten, valdría la pena seguir jugándose por ella».[2]
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