Colombia formalizó esta semana su salida de la Unión de Naciones Suramericanas, UNASUR. Fue la primera decisión-acción en materia de política exterior del nuevo presidente colombiano Iván Duque. Y como si se tratara de una maniobra coordinada, Ecuador había abandonado unos días antes la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, ALBA. Fue idea expresa del mandatario Lenín Moreno, primero amigo y cómplice de su mentor Rafael Correa, ahora detractor y no pocos creen que traidor de 10 años de la Revolución Ciudadana. El mismo Moreno había resuelto, además, sacar a UNASUR de su sede en Quito y destinar su sitio, expresamente edificado para acoger a la organización, a otras labores.
Si seguimos listando los reveses, no hubo este año Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, CELAC, tocaba a El Salvador, en su condición de presidente pro témpore, realizar la VI reunión. Sin embargo, la fecha pasó sigilosa, sin demasiados ruidos, como para diluir el funcionamiento de un organismo que en su momento había sido calificado por Raúl Castro como «el acontecimiento más grande de los últimos 200 años». Era la primera vez que se dejaba fuera a Estados Unidos, Canadá y hasta Europa de los asuntos exclusivamente latinoamericanos y caribeños, una necesidad imperiosa y un hecho que otorgaba soberanía y fuerza ante el desequilibrio norte-sur que ha dominado al mundo.
Poco más atrás en el tiempo, en 2017, la triple alianza derechista formada por Argentina, Brasil y Paraguay decidía expulsar a Venezuela del Mercado Común del Sur, MERCOSUR. Un país al que le fue sumamente difícil formalizar su adhesión al bloque y que tuvo que esperar a una correlación favorable de fuerzas para ser parte activa del mecanismo. Pero cuando esa situación política cambió y volvieron al poder confesos enemigos del chavismo, sacar a Caracas del mercado suramericano se convirtió en una obsesión.
Todos han representado duros golpes al sueño integracionista que vivió en la primera década de este siglo su mayor esplendor. Súmese la muerte de Hugo Chávez, el carismático líder que asumió como mandato, no solo transformar el capitalismo venezolano, sino la deuda de los libertadores de una sola América. Y para rematar, la salida del poder —unos por fracasos electorales y otros por golpes de Estado al estilo moderno, bien sean judiciales o parlamentarios— de la mayoría de los presidentes que le siguieron en el empeño de unidad, con un reposicionamiento de la derecha en la mayoría de los espacios que antes gozaban de aspiraciones progresistas o de alguna clase de socialismo de nuevo tipo. Es sabido que nada de ello puede calificarse de fortuito o casual. Ha sido parte de una estrategia cuidadosamente diseñada para atacar ese espíritu de armonía, porque el «divide y vencerás» siempre ha dado mejores frutos a los que necesitan una región latinoamericana dependiente en lo absoluto de las grandes potencias, como si el colonialismo no hubiese acabado nunca.
Es así que el objetivo para lograr tal empeño ha partido precisamente de la antítesis que tuviese desde sus inicios la CELAC. Esta defendía la unidad en la diversidad, y ahora se ha impuesto el azuzar las diferencias para romper todo tipo de alianza. Y en todos los casos ha sido Venezuela el conejillo de indias. Estados Unidos ha sabido establecer una línea de unidad en la región contra Caracas para sabotear lo que antes funcionó como auténtico equipo porque cultural, social e históricamente existen muchas más razones para ello. Al mismo tiempo, se crearon mecanismos paralelos que se vendían económicamente más atractivos y falsamente despolitizados para sobresalir en el área con resultados concretos por encima de la paralización económica que habían alcanzado aquellos que estaban más enfocados en ser una voz política común —el Banco del ALBA jamás despegó y el intercambio comercial en la moneda común SUCRE fue, cuando más, representativo de lo que podría lograrse, mas no rentable ni operativo—, aun en el respeto a la autodeterminación de cada uno de sus miembros.
Surge así la Alianza del Pacífico que, aunque tenga ese nombre, funciona más como un tradicional Tratado de Libre Comercio, TLC, el formato diseñado por los países del primer mundo, amantes del libre mercado y donde las leyes del comercio suplantan, en muchos casos, las funciones del Estado, cada vez más reducidas. Ahora más recientemente, la tríada norteña: Canadá, Estados Unidos y México —en su doble militancia de sur y norte— renegocia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN. Hace pocos días tuvimos la noticia de un acuerdo bilateral entre Donald Trump y el saliente Enrique Peña Nieto que deja a un lado a la tercera pata de la mesa pero que, en la práctica, pretende presionarla para obligarla a aceptar las nuevas condiciones y firmar, en un corto plazo, el nuevo y aparentemente mejorado TLCAN. Tal es así, que las amenazas llegaron hasta sugerir que podrían existir dos tratados y renombrar uno de ellos, si Canadá seguía empeñada en no tranzar. Habría que ver si Justin Trudeau, el premier canadiense, que ya ha mostrado desacuerdos importantes y hasta intercambio de desplantes y ofensas con su par estadounidense, acepta los nuevos términos de un pacto que sigue siendo desigual sobre todo para los mexicanos, aunque ahora celebren con bombos y platillos lo firmado.
Lo cierto es que ya la integración dejó de ser frase habitual en el discurso de la mayoría de los presidentes latinoamericanos, salvo los sobrevivientes: Cuba, Venezuela y Bolivia. Habría que asumir entonces la misma convicción que con el cambio de época se ha tenido en un segmento de los políticos y analista de la región. Es falso y hasta se cae en el juego del contrario decir que el progresismo ha llegado a su fin, y suficientes procesos electorales han mostrado, aún sin lograr triunfos, la fortaleza de la izquierda o de aquellos grupos antisistema, en la mayoría de los casos convertidos en líderes de la oposición con respaldos nunca antes vistos. Eso sí, es innegable que hay un debilitamiento, una pérdida de terreno, pero igualmente reconquistable si se redobla la voluntad y el empeño.
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