El título no es mío, es de Eduardo Galeano; quien nos cuenta en Espejos, una historia casi universal:
El imperio otomano se caía a pedazos y los armenios pagaron el pato. Mientras ocurría la primera guerra mundial, una carnicería programada por el gobierno acabó con la mitad de los armenios en Turquía… Veinte años después, Hitler estaba programando, con sus asesores, la invasión de Polonia. Midiendo los pros y los contras de la operación, Hitler advirtió que habría protestas, algún escándalo internacional, algún griterío, pero aseguró que ese ruido no duraría mucho. Y preguntando comprobó: —¿Quién se acuerda de los armenios?
La anécdota de Hitler puede ser más o menos cierta, más o menos exacta, más o menos simplona; lo que sí es cierto y sí es exacto y no es nada simplón es que los genocidios contra los pueblos armenio y polaco ocurrieron; y lo que es más cierto es que la impunidad de los poderosos es hija bastarda de la desmemoria y el olvido de los dominados de siempre.
Por si a mí se me olvidaba, hace unas horas tuve ocasión de comprobarlo.
En Metrocentro —un hipermall, la catedral de la humanidad contemporánea, que es igual en San Salvador que en cualquier otra ciudad del mundo— en un punto de venta de accesorios varios, me topo con auténticas joyas de la impunidad o de la desmemoria, o de ambas.
Para entender mejor… El Batallón Atlácalt —la insignia del indio con un fusil, imposible histórico— era parte de los BIRI —de la cual vemos también sus insignias en la vitrina— ¿qué eran los BIRI? Los Batallones de Infantería de Reacción Inmediata, creados en la década del 80 durante la guerra de contrainsurgencia de la dictadura de El Salvador contra… el pueblo salvadoreño; sus soldados y oficiales, en número no despreciable, fueron formados en la estadounidense Escuela de las Américas, en Panamá…
Estos BIRI —y el Atlácalt en particular— fueron responsables de sonadas masacres contra la población civil, como la de El Mozote —diciembre de 1981— en la que resultaron asesinadas poco más de 900 personas —incluyendo un número elevadísimo de mujeres y niñas y niños—. Una recopilación de estas y otras masacres se pueden encontrar en el Report of the UN Truth Commission on El Salvador.
¿Quién dirigía el BIRI Atácalt para 1981? Un personaje cuyo nombre vemos también en la vitrina: Domingo Monterrosa Barrios —el «Monterrosa» de la billetera, con el gran número 3— y de cuyo areté militar contrainsurgente da cuenta una página en su «memoria», toda otra joya de cómo (re)escribir la historia.
La vendedora del quiosco susodicho no tenía la menor idea de qué trataban aquellas insignias, para ella —otra víctima de la desmemoria y el olvido— significaban lo mismo que las navajas que también vendía allí: pura mercancía… Para la inmensa mayoría de las que pasaban a toda hora por ese sitio no había ninguna diferencia ontológica entre la venta de la insignia de la Policía de Hacienda y el expendio cercano de tickets de la Lotería Nacional; no había nada que distinguir entre los distintivos de la Guardia Nacional y los de la tienda Torogoz, a unos pasos de allí… eso es, ya de por sí, algo perverso: la mercantilización que convierte en objeto comercializable cualquier cosa.
Lo peor es la «naturalidad» con que la vendedora —y con la indiferencia de miles de transeúntes diarios— asume el hecho de vender —incluso de no vender, porque eso no es lo más importante, aun cuando es muy perverso— esas insignias, distintivos y merchandise… ¿Se imaginan que en una calle, o, mucho mejor, en un pasillo de las Galeries Lafayette, de Berlín se vendiera, con igual naturalidad, mercadería con insignias de las Schutzstaffel? Sí, porque al final no habría mucha diferencia estilística entre esas dos bandas y ¿quién sabe? las tres bandas de Adidas…
Dentro de menos de un mes, en El Mozote, recordarán los hechos terribles de diciembre de 1981, cuyo balance final de víctimas aún está contando. Cuando llegué a El Salvador, uno de los primeros lugares que, por azar, visité fue ese sitio… que «conocía» porque alguna vez ¡escribí! una lista de hechos asociados al terrorismo de Estado en América Latina y el Caribe; no voy a describir la conmoción de ver nombres de niñas y niños que solo alcanzaron a vivir 3 días, 2 meses, 4 años o la repetición de apellidos —familias enteras—, entre los asesinados aquellas jornadas; solo voy a recordar lo que Benedetti nos dijo un día, si nos animábamos a rezar un Padrenuestro latinoamericano: «no nos dejes caer en la tentación de olvidar o vender este pasado o arrendar una sola hectárea de su olvido, ahora que es la hora de saber quiénes somos».
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