Si la Covid-19 de Donald Trump fue real o una invención estratégica para lograr reelegirse, ya no importa demasiado, sobre todo cuando el hecho ha repercutido de la misma forma que sus excentricidades: dejando una estela de polarización alrededor de su figura y sus decisiones.
Para lo que sí le ha servido padecer la enfermedad es para retomar su cantaleta del «virus chino» y volver a la carga contra Beijing. En la recta final de la campaña, todo vale con tal de remontar al adversario que, según los sondeos, parece arrebatarle el codiciado triunfo.
Es por eso que el mandatario estadounidense acaba de lanzar un video en Twitter, no solo prometiendo el «tratamiento del presidente» para todos los mortales súbditos de forma gratuita, en un desvarío ¿socialista? propio de su desesperación por alargar mandato, sino que rescató la arenga de «China, la gran culpable de la pandemia» y por ello «va a pagar un alto precio por lo que le hizo a Estados Unidos y al mundo».
Semanas atrás ya había aprovechado también el escenario de la Asamblea General de la ONU, en su formato virtual como todo lo que pasa en 2020, para lanzar su rosario de críticas contra la nación asiática, de ahí que el secretario del organismo multilateral, Antonio Guterres, advirtiera de la nueva Guerra Fría, esta vez definida como la Gran Fractura entre Occidente y Oriente. «Nuestro mundo no puede darse el lujo de un futuro donde las dos mayores economías se reparten el planeta en una Gran Fractura», dijo Guterres.
Más atrás en el tiempo, el enfrentamiento ha tenido todo un historial de acciones que ha ido en ascenso, con una escalada aún más peligrosa en esta última etapa previa al martes electoral.
En agosto pasado, la decisión estadounidense de cerrar el consulado chino en Houston se inscribió en la arremetida que Washington ha emprendido contra Beijing y que pretende abarcar todos los frentes posibles, desde el comercial, el tecnológico hasta el militar y por supuesto no podía faltar el diplomático.
Porque la verdadera y más grande preocupación de la Casa Blanca en materia de política exterior, radica en la expansión de China; su posicionamiento silencioso y perseverante ha puesto al gigante asiático cada vez más cerca de liderar todas las esferas que Estados Unidos ha presumido dominar en las últimas décadas, y en consecuencia, esa hegemonía comienza a verse amenazada y el presidente Donald Trump se ha tomado la amenaza como un ataque personal a su gestión y ego.
Del otro lado, China siempre se apresta a tomar una actitud proporcional a la embestida. De hecho, ante la medida nada diplomática ordenada por Trump, el gobierno chino determinó el cierre de la representación norteamericana en Chengdu. Y no solo fue la cancelación de los servicios consulares y la salida de su personal, en respuesta a las acciones de su par, a quien le dio por ocupar militarmente las oficinas en Houston, las autoridades chinas decidieron tomar el control de la instalación estadounidense.
Todas las acciones de la administración norteamericana están enfocadas a impedir el empuje chino. La batalla, que alguna vez pudo comenzar en el terreno político por las diferencias en sus sistemas de gobierno y las características ideológicas, ahora se ha trasladado a lo económico fundamentalmente, ante el crecimiento acelerado de China, ya una demostrada potencia.
En el contexto actual, el hecho de que China haya podido sortear con más éxito que Estados Unidos la pandemia y no sólo desde el punto de vista sanitario sino también en la recuperación de su economía, ha influido en los estados de ánimo de su adversario que tiene la situación en casa muy compleja. Si a eso le adicionamos el escenario electoral, se imponía desplegar nuevas acciones contra la gestión de Xi Jinping. Además de que había que «desquitarse» de otro paso desafiante dado por China al sancionar a funcionarios tan cercanos a Trump, como Marco Rubio y compañía. Como en un juego de niños, aquí ninguno quiere quedarse «dado».
Al magnate presidente ya no le basta la elevación del tono discursivo, la satanización constante de lo «Made in China» y por ahora no tiene pensado ningún gesto dialogante, de esos que en el pasado dieron tregua a la guerra de aranceles y le compulsaron a un apretón de manos con Xi. Además de gritarle a los cuatro vientos que el Sars-Cov2 lo fabricaron en un laboratorio de Wuhan, a pesar de la evidencia científica que desmiente tal teoría, también ha optado por los paquetazos de sanciones, la cacería del avance tecnológico chino y más reciente la antidiplomacia. Ha habido un pretexto recurrente en varias de sus decisiones: el presunto espionaje chino, ese que le hizo emprenderla contra Huawei y ahora contra funcionarios que, según Washington, albergarían a científicos «ladrones» de información sensible.
Supongamos que, por esta vez, Trump está en lo cierto y China quiere robarse la vacuna del vecino poderoso, o coordenadas militares o el listado de sus agentes o lo que sea. Aplicaría perfectamente el dicho popular, quien esté libre de culpa, que lance la primera piedra. Pero en la práctica ese del «tejado de vidrio» se adecua mejor porque Estados Unidos acumula varios doctorados en hacer de sus embajadas por el mundo verdaderos laboratorios de inteligencia y operaciones encubiertas —algunas ni siquiera se enmascaran tanto—, sitios donde se planean de la A a la Z los detalles de golpes de Estado, invasiones, y hasta se manufacturan estallidos populares «espontáneos».
El capítulo tecnológico dentro de esta guerra chino-americana merece un aparte porque más que capítulo se ha convertido en una novela de esas definidas como culebrones por su extensión y matices. La 5G es la manzana de la discordia, mientras que las aplicaciones, los dispositivos móviles, las compañías informáticas y de comunicaciones, así como las plataformas de interacción social han sufrido una cacería de grandes proporciones al punto de acorralarlas: cada cual en su territorio. En Estados Unidos no se usa Huawei o ZTE y se busca expulsar a Tik Tok; y en China, los grandes del mercado como Samsung y Apple pierden terreno y cierran fábricas en medio del fuego político cruzado.
China, como Estados Unidos en su momento, también trabaja en su expansión como potencia. La batalla entre estos dos pesos pesados es real y tiene fundamentos sólidos. El asunto es que Estados Unidos no soporta la idea de la multipolaridad, con la cual su vecino asiático no parece tener demasiados problemas. Y si ahora se perfilan como enemigos irreconciliables, tras bambalinas son codependientes, baste buscar datos de mercado y deudas.
La escalada de seguro va a continuar porque Trump necesita desesperadamente desviar la atención de sus asuntos domésticos y, de paso, atraer algunos votantes esquivos, con un buen despliegue comunicativo y acciones concretas contra China para seguir explotando la vieja táctica del enemigo necesario.
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