Dos vecinos incómodos en Sudamérica vuelven a tener un pico de enemistad. Lamentablemente en este caso ninguno puede permutar de casa, están obligados a coexistir lo más pacíficamente que sus respectivos genios se lo permitan, casi siempre condicionados por el jefe de turno del hogar. Solo que, en este minuto, la armonía deseada está un poco más lejos que de costumbre por los aires de guerra que se respiran.
Es la Venezuela de Nicolás Maduro y la Colombia de Iván Duque como ayer fue la Venezuela de Hugo Chávez y la Colombia de Álvaro Uribe. Curiosamente, en ambos casos, los gobernantes de hoy son herederos políticos de los de ayer y defienden una línea ejecutoria y discursiva prácticamente idénticas para con el contrario. En esta historia estuvo otro personaje de por medio, Juan Manuel Santos, que también quiso dejar constancia de su animadversión por el proyecto chavista, pero aún y cuando mostró pulso con el de al lado, tuvo que pactar una tregua mientras Caracas le echaba una mano con el proceso de paz colombiano.
La antipatía tiene evidentes causas políticas, cada quien defiende un proyecto de país distinto, en el que un tercero condiciona la relación a conveniencia. Estados Unidos ha tenido en Bogotá un aliado «estratégico» para intentar reducir a la Caracas insumisa; por lo que el asentado en Nariño casi siempre habla por mandato del que se posiciona en la Casa Blanca.
Es así que en las últimas dos décadas han habido pocos momentos de concordia. Antes, los gobernantes venezolanos tenían un compromiso de palabra con Washington y anteponían los intereses norteamericanos a los nacionales, realidad que cambió con la llegada de Chávez al poder. La ruptura de relaciones diplomáticas ha sido entonces recurrente y las amenazas de un conflicto armado han estado más de una vez sobre la mesa, como ahora.
Esta vez el pretexto es un viejo conocido. Duque acusa a Maduro de dar albergue a terroristas. Desde el propio término empiezan ya las desavenencias. Para el jefe de estado colombiano, terroristas son todos aquellos miembros de las guerrillas de su país, mientras que el mandatario venezolano los considera combatientes que defienden una causa social y se oponen a un sistema político como el que por décadas ha dominado en Colombia. Partiendo de este punto, la imputación de Iván Duque parte de esa cercanía ideológica que existe entre los grupos insurgentes y el chavismo. Aunque en los últimos días han aparecido supuestos documentos clasificados del servicio de inteligencia venezolano que evidenciaría las denuncias de Duque.
El detonante para una acusación que no es nueva fue el rearme de una facción de las FARC que se alejó completamente del proceso de paz en su estadio actual de inoperancia, bajo el mando del mismísimo hombre que negoció esa paz: Iván Márquez. Desde que se conoció la noticia, era absolutamente previsible que inculparan a Maduro de auspiciar tal decisión. Mucho antes, cuando Márquez quedó en paradero desconocido, se señalaba al territorio venezolano como su posible sitio de refugio.
Certezas aparte, lo que está en juego ahora es la estabilidad regional a partir de lo que pueda suceder en la franja fronteriza que separa a estas dos naciones. Las tropas de las Fuerza Armada Nacional Venezolana realizan ejercicios militares, con orden de «alerta naranja», dígase vigilantes a cualquier acción del vecino belicoso. El presidente colombiano ha sido el primero en bajar la guardia después de tal despliegue y su llamado es «serenidad», mientras que su mentor norteamericano le da una palmada en el hombro para expresarle su total apoyo en caso extremo de que suenen los cañones.
A Duque siempre le será más conveniente culpar al vecino que asumir la responsabilidad que como gobierno tiene en la deserción de los insurgentes. Colombia tiene antecedentes de acciones ilegales contra territorios colindantes en su afán de cacería guerrillera. Ejemplo de ello fue el operativo en el que mataron al guerrillero Raúl Reyes en suelo ecuatoriano creando una crisis de grandes proporciones que incluyó víctimas «colaterales».
Y si de amparo y protección se habla, cada quien sabe cobijar a su simpatizante más cercano. Si Maduro permite a insurgentes en su patio, Duque también ha dado cabida en sus predios a todo aquel que se confiese enemigo del chavismo, desde los legisladores opositores venezolanos hasta los militares desertores, pasando por el mismísimo «autoproclamado» Juan Guaidó. En la Colombia fronteriza y en la que no ha habido numerosos planes macabros para destronar el proyecto bolivariano. Y si de terroristas se trata, más de un colombiano se ha visto involucrado en acciones violentas contra los venezolanos, gobernantes o no.
Lo bueno para el resto de los mortales es que en este intercambio airado hay más gritería y enseñadera de músculos que órdenes de guerra. A ninguno de los dos les conviene un enfrentamiento militar, Venezuela por su situación económica, además de estar en el ojo del huracán de las críticas internacionales, y Colombia por su propia hostilidad interna. Aquí se juega al desgaste hacia el gobierno bolivariano, al hostigamiento de todas las formas posibles. La opción armada ha flotado una y otra vez, incluso desde un adversario mayor y con un comandante más desquiciado como es el caso de Donald Trump. Pero hasta él y sus sinsentidos saben reconocer que los tanques no son una elección viable, con la presión diplomática han logrado recabar más apoyo que usando la fuerza, un método demasiado repudiado por el pasado de intervenciones militares en la región.
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