Los nuevos escenarios que caracterizan los contextos y las prácticas políticas en el mundo actual sugieren repasar, releer, analizar o estudiar de nuevo, procesos históricos que marcaron puntos de inflexión en la conformación de las principales tendencias que, conjugadas, definen el desarrollo del actual sistema de relaciones internacionales. El periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial incluye, entre las principales aristas que definen al sistema internacional, tres elementos esenciales: la consolidación hegemónica de los Estados Unidos, el afianzamiento del bipolarismo y el comienzo de la llamada guerra fría.
En América Latina, la segunda postguerra inauguró importantes cambios en el orden político, económico y militar, que le otorgaron una peculiar expresión como región del mundo subdesarrollado hasta entonces desconocido. En este contexto, la teoría y la praxis política de las proyecciones hegemónicas estadounidenses se enfrentaron a los afanes de independencia de los países de América, quienes desarrollaron luchas populares desde principios de 1944. Desde mediados de la década de 1950, el panorama político de América Latina comenzó a sufrir cambios interesantes; son derrocados regímenes reaccionarios y se frustran los proyectos de la burguesía nacional latinoamericana.
Bajo este telón de fondo, la política exterior norteamericana hacia los países del subcontinente se estructuró para preservar las estructuras socioeconómicas existentes, en busca del alineamiento incondicional de América Latina a los dictámenes de la guerra fría. El enfoque doctrinal y práctico que elaboraron para hacer frente a cualquier cambio que modificase tales estructuras se evidenció en la aplicación del principio de la contención y el principio de la liberación.
En el presente trabajo analizaremos de forma sucinta, dos procesos políticos latinoamericanos que se consideran representativos de la tónica nacionalista de las décadas de 1940-1950: la Revolución Boliviana de 1952 y el gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala; cuyo fracaso muestra el perfil de la política exterior de los Estados Unidos en el período que se analiza.
I
Los Estados Unidos en la segunda posguerra.
Como muchos años en la historia, 1945 ocupó una página a la cual es difícil darle vuelta; encierra el período de la Gran Depresión, la culminación de la Segunda Guerra Mundial y la fragmentación del continente europeo. Un escenario tan complejo y desestructurado como el de aquel entonces, sirvió de caldo de cultivo para el afianzamiento de la política expansionista que los Estados Unidos desarrollaban hacia América Latina —afianzado en la medida en que se acercaba la derrota de la Alemania fascista y del Japón militarista—, desde las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.
La etapa de tensión en las relaciones internacionales —cuyo origen data desde hace más de sesenta años— encuentra sus antecedentes en la segunda mitad del siglo XX cuando en 1946 y 1947, los Estados Unidos despliegan su política confrontacional entre el “Este” y el “Oeste”, bajo un enfoque geopolítico y bipolar, cuya meta fundacional era “contener” la expansión del comunismo soviético.
Como práctica, el fenómeno guerra fría se anticipaba con bastante claridad, incluso en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Si se acusa la mirada en la política interna norteamericana, se advertiría el desarrollo que en espiral aconteció en el terreno ideológico y estratégico, algo que con posterioridad se convertiría en la doctrina que caracterizaría su período inicial[1]. La proyección de la política exterior norteamericana en aquel entonces, era el reflejo de la situación política y socioeconómica que arrojaban los dos primeros años de la segunda posguerra. Estos dejan como herencia, condiciones objetivas y subjetivas que impulsan a los Estados Unidos a elaborar y afianzar progresivamente, una política exterior que inaugura la primera de las etapas[2]en el desarrollo de las relaciones internacionales del período posbélico, prolongada por más de cuarenta años.
Entendida generalmente como una “una situación ni de paz ni de guerra”, de un intenso aunque solapado enfrentamiento entre dos Estados dirigidos por efectivas superpotencias —Estados Unidos y la Unión Soviética[3]—, la guerra fría inicia un proceso mediante el cual el desarrollo de la hegemonía y el imperialismo norteamericano entra en una nueva etapa, al adquirir como país un nuevo estatus en el sistema político internacional. Su condición hegemónica se expresaba de forma integral y absoluta dado el intenso crecimiento que evidenciaba en los planos ideológico, político, militar y económico. Bajo el pretexto de defender su “seguridad nacional”, los Estados Unidos legitimaban la política de contención como parte de la estrategia de seguridad nacional, y como elemento imprescindible de su cultura política.
La situación internacional a fines de 1940 arrojaba para el gobierno estadounidense un escenario de “peligro” ante la expansión comunista. Previendo enfrentamientos armados, el país debía desarrollar con auge la industria bélica y diseñar acciones dentro de su política exterior que le permitiesen estar a la altura de los acontecimientos. Era necesario pensar en un nuevo tipo de guerra. La guerra fría fue el recurso utilizado por los Estados Unidos para aumentar las medidas de seguridad y sembrar el temor en el pueblo ante la inminencia del comunismo. Creó, desde la legitimación y el consenso, condiciones para imponerse como potencia hegemónica a nivel mundial; carácter que no es solo supremacía militar y económica, sino que incide en la conciencia política, social, nacional y cultural del ciudadano medio, a quien el “american way of live and thinking” le sigue funcionando como un patrón de éxito.
Como afirmara un estudioso de la política interna de los Estados Unidos, “a lo largo de la historia que transcurre entre los siglos XVIII y XX, el desarrollo capitalista e imperialista de los Estados Unidos conlleva una retroalimentación constante del consenso nacional, que expresa una y otra vez, bajo circunstancias disímiles, la legitimación de una condición dominante y hegemónica. Así, resulta comprensible que los contenidos de la cultura política norteamericana en que se sostiene la doctrina y la práctica de la guerra fría, están prefigurados con anterioridad incluso a la década que sigue al fin de la Segunda Guerra Mundial, formando parte de un cuerpo ideológico y psicológico consustancial a la peculiar historia de los Estados Unidos”[4].
La tarea iniciada por la administración Truman, quien se esforzó por crear durante el período de guerra un clima de crisis —propio de la guerra fría—, tenía como objetivo encontrar un método que le permitiera a los Estados Unidos contrarrestar —bajo la tensión permanente del fantasma atómico y el hecho de que el enfrentamiento declarado no pudiera resolverse en forma permanente— la influencia que ejercía la URSS en todo el planeta.
Defender el “mundo libre” y hacerle frente a la expansión comunista desde el antagonismo de intereses y de sociedades, era la esencia de la nueva doctrina. Su puesta en práctica comienza por lo que con posterioridad sería considerado su aspecto más positivo. Tres meses después que el Presidente de los Estados Unidos anunciara públicamente su política de contención del comunismo y la ayuda a los pueblos libres, George Marshall, entonces Secretario de Estado, dio a conocer en público el 5 de junio de 1947 el Programa de Recuperación Económica, conocido mundialmente como Plan Marshall. Este multimillonario plan expresaba, en esencia, el sentido político de su ayuda económica. No se presentaba dirigido contra alguien; sus únicos enemigos eran –según el propio autor— “el hambre y la miseria”. Pero su trascendencia política era evidente, lo mismo que sus atractivos para los países necesitados. Una mirada desde el ámbito geopolítico a su contenido y posteriores efectos, devela la contribución que realizó para consolidar el conflicto “Este-Oeste”, “Oriente” y “Occidente” —lo que un año antes afirmara Wiston Chuchill.
Desde el punto de vista económico, el Plan Marshall pretendía impedir la posibilidad de una recesión de la economía norteamericana como resultado de la segunda postguerra. Para ello, instaba a los europeos a unificar esfuerzos para restablecer su economía a través de su incorporación a un mercado mucho más amplio. Desde el punto de vista político, el propósito consistía en oponerse a la expansión y progreso del comunismo, asociando dicho desarrollo al descontento y la miseria.
En este sentido afirma Marshall: “es lógico que los Estados Unidos hagan cuanto esté en su poder para ayudar a volver a una salud económica normal en el mundo, sin la cual no cabe estabilidad política ni paz segura. Nuestra política no va dirigida contra ningún país, ni ninguna doctrina, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos”[5].
Mientras estas acciones acontecían desde el punto de vista externo, a principios de la década de 1950 el contexto interno de la sociedad norteamericana se caracterizó por el afianzamiento de los valores fundamentales que integran la ideología, la psicología y la cultura política, como punto esencial para consolidar el sentimiento de superioridad y la hegemonía norteamericana —piedra angular para comprender esta sociedad y su expresión en la cultura política— a través de los mecanismos de la clase dominante.
Desde el punto de vista institucional, estos elementos se expresaron en la Ley de Seguridad Nacional (National Security Act) aprobada por Truman en 1947, de cuyos frutos se recogen —entre otros— la conformación de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Con ello, los Estados Unidos lograban amparar el desarrollo de sus concepciones estratégicas sobre la base del consenso anticomunista. Para lograrlo, desarrolló lo que con posterioridad se ha conocido como Estado dual o paralelo, quienes respondían simultáneamente a cuestiones diferentes —actividades encubiertas necesarias para la defensa de la “seguridad nacional”—. Estudiosos del tema lo han calificado como “gobierno invisible” o “Estado de seguridad nacional”[6].
Como parte de la nueva agenda de seguridad nacional, la administración Truman —y con posterioridad sus sucesores— inició una serie de acuerdos y tratados, que tenían como objetivos avalar la presencia militar norteamericana en regiones consideradas vitales para la seguridad del mundo “libre” y con ello, detener la expansión del comunismo. De ahí que el hilo conductor de la política de contención fue la postura militarista global llevada a cabo a través de la remilitarizaciòn de los Estados Unidos, cuyos ejes fueron la creación de todo un sistema de alianzas militares alrededor del mundo y el desarrollo de bases aéreas y navales. De esa forma, el fortalecimiento de su estrategia expansionista comenzó a desplegarse en el Sur del Río Grande y en la península de la Florida, en particular la denominada Cuenca del Caribe.
Con el ánimo de solidificar el poderío económico alcanzado en Latinoamérica, meses antes de terminar la guerra, en febrero de 1945, los Estados Unidos convocaron en México a la Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y la Paz, conocida también como Conferencia de Chapultepec. El objetivo real que se perseguía en dicha conferencia no respondía a operaciones militares ni a la cooperación económica en aras de la victoria sobre el fascismo, sino a un posterior afianzamiento de las posiciones del imperialismo norteamericano en el Hemisferio Occidental y la creación de un bloque político-militar de los países de América Latina. Mediante el Acta de Chapultepec y de la Carta Económica de las Américas, quedó sellado el compromiso de todos los países latinoamericanos y caribeños que asistieron —con la excepción de Argentina—, a apoyar y respaldar el orden económico establecido por los Estados Unidos para culminar el conflicto bélico y reorganizar el sistema político internacional que legaría los vestigios de la Segunda Guerra Mundial.
Según lo acordado en Chapultepec, el 15 de agosto de 1947 fue convocada en Río de Janeiro una conferencia de los Ministros de Asuntos Exteriores de las Repúblicas Americanas. Este encuentro concluyó con la firma del Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca (TIAR) o “Tratado de Río de Janeiro” —considerado el primer eslabón en la cadena de alianzas político-militares creadas por los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial—. Según el artículo V de este instrumento jurídico, los firmantes del texto debían darse apoyo mutuo con sus efectivos militares en caso de que uno de los suscriptores fuera objeto de “una agresión extra-continental”[7]. En ese contexto, el anterior Sistema Panamericano se convirtió en 1948, en la Organización de Estados Americanos (OEA) —piedra angular del panamericanismo que completa la institucionalización del sistema interamericano.
En el año 1954 se creó la Organización del Tratado del Sudeste Asiático (OTASE) y en 1949 la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). A esto se agregó en 1954, la celebración de la X Conferencia Interamericana en Caracas donde, a requerimiento del jefe de la delegación norteamericana John Foster Dulles, fue aprobada la llamada “Declaración de Solidaridad para la preservación de la integridad política de los Estados Americanos contra la intervención del comunismo internacional”[8]. Esta resolución, sancionaba entre otras cosas, a la revolución guatemalteca; temiendo que las transformaciones en Guatemala sirvieran de ejemplo a las repúblicas vecinas. Los monopolios norteamericanos declararon ese país “puesto de avanzada del comunismo internacional”[9]. De este modo, los países latinoamericanos fueron obligados a romper sus vínculos con la Unión Soviética y el campo socialista y en consecuencia, apoyar a los Estados Unidos en caso de un eventual conflicto con la URSS. Como nunca antes, América Latina se reconocía parte de un estrecho y sólido bloque de apoyo a la política exterior norteamericana.
Sin embargo, “la derrota del fascismo inspiró la lucha de los pueblos por sus intereses vitales en todo el mundo”[10]. En América Latina esto se expresó con la caída de muchos regímenes dictatoriales que respondían a los intereses norteamericanos, y que durante largos años gobernaron con represión y terror. Se comenzó a manifestar el importante crecimiento de las organizaciones de izquierda en Latinoamérica en reclamo de una mayor democratización de la sociedad, de elecciones libres, a favor de la plena actividad de partidos y sindicatos. Sin embargo, estos cambios progresistas no les venían bien a los círculos de poder y al establisment de la política exterior y de seguridad norteamericana. Por eso América Latina se convierte en el escenario de una ofensiva contrarrevolucionaria promovida directamente por el gobierno norteamericano, con el objetivo de frenar las conquistas democráticas logradas por las masas populares y los gobiernos de corte nacionalista al calor de la victoria contra el fascismo.
Los centros de pensamiento académico norteamericanos buscaban legitimar y fundamentar en el orden doctrinal, una política hacia América Latina que subordinara la solución de los conflictos nacionales al impacto que su resolución pudiese tener para el balance global de poder entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. De ahí que en la región, se aplicara en forma rigurosa la estrategia de contención en algunos procesos latinoamericanos que representaban la tónica nacionalista de las décadas de 1940-1950, cuyo fracaso evidencia el contenido y la expresión de la política exterior de los Estados Unidos durante la primera etapa de la guerra fría.
Fue este el contexto para que el gobierno norteamericano, en estrecha alianza con las oligarquías y gobiernos entreguistas locales, desplegaran una contraofensiva contra los pueblos y contra algunos gobiernos progresistas que en la época existían en América Latina y el Caribe.
II
La Revolución Boliviana.
Según se aprecia en el estudio y análisis sociohistórico de la literatura concerniente a este período, Bolivia fue la única nota discordante en la estrategia trazada por la política exterior norteamericana durante el apogeo de la primera etapa de la “guerra fría” en América Latina.
Es preciso apuntar que, durante la década de 1930, comenzaron a manifestarse los primeros síntomas o efectos de la crisis económica, política y social iniciada con la caída de los precios internacionales del estaño a partir de 1929, y la derrota frente a Paraguay en la Guerra del Chaco durante el período 1932-1935.
En los primeros años del siglo XX, Bolivia consolidó su posición como segundo productor mundial de estaño y al llegar el año 1930, era el país responsable del 74% de las exportaciones. Como es sabido, el control de la producción de dicho material estaba concentrado en tres grupos privados denominados los “Barones del estaño”. Estos a su vez, alimentaban el status que a nivel político presentaba Bolivia desde el punto de vista de la estabilidad institucional en que gobiernos conservadores, republicanos y liberales se conservaban en el poder. La llamada “rosca minera”[11] —estrechamente asociada con los Estados Unidos— pasó a convertirse en la oligarquía que ejercía el control político del país, junto al apoyo dado por el Ejército en su función de institución al “servicio” del Estado.
La derrota de la guerra del Chaco —cuyo motivo según se ha planteado fue la pretensión boliviana de tener acceso al río Paraguay a través del Chaco[12]—, la agudización de la crisis, la pérdida de territorios, entre otros acontecimientos, provocaron el descrédito del Ejército y de los barones. Esta coyuntura fungió como telón de fondo para el surgimiento de grupos militares nacionalistas que comenzaron a conspirar políticamente contra los sectores dominantes del país. De esta forma e indistintamente, aumentó la sección sindical de los trabajadores: en 1937 se creó la Central Sindical de los Trabajadores Bolivianos; en 1934, el Partido Obrero Revolucionario (POR) de orientación trotskista; en 1940, el Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR) —vinculado a la Tercera Internacional—, y en 1941 el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), quienes contaban con el apoyo de los sectores nacionalistas del Ejército y de la clase media boliviana.
En esas condiciones, luego de la inusitada ola de huelgas obreras, manifestaciones y mítines estudiantiles, así como de las simultáneas sublevaciones campesinas que culminaron con la huelga general del 10 de mayo de 1936, se produjo un nuevo golpe de Estado, dirigido en esta ocasión por el coronel David Toro (1936-1937), quien desarrolló una política antioligárquica y antiimperialista, expropiando las concesiones petroleras que poseía en Bolivia la Standard Oil.
Sin embargo, Toro no supo responder a las demandas cada vez más apremiantes de los sectores populares del país, y el año 1937 culminó con otro golpe militar, encabezado por el jefe del Estado Mayor del Ejército, el joven coronel Germán Busch Herrera. Busch inició su administración con un decreto que obligaba a la oligarquía minera a entregar al Estado el 100 % de las divisas provenientes de las exportaciones mineras, estableció las garantías sindicales, promulgó una nueva Constitución (1938), institucionalizó algunas de las vindicaciones democráticas demandadas por el movimiento obrero y popular y en ese contexto “murió” de manera sorpresiva en agosto de 1939.
Ambos golpes militares dejaron como herencia a los grupos nacionalistas del Ejército, la intención de modificar el rumbo del país. Como punto de partida tomaron la necesidad imperante de otorgarle al Estado un mayor control sobre la sociedad boliviana y sus recursos económicos para con ello dejar atrás un modelo económico para entonces inoperante. Sin embargo, en 1940 un golpe militar destituyó al gobierno de Germán Busch y restauró en el poder a los sectores dominantes tradicionales que enmarcaron un clima de inestabilidad política y económica durante el período comprendido entre 1940 y 1951. A fines de 1943, los miembros del MNR y de RADEPA ([13]) enarbolaron un golpe de estado que llevó a la presidencia al coronel Gualberto Villarroel (1943-1946), quien, rodeado de oficiales nacionalistas y miembros del propio MNR, comenzó a desarrollar un amplio plan de medidas reformistas con el objetivo de fortalecer el papel desempeñado por el Estado y a generar un amplio beneficio social.
Villarroel emprendió diversas medidas contra la llamada “rosca”: los “Barones del estaño” y la reaccionaria oligarquía terrateniente que durante más de un siglo había discriminado, de manera brutal, a la población indígena boliviana. Estableció relaciones diplomáticas con Checoslovaquia y Hungría y adoptó algunas medidas dirigidas a proteger los precios del estaño en el mercado mundial. Promovió la organización de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros (FSTMB), auspició la Reunión del Primer Congreso Nacional de Mineros, y el Primer Congreso Indígena Boliviano.[14] En julio de 1946, con el respaldo de la Embajada yanqui en La Paz, es derrocado violentamente.
Después de la brutal represión interna, retornaron al poder los “viejos generales masacradores de mineros”.[15] Así comenzó la ola de represiones contra todos los miembros reconocidos del MNR, la disminución de salarios y la creciente inestabilidad política que de forma tradicional, había caracterizado a Bolivia.
Sin embargo, cuando Mamerto Urrolagoitía, sucesor de Enrique Hertzog —candidatos ambos de la oligarquía y del imperialismo anglosajón— convocó a elecciones generales en 1951, la victoria fue ganada por la coalición Partido Comunista (recién fundado en 1950) POR y MNR liderado por Víctor Paz Estensoro. La gran insurrección popular que desataron los mineros encabezados por Juan Lechín el 9 de abril de 1952 para derrotar a las fuerzas armadas, en aras de subvertir la situación política y vencer a la Junta Militar que se estableció en el poder —autogolpe propiciado por el gobierno de Urrolagoitía y conocido como el mamertazo—, colocó en su lugar al partido pequeño-burgués urbano MNR a quien los mineros habían entregado el poder. De esta forma, el nuevo gobierno conformado por el MNR, cuyas figuras principales eran Víctor Paz Estensoro (1952-1956) y Hernán Siles Suazo (1956-1960), desarrolló un grupo importante de medidas —fruto de su programa nacionalista— que señalizaban en sentido general, una ruptura con el pasado.
La nacionalización de las minas y con ello la eliminación del poder económico de la oligarquía minera; la creación de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) que concentró en el Estado la gestión de los recursos minerales y nacionalizaron 16 grandes firmas pertenecientes en su gran mayoría a los barones; la implementación de la reforma agraria que acabó con el latifundio y liquidó a la oligarquía rural como clase; la creación de una central única de trabajadores: la Confederación Obrera de Bolivia (COB) que permitía alcanzar la ansiada unidad sindical; la ampliación de la participación de los analfabetos; la liquidación del Ejército y la creación en su lugar del “Ejército de la Revolución” junto a la promulgación de la ley de Reforma Agraria en agosto de 1953 constituyeron cambios estructurales que, para entonces, no debían ser traspuestos.
De su breve estancia en Bolivia durante el contexto que se analiza, el joven Ernesto Guevara le escribe a su amiga Tita Infante en septiembre de ese mismo año: “Bolivia es un país que ha dado un ejemplo realmente importante a América (...) el gobierno está apoyado por el pueblo armado, de modo que no hay posibilidades de que lo liquide un movimiento armado desde afuera y sólo puede sucumbir por sus luchas internas”.[16] En efecto. Pese a todo, el proceso boliviano no tardó en quedar neutralizado en sus perspectivas democrático- burguesas y antiimperialistas por el cerco político, diplomático, económico y militar tendido por los Estados Unidos contra la Revolución Boliviana de 1952 dadas las vacilaciones de los grupos pequeño–burgueses del MNR que la dirigían y que anhelaban transformarse en burguesía propiamente dicha.[17]
Por esta fecha Milton Eisenhower —hermano del presidente D. Eisenhower y su consejero personal en asuntos latinoamericanos— visita a Bolivia y con ello se inicia el proceso de descomposición de la Revolución Boliviana, asesorado especialmente por los Estados Unidos.
El Ejército fue reestructurado y la mayoría de los nuevos egresos del Colegio Militar pasaron a recibir entrenamiento en los programas del Pentágono en el Canal de Panamá. Se firmó también un “Convenio de Asistencia Económica” que le permitía a Bolivia recibir algunos excedentes agrícolas norteamericanos y a cambio, el MNR abandonó la política nacionalista en cuestiones petroleras que para 1955 ya le otorgaban importantes concesiones a empresas norteamericanas para la explotación del subsuelo. El nuevo Código del Petróleo otorgó más de once millones de hectáreas[18] a empresas extranjeras que beneficiaban especialmente a la Bolivian Gulf Company. En 1954 Bolivia voto a favor de la resolución que condenaba a muerte a la Guatemala de Jacobo Arbenz y más adelante rompieron las relaciones diplomáticas con la Revolución Cubana.
La política entreguista de Paz Estenssoro fue continuada por su sucesor Hernán Siles, quien en 1956 implementó un plan de estabilización monetaria negociado por el Fondo Monetario Internacional. Fue el primer país latinoamericano en hacerlo. Dicho plan implicó un deterioro aún mayor de los indicadores sociales, facilitando la penetración del capital extranjero y sus posibilidades de obtener ganancias. Al final de su mandato, Siles Suazo fue sucedido por Paz Estensoro en su segundo período en 1960. El apoyo fundamental con que contaba para ese entonces era el Ejército, representado en su vicepresidencia por René Barrientos, quien en medio de protestas populares por el gobierno de Paz, protagonizó un golpe de estado que puso fin a una revolución que desde hacía mucho tiempo había concluido. Se iniciaba así un ciclo de inestabilidad institucional en el cual las Fuerzas Armadas asumieron el papel principal en el control del poder político en Bolivia.
III
La intervención norteamericana en Guatemala.
En Guatemala sin embargo, la Revolución de 1944 puso fin a la dictadura oligárquica y proimperialista del general Jorge Ubico (1931-1944), títere de la UFCO. Este fue sustituido por los sucesivos gobiernos progresistas, nacionalistas y antimperialistas de Juan José Arévalo (1945-1950) y del coronel Jacobo Arbenz (1951-1954). Se crearon así las condiciones para que se estableciera un verdadero régimen democrático, cuyos objetivos fueron plasmados en la constitución de 1945. Dado el carácter de las fuerzas populares que promovieron la llamada “Revolución de octubre de 1944”, los profundos cambios que desarrollaron en los planos sociales, políticos y económicos, la Revolución Guatemalteca lleva el sello de democrático-burguesa, agraria y antiimperialista.[19]
Sin embargo, las nuevas reglamentaciones electorales, laborales y de seguridad social, la creación del Banco Central y con ello el control de la distribución del crédito, la estimulación a partir del Estado de la actividad económica privada, la aplicación del Código de Trabajo, la elaboración de una política exterior independiente entre otras medidas bajo la presidencia de Arévalo (1945) propició, que en 1950, la United Fruit Company, —para esa época la mayor empresa del país al tener bajo su control casi toda la producción de plátanos, el transporte por barco y por tren, así como los más importantes puertos del país[20]— al ser afectada por estas medidas, desarrollara una campaña de opinión pública en los Estados Unidos contra el gobierno de Arévalo.
El telón de fondo de dicho descrédito radicaba en los “peligros de la penetración del comunismo en Guatemala”. Con el ascenso de Jacobo Arbenz a la presidencia (1951-1954), y el enfoque radical que le otorgó durante su mandato a las reformas iniciadas por el presidente anterior —énfasis en la modernización y diversificación de la agricultura, desarrollo económico del país, ruptura de los monopolios norteamericanos en lo concerniente a transporte y electricidad, junto a la promulgación de la ley de reforma agraria— propició que la confrontación con la UFCO se volviera más altisonante para el gobierno de los Estados Unidos, quienes abogaban por la defensa de los intereses de la compañía. Guatemala se convirtió entonces en blanco de ataque directo del imperialismo.
De esa forma, el cerco contra Guatemala organizado por los Estados Unidos se fue cerrando cada vez más de manera que, en agosto de 1953, la administración republicana de Eisenhower —quien mostró una efectiva continuidad de la política esencial de Truman al atenerse a los principios básicos de la contención del comunismo— aprobó la “Operación Éxito”, plan dirigido, organizado y financiado por la CIA para derribar el gobierno de Arbenz.
En la preparación de las condiciones políticas y diplomáticas que posibilitaron el exitoso desenlace de la intervención en Guatemala, un rol importante fue el ocupado por el Sistema Interamericano y en particular la OEA, en la Décima Conferencia Internacional de Estados Americanos efectuada en Caracas, Venezuela, en marzo de 1954. En ella como apuntamos en el primer epígrafe, a petición del secretario de Estado norteamericano, John Foster Dulles, fue aprobada la llamada “Declaración de Solidaridad para la preservación de la integridad política de los Estados Americanos contra la intervención del comunismo internacional” a través de la cual se justificaba la injerencia por parte de los Estados integrantes de la organización hemisférica ante la presencia de un Estado o gobierno dominado por el comunismo.
El argumento era combatir la infiltración del comunismo internacional en América Latina a través de Guatemala y los peligros que eso representaba para la seguridad de la región. De esta forma, el gobierno de Eisenhower aprovechó la agresión para sustituir el principio de no intervención por el derecho de intervención en las normas del sistema interamericano. Esta situación fue denunciada por los Estados Unidos en la OEA (tercer componente y núcleo fundamental del actual sistema interamericano) y en la ONU, creando campañas en los medios de comunicación e incidiendo en la opinión pública norteamericana de manera tal que, durante ese año, se creó un “Ejército de Liberación” formado por mercenarios con base en Honduras y Nicaragua.
Las vacilaciones de Jacobo Arbenz, quien nunca se decidió a darle armas al pueblo, junto a la traición de amplios sectores de las fuerzas armadas comprometidos con los intereses de la embajada norteamericana, propiciaron que el 18 de junio, “aviones procedentes de Honduras cruzaron las fronteras con Guatemala y pasaron sobre la ciudad, en plena luz del día ametrallando gente y objetivos militares (…) luego de pasar estos aviones, tropas al mando del Coronel Cantillo Armas, emigrado guatemalteco en Honduras, cruzaron las fronteras avanzando sobre la ciudad de Chiquimula. El gobierno guatemalteco, que ya había protestado ante Honduras, los dejo entrar sin ofrecer resistencia y presentó el caso a las Naciones Unidas”.[21] El 27 de junio, el embajador de los Estados Unidos en el país anunció que la sustitución de Arbenz por una junta militar haría cesar la guerra de forma inmediata.
Resulta esclarecedor el análisis que realizara Ernesto Guevara en su paso por la Guatemala de 1954: “Una terrible ducha fría ha caído sobre todos los admiradores de Guatemala. En la noche del domingo 28 de junio el presidente Arbenz hizo la insólita declaración de su renuncia. Denunció públicamente a la frutera y a los E.U como los causantes directos de todos los bombardeos y ametrallamiento sobre la población civil (…) Arbenz renunció frente a la presión de una misión militar norteamericana que amenazó con bombardeos masivos y con la declaración de guerra de Honduras y Nicaragua lo que provocaría la entrada de Estados Unidos”[22].
El 8 de julio de 1954 asume el poder la dictadura títere del teniente coronel (con posterioridad auto ascendido a General) Carlos Castillo Armas. Con posterioridad a la instalación de Armas —quien había sido reclutado por la CIA— regresó al país el jefe de la policía secreta del dictador Jorge Ubico quien creó el Comité Nacional de Defensa contra el Comunismo y emitió la Ley Preventiva Penal contra el mismo. De esta forma se puso fin a uno de los procesos de transformaciones revolucionarias más importantes en la historia de ese país.
El derrocamiento del régimen del coronel Jacobo Arbenz constituyó una expresión más de los cuadros de crisis en Latinoamérica que tuvieron un impacto global en la estrategia política norteamericana. El fin de la también llamada Revolución Democrática, iniciada en 1944, bajo la acusación de una creciente influencia del Partido Comunista en el país —en realidad motivado por las amenazas de una reforma agraria que ponía en riesgo los intereses de parte de las tierras de la poderosa empresa norteamericana United Fruit Company— esbozó un “modelo intervencionista” utilizado por el propio presidente Eisenhower entre 1959 y 1960, contra la Revolución cubana del 1ro de Enero de 1959.
En el mes de marzo de 1999, el presidente Clinton en un recorrido realizado por países de la América Central hizo un pedido de disculpas oficial al pueblo guatemalteco por la injerencia en los asuntos internos del país durante la guerra fría:“ (…) para los Estados Unidos, es muy importante que yo diga claramente que el soporte a fuerzas militares y unidades de Inteligencia que se envolvieron en la difusión de la violencia y de la represión fue errado, y que los Estados Unidos no deben repetir ese error”[23].
Lo cierto es que, como se sabe, las tendencias y características de aquel fenómeno o período tipificaron el escenario que le sigue a la década de 1990, pero sobre todo a la de hoy, teniendo en cuenta las guerras del Golfo Arábigo - Pérsico, la guerra de Kosovo, y las que aun están en curso, como las de Afganistán e Irak. De tal manera que los Estados Unidos, a pesar de la retórica que utilicen para legitimar su hegemonía a través del consenso y la cultura política, continúan recurriendo a enfoques similares en la instrumentación de su política exterior y militar que, en el mejor estilo de la guerra fría, expresa la vigencia de atender a la luz del presente, aquel complejo proceso histórico.
IV
A modo de conclusiones
Se pudiera plantear entonces que, durante el periodo de la segunda postguerra, las instancias que formularon la política exterior estadounidense hacia América Latina no intentaron trabajar con visiones articuladas o proyectos específicos. Esto sólo se produjo cuando sintieron sus intereses amenazados globalmente por algún proceso en la región o cuando estos llegaron a tener cierto impacto electoral[24]. En esos casos se formularon propuestas como la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy, cuyo propósito era evitar la propagación de la naciente Revolución Cubana, a través de concertaciones con los Partidos Socialdemócratas y en general, con fuerzas políticas de orientación reformista que con anterioridad se habían atacado.
En general, la relación entre los Estados Unidos y América Latina fue de una normalidad basada en la subordinación o el acatamiento de los países de la región a los lineamientos de las políticas implantadas en Washington.
En la práctica, los Estados Unidos ayudaron a establecer o apoyaron, muchos regímenes dictatoriales con el argumento de hacer prevalecer sus intereses nacionales. El ejemplo más significativo de esta línea doctrinal y práctica, fue el patrocinio a las llamadas “dictaduras militares de seguridad nacional” que fueron mucho más represivas y sistemáticas que las tradicionales.
De esta forma, bajo el telón de fondo de la llamada “Doctrina de Seguridad Nacional” —en realidad una contraideología del comunismo—, se instauraron en los años sesenta y setenta, regímenes militares en Brasil, Bolivia, Uruguay, Argentina y Chile quienes, sobre la base de un diseño de terrorismo de Estado, tenían como parte de sus propósitos, liquidar los organismos políticos y sociales disidentes con las pautas del modelo económico neoliberal que se intentaba implantar.
Una mirada al pasado a la luz del presente arrojaría que, en comparación con la primera etapa de la “guerra fría”, el actual panorama mundial es percibido por el establisment norteamericano como menos conflictivo y peligroso. Sin embargo, un problema que ocupa un espacio interesante en la agenda de seguridad nacional de los Estados Unidos es la prevención de nuevos incidentes, teniendo en cuenta el perfil que ha adquirido el terrorismo en los últimos años, la existencia de mayores facilidades de acceso a armas de destrucción masiva y el desarrollo de los medios de comunicación electrónica, todo lo cual tiende a hacer más vulnerables los sistemas nacionales de defensa.
En relación con los estados latinoamericanos, las principales preocupaciones con la seguridad hemisférica están asociados a la inestabilidad económica y excesiva dependencia del financiamiento exterior, aumento de la pobreza y de la exclusión que estimula la migración interna —hacia los centros urbanos— y externa —hacia los Estados Unidos—, crecimiento del narcotráfico y la criminalidad, así como un debilitamiento de la capacidad coercitiva del poder público.[25] En este sentido, los gobiernos norteamericanos tratan de presentar sus verdaderos intereses hegemónicos en América Latina bajo el pretexto de la “amenaza” que representan las fuerzas terroristas (reales, potencias o artificiales) para los propios países y para el continente en su conjunto.
Por ello, en el análisis de coyunturas sociopolíticas, en el diseño de tácticas y estratégicas para lograr la emancipación e integración de los pueblos de América Latina, es importante no olvidar que, “antes, durante y después de la guerra fría, los Estados Unidos adoptan, en la caracterización y combate a sus enemigos, la lógica de la lucha de clases, asumiendo el principio de que la realización plena de los objetivos de una parte (“destino manifiesto”) presupone la eliminación de la otra parte (“Estados desgarrados de la civilización”). En tanto esto no se hace efectivo, la lucha es permanente”.[26]
Referencias bibliográficas
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[1] Los antecedentes más prominentes al respecto están ubicados entre los años 1946 y 1947 a partir del telegrama de las ocho mil palabras enviado por George Kennan el 22 de febrero de 1946; la intervención de Winston Churchil en Missouri el 5 de marzo del mismo año; el discurso del presidente Truman el 12 de marzo de 1947, y la exposición del entonces secretario de Estado George Marshall en la Universidad de Harvard el 5 de junio del mismo año.
[2] Analistas de la política exterior de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, especialistas e investigadores que examinan el sistema político norteamericano desde la historiografía, sociología y/o ciencias políticas coinciden en la presencia de tres etapas en el desarrollo de la guerra fría: 1) guerra fría o guerra fría clásica: culmina con la Crisis de octubre, la Guerra de Vietnam y la administración Johnson en la segunda mitad de los años de 1960; 2) etapa distensiva o intermedia: en ella prevalece la negociación durante el gobierno de Nixon; y 3) nueva o “segunda” guerra fría: identificada con la agresividad de la política exterior de la administración Reagan a inicios de los años ´80.
[3] R. González: «Estados Unidos: doctrinas de la guerra fría, 1947-1991», 17.
[4] J. Hernández: « Estados Unidos: hegemonía, seguridad nacional y cultura política », p. 33-34. El subrayado es nuestro.
[5] G. Marshall: « Discurso en la Universidad de Harvard ».
[6] Ver J. Hernández: «Estados Unidos y la guerra fría: doctrina y política », p. 65.
[7] Luis Maira Aguirre, «Las relaciones entre América Latina y Estados Unidos: balance y perspectivas», p. 6.
[8] Ver A. Glinkin: «El latinoamericanismo contra el panamericanismo », p. 110.
[9] Ibídem, p. 110-111.
[10] Ibídem, p. 102.
[11] El más poderoso de los tres grupos privados a los cuales se les conocía como la “rosca minera” estaba liderado en primer lugar por Simón Patiño, quien detentaba casi el 59% en 1929, en segundo lugar Mauricio Hotchschild, con el 10% y en tercer lugar Felix Aramayo, con el 5%.
[12] Con posterioridad se acusó a la Standard Oil Company (en disputa con el monopolio ingles Royal Cutch) de haber influido en la decisión de declarar la guerra a Paraguay con el objetivo de hacerse del control de los ricos yacimientos de petróleo ubicados allí para su producción en Bolivia.
[13] Grupo de oficiales del Ejército boliviano, herederos de las ideas nacionalistas de Germán Busch y organizados en la logia militar Razón de Patria.
[14] Ver Luis Suarez: «Un siglo de terror en América Latina», p 213.
[15] Luis Suarez: «Un siglo de terror en América Latina», p.225.
[16]Ernesto Guevara: «Otra vez», p. 108.
[17] Un análisis más detallado de este periodo se puede encontrar en Luis Suarez: «Un siglo de terror en América Latina», p. 253.
[18] Luis Fernando Ayerbe: «Los Estados Unidos y la América Latina. La construcción de la hegemonía», p. 110.
[19] En la Revolución Guatemalteca pueden definirse claramente dos etapas. La primera que se extendió hasta 1951 en la cual predomino la línea nacional-reformista impuesta por el presidente Arevalo y los sectores burgueses y pequeño-burgueses más moderados, y la segunda etapa bajo la presidencia de Arbenz de 1951 a 1954 durante el cual el proceso se radicalizó al ceder a los reclamos de las clases oprimidas, Así, el gobierno se reoriento hacia el nacionalismo revolucionario. Para profundizar en este tema véase Sergio Guerra: « Breve historia de América Latina», p. 239-240.
[20]Consultar Luis Fernando Ayerbe: «Los Estados Unidos y la América Latina. La construcción de la hegemonía», p. 114.
[21] Ernesto Guevara: «Otra vez», pp. 52-53.
[22] Ernesto Guevara: « Otra vez»,pp. 66-67.
[23] Luis Fernando Ayerbe: «Los Estados Unidos y la América Latina. La construcción de la hegemonía», p. 124, citado por Falcoff, 1999, p. 42.
[24] Luis Maira Aguirre, « Las relaciones entre América Latina y Estados Unidos: balance y perspectivas», p. 8.
[25] Luis Fernando Ayerbe: «Los Estados Unidos y la América Latina. La construcción de la hegemonía», p. 124, citado por Falcoff, 1999, p. 305.
[26] Ibídem, p. 313.
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